jueves, 30 de diciembre de 2010

Las virtudes de Onán. Mario Gallardo

Sylvia Plachy


“No la puedo contrariar:

la vida es un sueño fuerte

de una muerte hasta otra muerte

y me apresto a despertar.”

Severo Sarduy, In my beginning is my end.

I

Llámenme Onán, le dijo un día a la pandilla de Don Gato. Y no pregunten por qué, agregó, sólo piensen en la simiente derramada. Era viernes de cerveza y mota, como todos los viernes y como casi todos los días. Casi todos los días. Lindos tiempos aquellos y más lindo tu Macondo privado en que Mary Jane no era perseguida y la raza aún vivía la resaca de Woodstock y Bangladesh y éramos idealistas y no queríamos conquistar el mundo ni ser importantes ni toda esa mierda de ser algo en la vida, éramos nihilistas sin saberlo y la nada era nuestro todo.

En aquel tiempo, y sin haber leído Rayuela ni ser fanáticos de Siddhartha, ya acariciábamos una suerte de nirvana tercermundista y accedíamos, vía fervorosos jalones a la bacha de mota, a esa realidad otra que La Maga buscaba detrás de las nervaduras de una hoja en sus andanzas por callejuelas y cafés parisinos. Y todo lo aderezábamos con música, que en esa época la entendíamos como un universo cerrado, hermético quizás, donde no cabían más que las cuatro letras eternas y excluyentes: “ROCK”. Y por rock entendíamos Black Sabbath, Yes, Jethro Tull, Led Zeppelin, Pink Floyd, Doors, el selecto grupo, las grandes ligas, y luego venían una serie de dioses menores: Eagles, ELP, Boston, BTO, U2, The Police, Supertramp, Alan Parsons, et. al., y para las bajonas recomendábamos a Wakeman y sus siete esposas, cómo no, y para curarte a fondo las melancolías “en cero” (no beer & no cannabis) nada mejor que Cat Stevens y su triste Lisa. En aquellos tiempos modernos no había libros de autoayuda ni coritos de mierda ni grupos de rockeritos descafeinados, tampoco se había inventado la mariconería esa del rock en español (qué insufrible hubiese sido que nos quisieran hacer tragar a esos baladistas anoréxicos que hoy tratan de emular a Jim con baladitas reconvertidas y des-entonadas con espantoso acento argentino); no, en ese tiempo todo era duro y sin medias tintas. “No existen ideas generales”, repetía con aires de suficiencia encaramado en la barra del “Nueva York nunca duerme” a todo aquel que quisiera oírme; “o somos extremos o no somos nada”, mascullaba enfático. Y la pandilla de Don Gato asentía levantando las Salvavidas hacia el cielo raso pintado o despintado de azul horroroso, pero que yo alababa con entusiasmo y le llamaba nuestro cielo protector, después de haberme regodeado con las andanzas de Kit, Tunner y Port. Qué noche aquella. Fue cuando les contaste la historia de las tres muchachas cuyo sueño era tomar té en el Sahara. Pues ya les digo, de ahí viene Tea in the Sahara, les repetías; The Police se inspiró en la historia de Outka, Mimouna y Aicha, les decías; y después viene Wrapped around your finger sonando en la rockola y entonces retomabas la referencia bizantina y dabas fe de la alusión a las rocas asesinas de Escila y Caribdis... y así se iba la noche y Prim se limitaba a repetir: “Ah, este pequeño Larousse...” Hermosos tiempos modernos sin espacio para la mediocridad, no había nada light, ni cervezas Bahía ni Port Royal, ni cigarritos de amanerado, o Salvavida de camionero o nada, Belmont rojo y Pinares y mota a discreción, comprada en El Progreso, donde Mélida, siempre generosa con el escote y con la probadita, el jalón que te anticipaba el nirvana, el último tren a Londres, stairway to heaven... Pero ahora eras Onán, el que derrama la simiente, el eterno incomprendido, el falso masturbador, o el gran masturbador (no, ése es de Castellanos Moya), al que castigan por...aunque viéndolo bien creo que su castigo fue justo, por hipócrita, vicio que debería ser penado siempre con severidad, y luego porque dejó a Thamar insatisfecha, cosa mala por cierto, tan mala que la necesitada muchacha, o tal vez no era ni tan muchacha, sobre todo atendiendo al hecho que en la Biblia la gente vive matusalénicas jornadas y los viejitos son excepcionalmente potentes, como ya se vio con Abraham, y como se verá con Judá quitándole las ganas a su nuera y haciéndola concebir un hermoso par de críos, y luego justificando tal cosa, aunque quizás esta justificación no sea del agrado de las feministas de este nuevo siglo, a quienes es muy probable que tampoco les guste la frase relacionada con las ganas, porque ellas aseguran que no les dan, y se declaran falofóbicas, aunque el apetito sáfico lo mantienen. Pero esa ya es otra historia y mejor les cuento la de Onán, al menos por partes, así como la voy investigando, y también como la imagino o como la reescribo, porque desde que ando en esto de la lectura -o de las letras, como me gusta decir para darme importancia- me da por reinventar historias o por plagiarlas, pero a mi gusto, tomando argumentos prestados. Es la poética del palimpsesto, les digo a unos empleados de la bananera, quienes han estado poniendo oídos a mi charla con el Socio, a quien, como habrán de suponer, le estoy contando por enésima vez todo este cuento. Lo bueno es que el Socio tiene más paciencia que Penélope y nunca hace mala cara a mis disquisiciones, además él no fuma, sólo es devoto del lúpulo y la cebada, así que lo toma todo con calma, como si fueran loqueras de marihuanero, como en efecto pueda que sean, aunque tal vez no, en fin, quién sabe, lo cierto es que para efectos de esta historia soy Onán y así quiero que me llamen.

II

¿Encontraría a Onán? Tantas veces le había bastado con asomarse a la entrada de “El Calabozo”, acostumbrarse a la oscuridad y al humo de los cigarrillos que volvía pardos a todos los gatos, para después reconocer la flaca figura que se recortaba en la esquina de la barra, con el purito refugiado entre los dedos de la mano derecha y la Salvavida descansando sobre su rodilla, apenas sostenida entre el índice y el medio de la izquierda, en una actitud indolente, como si pudiera estar en esa posición para siempre. Pero no estaba allí, precisamente hoy, cuando más necesitaba verlo, el maldito no estaba allí. Lo peor es que se había encontrado al Socio y le había preguntado por él, pero su respuesta fue contundente: “Tengo dos días sin verlo, debe ser otra de sus bajonas, últimamente no anda bien de la cabeza”. Si antes andaba inquieta, después de esta respuesta, Ixkik lo estaba aún más, de hecho estaba al borde de la desesperación. Ahora, más que nunca, quería encontrar a Onán, debía decirle que había entendido, que por fin había entendido, que podía ser Thamar y no morir en el intento...

III

_ Vas a dejar de ser virgen.

_ No me importa.

_ Quizás después sí te importe.

_ No, nunca va a importarme, por el contrario, será como quitarme un peso de encima. Tampoco me importará si me duele o si no siento placer; he leído que la primera vez no resulta bien para la mayoría de las mujeres, pero después se le halla el gusto.

_ Veo que estás decidida, que nada te hará cambiar de idea.

_ Así es, nada me hará cambiar de idea.

_ Y si te digo que yo no puedo hacerlo.

_ No te creería, pero de ser cierto encontraría la manera de arreglarlo: “No existen hombres impotentes sino mujeres que no saben”.

_ ¿De dónde sacás tanta cita? Esa frase es de García Márquez, que a saber a quién se la robó. ¿Es que acaso vivís tu vida como si fuera una novela?

_ No veo por qué habría de establecer distinciones entre vida y literatura, desde que mi papá escogió para mí este nombre fue como si me hubiera marcado con un fierro, con el fierro de la imaginación y de la libertad que sólo pueden vivirse en los libros.

Pobre. Otra loca. Pero de una locura superior. Loca porque acepta que la llame por un nombre que no es el suyo. Loca por el padre loco que le adjudicó un nombre loco, que sólo podían admirar (o comprender) unos cuantos locos amantes del Popol Vuh; para el resto del mundo no sería más que una pendejada, una broma de mal gusto. Me llamo Ixkik, con dos k, advertía cuando te tendía la mano o después de ofrecerte la mejilla con un aire altivo de princesa descalza. Pero para mí sos Thamar, le dije, y ella lo aceptó de buena gana, así como lo hacía todo, con una cierta inercia, con un dejarse llevar que la hacía más mujer, o al menos así pensaba...

IV

Pelón solícito con uniforme de recepcionista de hotel neoyorquino de los años 30 te abre la puerta encristalada y entrás al lobby. Siempre lo mismo: gringos viejos con pinta de jubilados, enfundados en camisetas blancas con dibujos de estelas y las palabras

“Copán, Honduras” en letras pequeñas y negras, hablando naderías, junto a gringos jóvenes con pinta de rednecks, enfundados en camisetas azules donde se lee: “Jesus loves you” en grandes letras blancas.

Por eso odiabas ir a ese hotel (por los gringos omnipresentes); por eso amabas ir a ese hotel (por las espléndidas cheese burger dobles y las nalgas de la mesera...y los pechos de la mesera sobre los que destaca un gafete con el nombre grabado en letras negras: “Judith”) donde podías comer bien y a precios razonables. Logras pasar indemne entre la invasión yanki no sin antes haber dejado algo más que un par de ojos lascivos en el trasero opulento de una gringuita que te vuelve a ver con equívoco fervor religioso y te ofrece un trifolio donde te advierten, en un español más bien torpe, que el fin del mundo está cerca y no te queda más que confesar tus pecados y aceptar a Jesús, a menos que estés dispuesto a enfrentar una eternidad envuelto en llamas. “Jeísus tei ama”, te recuerda la gringuita cuando ya estás entrando en el ámbito gastronómico de la cafetería y buscás con mirada ansiosa a Judith.

Piernas bien torneadas, tan bonitas que ni las horripilantes medias blancas de viejita pícara logran disminuir su inaguantable atractivo; nalgas respingonas, tan deseables que ni el corte victoriano de la falda-uniforme-hotelera logra disminuir su magnetismo insoportable; pechos erguidos, tan orgullosos que ni la antiestética fila de botones que aspira a contenerlos logra disminuir su intolerable hechizo; cara de madona renacentista, ojos verdes de gata en celo, en suma: perfecta, a no ser por el sonsonete inconfundiblemente santabarbarense con que te pregunta: Buenas Onán, ¿le sirvo lo mismo de siempre?

“Lo mismo de siempre”. Ahí estaba de nuevo el enemigo oculto, la frasecita aparentemente inocua, pero que te resultaba tan mortal. Sobre todo por la unión de esa sucia palabreja (mismo) con esa otra “expresión” de resonancias tan definitivas (siempre); juntas eran como una bomba atómica que con sórdida frialdad devastaba tu sensata y juvenil aspiración a ser impredecible. Y hablando de acontecimientos predecibles, pues ahí estaba Judith repitiendo el ritual que tanto te excitaba, aunque era tan mínimo (tan secreto) que ninguno de tus amigos lo entendía: la mano se desliza con suavidad hasta el fondo de la bolsa de la falda, supuestamente para extraer la libreta y tomar el pedido, pero se detiene casi en forma imperceptible sobre el muslo, luego se desvía hacia el pubis y allí se aquieta, morosa, casi podría decirse con deleite, luego te mira y sus ojos la delatan: se está acariciando, te imaginás su dedo rozando el amor veneris, por un instante apenas, por una eternidad, casi.

_ Tenemos sandía, ¿va a querer un jugo o le traigo la coca cola?

_ La coca está bien y la cheese burger deluxe.

Ya el encanto se ha roto, Onán y Judith suplantados por El Cliente y La Mesera; de nuevo la Gran Costumbre nos ha cortado el sueño...

V

Showtime! Señoras y señores. Ladies and gentlemen. Muy buenas noches damas y caballeros, tengan todos ustedes. Good evening, ladies & gentlemen. “Lady Fashion”, el cabaret más fabuloso de esta ciudad y sus alrededores les da la bienvenida a un evento único, propio sólo de las grandes urbes mundiales. Porque señoras y señores, ladies and gentlemen, hoy serán testigos de un acto sin precedentes en la farándula nacional: el primer “Miss Honduras Tercer Sexo Belleza Nacional”. Sí, damas y caballeros, el evento por excelencia de la belleza nacional por fin sale del clóset para presentar su versión más desenfrenada, unplugged y sin censura, donde podrán admirar a las más despampanantes bellezas gay de nuestro país y, además, tendrán el privilegio de ayudarnos a elegir a la mejor concursante, quien esta noche se ceñirá la corona y hará ostentación del cetro que la distinga como la primera “Miss Honduras Tercer Sexo Belleza Nacional”. Pero ahora demos paso a nuestra anfitriona de esta noche: la sensacional y desprejuiciada, the one and only, la única, la emperatriz del chisme, la sensacional ex reina del club “Black King Size”, la incansable y esbelta a pesar de los kilos de más: Sarah Dobles. ¡Arriba el telón! Curtains up! (Suenan aplausos, ¡qué va!, es una cerrada ovación que precede a la entrada de una maciza y paquidérmica figura vagamente femenina, enfundada en una maquiavélica pieza de tela negra brillante que apenas contiene su vacilante humanidad). Y una vez instalada frente al micrófono agradece con impostada voz la gentileza del respetable público, mientras de sus falsos ojos color esmeralda resbala, pudorosa, una miserable lágrima de cocodrilo.

VI

¡A qué horas me fui a meter en esta mierda! Bueno, lo cierto es que fue aproximadamente hace unas seis horas. Te acababas de acodar en la barra del hotel y cuando apenas empezabas a calcular para cuántas cervezas te ajustaban los 238 pesos que andabas en tu cartera, oístes que una voz decididamente rara, entre vieja ronca y maricón afónico, te decía: hola guapo, ¿ya no te recordás de mí? La sorpresa al voltear fue mayúscula, era Moby Dick en versión femenina, la vieja que te habían presentado en la casa del Buitre hacía unas cuantas noches, durante uno de los aquelarres que la pandilla de Don Gato organizaba aprovechando la ausencia de los viejos del arriba mencionado Coragyps atratus (nombre científico del Falconiforme amigo, a quien sorprendiste con ese latinajo, que a su juicio le dignificaba el carroñero apodo). Y cuando estábamos en lo mejor de la fumada, extraordinaria cannabis, por cierto, roja y con aroma a pimienta, y nuestros oídos estaban deleitándose con los acordes finales de Ritual (Nous sommes du soleil, para los adoradores de Yes, 21:35 minutos/segundos exactos de loquera progresiva), pues que se abre la puerta e ingresa el Buitre, quien sin darnos tiempo para recetarle la respectiva “puteada” por haber interrumpido de forma por demás grosera nuestra audición, nos dijo: les presento a una amiga, es buena onda y...sin dejar que cuajara en nuestra mente la idílica visión de un 40-22-36 afianzado en unas piernas interminables, pues que nos golpea la realidad con el mazazo inobjetable de un auténtico Everest adiposo que apenas lograba que su cuestionada humanidad trascendiera el marco de la puerta, por lo que in situ se presentó a lo Bond: “Hola guapos, me llamo Sarah, Sarah Dobles”.

VII

Desde la puerta del hotel, Onán mira la Primera Calle: sin amor, automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando entre el vaho que se eleva de las calles en esa tarde gris y lluviosa. ¿En qué momento se había jodido Honduras? Pero en ese momento no le preocupa mucho encontrar la respuesta. Por ahora tiene que decidir qué hará con su vida en las próximas horas. Así son sus plazos, nunca piensa en el futuro, para él no hay dilemas metafísicos que valgan, la vida se vive una sola vez y cada minuto es el último, o como le gustaba decir: “Sólo vivimos el presente, el ayer ya pasó y el futuro es incierto”. Aunque estaba lo otro: la pesadilla, la enorme masa esférica que amenazaba con asfixiarlo, pero de manera lenta y contenida, como dándole tiempo para reflexionar en torno a la inutilidad de su existencia. Pero debía resolver uno de sus inestables futuros a cortísimo plazo, en ese momento debía decidir qué haría durante las próximas horas, no sabía cuántas, pero ya le empezaba a sentir gusto al mecenazgo de la Sarah y el columnista homosexual, aunque éste último ya lo tenía harto con las miradas de perra flaca que le disparaba cada dos minutos, era la misma expresión de gay arrepentido de la que hacía gala en el daguerrotipo que adornaba la columna semanal que aparecía en un mediocre diario de la ciudad, supuesto espacio para reflexión, pero que apenas le servía para seguir manteniendo su fachada de presunto intelectual trasnochado, aunque no hacía más que pastichar recortes de revistas del corazón con los que matizaba su devoción full time con Evita Perón, en quien aspiraba reencarnar en su próxima vida. Pero Onán ya llevaba siete Salvavidas entre pecho y espalda, había engullido un sándwich club acompañado de las inefables french fried potatoes y en el intermedio se entretenía rumiando cacahuates, que con inglesa exactitud les llevaba una mesera de piernas sublimes tras cada ronda de tragos. Pero ya eran casi las cinco de la tarde y veía cómo la inquietud hacía presa de sus acompañantes, quienes querían saber si los acompañaría al “evento” al que debían asistir esa misma noche. No me gustan los “eventos”, les había dicho al principio, pero luego, con la alegría Salvavida entre pecho y espalda, el mundo se hacía cada vez más soportable y la propuesta era cada vez más viable. El no inicial y enfático había sido sustituido por un “déjenme pensarlo un poco mientras me tomo otra cerveza”, que fue recibido con pequeños aplausos por la pareja, quienes luego apostillaron: “Está bien, una cerveza siempre ayuda a pensar mejor las cosas”. Frase que ni remotamente tiene calidad de axioma, como se verá más adelante.

VIII

¿En qué momento se había jodido Honduras? Porque era incuestionable que la premonición adelantada desde la descabellada decisión de adjudicarle nombre de abismo, ahora se había convertido en una flagrante realidad, hasta para un barzón cínico y arrogante como yo, que detesta esa porción de existencia llamada realidad, que incluso realiza sus mejores esfuerzos para pasar cada minuto de su vida fuera de esa prisión, que incluso había reconvertido el cortazariano concepto de “realidad otra” para justificar esa obsesión escapista; hasta para un detestable y adorable vago como yo era un hecho que Honduras estaba jodida, y lo peor es que después de Tela la mierda te había salpicado y ahora contaminaba con su hedor insoportable tu preciada y abúlica y gratuita existencia. Lo que empezó esa noche maldita, que debió estar marcada por el placer, tuvo efectos casi inmediatos, el más relevante de todos, el más obsesivo de todos fue “La pared de los recortes”, que cada día aumentaba su volumen de historias, amenazando con cubrir totalmente el lado más largo de tu cuarto y que fue recibida de variopinta manera por los miembros del núcleo familiar: tu papá se encogió de hombros, mientras tu mamá apostaba por un cándido optimismo y señalaba que tal vez ahora te daría por estudiar sociología o periodismo, después de tus fallidas incursiones en medicina e ingeniería, mientras tu hermano se limitaba a decir: “ese hijueputa es que se la está fumando verde, mamá”. Pero no era asunto de mota ni de guaro, era otra cosa, era una obsesión exacerbada: abrir los periódicos cada mañana y buscar las huellas que la Bestia había dejado ese día, y a partir del 19 de julio de 1982 la pared empezó a llenarse con su diaria actividad:

“Desaparece catedrático universitario.

Tegucigalpa. El catedrático de la UNAH, Miguel Antonio Barahona, desapareció el 8 de presente cuando se dirigía a pie al Hospital Viera a visitar a su novia.”

Y así empezó una nueva colección.

IX

Neruda coleccionaba mascarones de proa, Hemingway se dedicó a atesorar cocteles a base de ron o de whisky o de cualquier licor, la onda de Fuentes es con los gatos, y a Tito Monterroso le daba por perseguir cuanta edición del Quijote hubiera salido de la imprenta; yo no soy un escritor reconocido, pero ya tengo mi manía: colecciono enemistades.

Esta sutil adicción, como todas las adicciones, tiene un comienzo. Creo que fue cuando apenas tenía conciencia de mi ser en el mundo, había cumplido recién los seis años y estaba en primer grado, feliz con mi bolsón de cuero, duro y reluciente, listo para recibir los cuadernos con sus páginas invictas y el paquete de lápices Dixon Ticonderoga No. 2, así como las plumillas de aguzada punta metálica que hacían juego con el tintero, que atesoraba el líquido negro y espeso que después se convertiría en palotes y óvalos bajo la severa mirada de la maestra. Era el primer día y los nervios eran evidentes entre todos los novicios, hasta el aire tenía un olor nuevo e intimidante a pintura nueva, a ropa nueva, a zapatos relucientes, a brillantina aplicada a pegotes sobre las rebeldes cabelleras; veintisiete pares de ojos aturdidos, deslumbrados ante la súbita inmersión en un mundo absolutamente nuevo, y cuando apenas los corazones empezaban a aquietar su galope desbocado, el ríspido chirriar de una puerta mal alineada dio paso a la figura cuadrada y memorable de la profesora Miriam. No tengo tantos recuerdos de ese día, tal vez abrimos los cuadernos y empezamos a “aflojar la mano”, a convertir a los dedos pulgar, índice y medio en fieles servidores de nuestra mente, hasta entonces libre, pero ahora enfrascada en el aprendizaje de las primeras letras; pero el momento cumbre fue después del recreo, cuando nos entregaron nuestro primer libro de lectura.

Era una edición modesta, pero de tapas lustrosas y brillantes ilustraciones que destacaban en medio de apretadas hileras de negras palabras que se imponían con firmeza sobre el fondo albo. Era un verdadero libro de lectura, con cuentos y poemas y fábulas: Martí,

Esopo, Quiroga y La Fontaine discurrían por sus páginas, que luego serían sustituidas por las tonterías de Capullo y Colita, por obra y desgracia de una estúpida reforma educativa. Pero volvamos al asunto que nos compete. Una vez empezamos a hojear el libro por encargo de la profesora me di cuenta que delante de mi pupitre se estaba realizando una escena muy particular: uno de mis condiscípulos, un chico grande y gordo, vestido con unos shorts ridículamente cortos, se dedicaba a embadurnarse el dedo con la tinta negra de su plumilla y luego, con esmero, la untaba en el asiento de enfrente, donde era inminente que vendrían a descansar las nalgas de otra condiscípula, que en ese momento se encontraba haciendo una consulta a la profesora, mientras tanto, la cara del gordo era un poema a la gratuita maldad infantil, sonreía y sus ojos brillaban, pensando quizás en los nefastos efectos de su travesura. Aunque dudé un poco, fue en el momento que Laura, porque así se llamaba la posible víctima del Gordo, se enfiló rumbo a su pupitre cuando tomé la decisión que había de marcar mi vida, me paré y le dije: ¡Laura no!, ¡no te vayas a sentar en el pupitre, está lleno de tinta! Y casi al mismo tiempo te volviste hacia la profesora Miriam y, lanzando un dedo acusador, dijiste: “Fue el Gordo, y lo hizo por joder”. Aunque sentiste el odio visceral en la mirada que te lanzó el Gordo, un extraño gozo invadió todo tu cuerpo: era tu primera enemistad.

X

Y la cerveza. ¿Cuándo te empezó a gustar tanto? No tenías una fecha exacta, pero fue allá por junio de 1977. Todo un descubrimiento, sobre todo por esa sensación de alegría que te dejaba, por la manera en que ayudaba a llenar ese hueco incómodo en el lado izquierdo del pecho, allí donde parecía que se gestaban todos los males posibles, pero también las alegrías inesperadas. Aunque no recordabas la fecha, sí tenías presente los detalles de esa

tarde-noche memorable: el amargo recorrido del líquido por tu garganta, la frescura de la espuma en tus labios y, después de la primera, todo caminó sobre ruedas: amor al primer sorbo, idilio ininterrumpido desde entonces. Incluso, te diste a la tarea de investigar algunos detalles en torno a tu nueva obsesión, para no perder el bizantino sentido de tu existencia. Así aprendiste que, según la mitología egipcia, fue Osiris, dios de la agricultura, quien enseñó a la humanidad el arte de fabricar cerveza. La cerveza egipcia se producía enterrando cebada en recipientes de germinación, la papilla de malta fermentaba por la acción de levaduras salvajes. El uso del lúpulo se cree que empieza en el siglo VII a.C. y la fabricación de cerveza estaba extendida por el norte de Europa ya a comienzos de la era cristiana. También te dedicaste con entusiasmo a estudiar la relación entre las ale y las lager, sin olvidar la opera omnia de las bitter, India pale ale, mild ale, stout, Scotch ale, barley wine, Cask ale, altbier, Bock, doppelbock, Rauchbier, hasta llegar a las toponímicas Pilsen, Münchener y Burton. Pero en esta babel de cebada y lúpulo tu fidelidad era indeclinable y ultranacionalista: Salvavida über alles.

XI

Ya eran ocho los envases oscuros que se recortaban sobre la mesa y la inquietud de la Sarah y el columnista homosexual era más que notoria, pero cuando parecía que la tensión iba a estallar les regalaste tu mejor sonrisa acompañada por la frase definitiva: ¡Vamos al evento pues! El columnista aplaudió regocijado y la Sarah te estampó un sonoro y húmedo beso, con tendencias a resbalar de la mejilla a la comisura de los labios. Una vez que te ganara la inercia, desentendido en forma absoluta de la cuenta, que la mesera ya blandía en su mano derecha y que el columnista se apresuró a tomar y cancelar con presteza propia de su “género”, resbalaste por el tobogán de los sueños rotos y, en medio de la incipiente bruma alcohólica de las seis de la tarde, te encontraste de repente abrazado por la comodidad de los asientos de cuero del auto en que se transportaban tus nuevos “amigos”, con la proa enfilada hacia el evento tan temido.

XII

Sarah se transformó una vez que puso sus pies en el escenario, si es que se le podía llamar así a la tarima que habían instalado en “Lady Fashion”, antro surrealista a más no poder. Una vez cruzado el umbral las luces parecían sacadas de Saturday Night Fever, y tanto Sarah como el columnista parecían peces en el agua, saludando aquí y allá, con sonoros besos a la europea, en ambas mejillas. Tal parecía que una versión vernácula de La jaula de las locas se había instalado en esa esquina del mundo: en primer plano la Mujer Maravilla se abrazaba con Celia Cruz, y un poco más allá eran Madona, Farrah Fawcett y Linda Evans quienes se diluían en un interminable beso a tres lenguas, sin contar con las chicas vaqueras, las reinas del strip tease y hasta una Lily Marlene con bigote recién rasurado, quienes, sin poder ocultar totalmente el notorio bulto de la entrepierna, completaban esta corte de los milagros. Luego del besamanos, Sarah se disculpó con un “los dejo queridos, tengo que ir a vestidores”; y te viste obligado a quedarte en compañía del columnista, flanqueado por un vejete con el pelo pintado y por otro ser de género (y edad, podrías agregar) indefinido, flaco y amanerado, de cabello ralo y ondulado y color a la mitad entre rojo y ocre, a quien luego de observar con mayor detenimiento, finalmente lograste identificar como el “conductor” de un popular programa dominical de concursos. Mejor refugiarse en la siempre fresca Salvavida y, mientras el néctar de los dioses se desliza por tu garganta, te hundes y no puedes dejar de pensar en las líneas del poema que tanto te tocaron:

“Aquí peno el gozo de ser yo. Quemar el aceite.

Coger una burbuja de música, un pistilo de luz, una miga

de amor que cayendo de la mesa el corazón la huele, lame, come.

Se muere de vivir. Muriendo de lo que amo

aquí me tengo allí vela de muerte. Mudada que sin dicha

un marinero llevó bajo la lluvia.

Porque vengo me voy.

Penélope me alumbra. A sus pies anclaré nauta siempre,

y en su pecho donde he velado mis uvas

entraré mendigo de mí mismo.”

Hasta cuándo esta orfandad, este peso inconcebible, esta soledad. Qué dolor, qué pena, esos eran los momentos peores de tu existencia, la angustia infundada generando el agujero océano que se abre en el lado izquierdo del pecho y que ni la cebada ni el lúpulo ni la cannabis logran llenar. Una lágrima se escapa y el sabor a sal parece el complemento ideal para la persistente opresión en el pecho. Es como un bloque sólido de peso inconcebible que se concentra sobre el lado izquierdo. Pero la pesadez se torna costumbre y hasta se extraña cuando es sustituida, apenas minutos después, por una levedad casi mágica: la noche ha pasado y la muerte no puede sentirse orgullosa, su aliento oscuro y premonitorio te ha tocado, pero la vida sigue su ruta.

Primero un casi interminable suspiro y luego el alma vuelve al cuerpo. Apuras el último trago de la cerveza en tanto que el columnista gay, solícito, ya te ha pedido otra Salvavida mientras sus compañeros de mesa alaban su esmero y te lanzan sendas miradas de afilados contornos. Te levantas sin pedir permiso y con rápidos pasos te sitúas cerca de la barra, que ocupa casi toda una pared del “Lady Fashion”, intuyendo que en ese extremo se oculta la puerta de los servicios sanitarios. Echas una mirada al escenario, donde Sarah se ha convertido en la Cuba Venegas de la gran noche gay y recibe el aplauso cerrado del respetable público. Pero ya estás frente a la puerta, el olor a amoníaco es inconfundible, tan penetrante que casi te hace estornudar. Adentro el olor es más fuerte, un aderezo tropical de sudor y secreciones venéreas, el ambiente está lleno de humo y al abrir una puerta te topas de golpe con el doble de Freddy Mercury en pleno sexo con un mulato, ambos te miran pero no les importa que seas testigo de su show, más bien parecen estar contentos y actúan, es como si no lo estuvieran haciendo, están representando un papel y hacen gala de su abyección: las posturas son más procaces, los gemidos más intensos, las palabras más insultantes, luego cambian de posición y el mulato ensaya una felación mientras Freddy le acaricia los cabellos ensortijados, pero, en medio de esa excitación, en apariencia tan desenfrenada, no pierden de vista a su voyeur. Otra puerta es azotada con fuerza y el sonido te inquieta. Vuelves la vista y Freddy ha eyaculado, mientras tanto, hincado sobre el sucio piso, el mulato sonríe, saca la lengua y te guiña un ojo.

Ya estás afuera del antro, las arcadas te sobrevienen una tras otra y el vómito es espeso, ácido. Apenas te sostienes, pero sabes que no es a causa de la cerveza. Lentamente, alzas la cabeza en busca de aire, respiras una, dos, tres veces: inhalar/exhalar/inhalar/exhalar/ inhalar/exhalar...la ley de la supervivencia, el retorno al mundo de los vivos. Buscas en la bolsa delantera del pantalón y encuentras, arrugado pero indemne, un paquete de Belmont, del bolsillo delantero sacas un diminuto encendedor, color verde, regalo de Ixkik (mi princesa maya, dónde estás en esta noche triste, por qué no estar a tu lado, refugiado entre tu pelo negro y brillante, jugando a despertar tu pezón izquierdo, persistiendo en el fugaz encuentro entre mi lengua y tu amor veneris, por qué perder el tiempo en esta búsqueda, por qué seguir hundiéndome en la mierda para expiar culpas inexistentes, por qué no aceptar la normalidad, a estas horas ya estaría en “El Calabozo”, esperando en una esquina hasta verte llegar, furtiva como gata en celo, con tus piernas interminables, mi Thamar no poseída, otra penitencia, otra renuncia, otro cilicio para probar la entereza, una nueva mortificación para probar el amor verdadero, para saberme distinto de la pandilla, para contarles a todos, para que todos se enteren de mi nueva locura, para que me digan pendejo por no haberte cogido todavía, para saberme Onán; pero ellos no entienden, ellos no saben nada del agujero océano en el lado izquierdo del pecho, tampoco entienden “La pared de los recortes”, pero es que ellos no saben lo de Tela, para ellos es sólo otra loquera, porque no nos interesa la política, ni el país, ni tenemos compromiso con nadie, sólo queremos vivir cada día como si fuera el último, ser extremos y marginales, fumar mota, escuchar rock y beber cerveza hasta morir...aunque morir es no tenerte en esta hora...Ixkik, morir es saber que me estás esperando, donde quiera que estés...morir es saber que te necesito... adiós). Me lo dio la última noche que estuvimos juntos, después de masturbarme y eyacular sobre sus pechos enhiestos, después que exigiera ser empalada, después que me negara, después de los besos más dulces. Al despedirme -cuando rebuscaba en mis bolsillos en busca de los fósforos- alargó su mano cerrada y, al abrirla, en la palma reposaba el diminuto encendedor. “Tomá, para que ya no andés con esas cajitas tan feas y con ese gato de la mala suerte”, me dijo. Lo tomé y le besé la palma abierta de su mano, y se me encogió el corazón.

Me apresto a encender el cigarro, pero oigo ruidos y me escondo detrás del poste. Se escucha una voz que primero apela a la marcialidad de la orden, pero después se afina y, atiplada hasta la mariconería, exige: “Te ordeno que me besés hijueputa cabito de mierda; vaya, no seas malo, dame un beso papito”. Se apoyan en el carro que está al frente y los puedo ver bien: uno es alto y joven, anda con una fatiga militar, pero no está armado, el otro es más viejo, no distingo bien su cara, pero anda con una cubayera blanca y un pantalón de tela oscura, es el que da las órdenes marciales, es el de la voz atiplada, y en ese momento se prende de la fatiga del joven y arquea el cuerpo obligándole a que lo bese. El otro al principio se resiste, pero luego cede y lo abraza con pasión, ahora el más viejo se deja caer; hincado, le empieza a bajar la cremallera mientras le manosea las nalgas, parece que tiene problemas para encontrar lo que busca, pero al fin con su mano derecha extrae el apéndice carnoso que lame con fruición, en ese instante intenta acomodarse y voltea la cara, entonces la luz mortecina del farol le ilumina y lo reconozco: “sicario de rostro cuadrado y ética de buitre”, la calvicie incipiente y los labios húmedos; ya no tengo dudas, es la Bestia... y también me ha visto.

XIII

Despierto con un terrible dolor de cabeza y al intentar abrir los ojos me doy cuenta que estoy vendado, apenas me paso la lengua por los labios y casi no soporto el ardor, los tengo reventados, tumefactos. También siento un agujero donde antes estaban los dientes delanteros superiores, trago un poco de saliva sólo para hacer un tímido buche y después escupo sangre; pequeños coágulos quedan adheridos a mi lengua. El ojo derecho me duele demasiado, la hinchazón la presiento monstruosa. Intento darme vuelta, pero una patada en el estómago me disuade. Intento hablar, pero otra patada en la mandíbula me conmina al silencio. Una lágrima, dos, tres, muchas, ruedan en silencio por mi rostro. No necesito analizar nada, sé que para mí no habrá futuro. No soy un héroe, no esperen de mí un acto heroico. No soy un militante de la izquierda, tampoco milito en la derecha, soy un pobre vago pequeño burgués, un despreciable mantenido, conspicuo miembro del despreciable partido de los que no tienen partido. El carro en que viajamos se detiene, escucho voces pero ya no entiendo lo que dicen, tampoco necesito entenderlas. Me lanzan desde el carro y trago tierra al caer, el polvo me hace cosquillas en la nariz, pero no puedo estornudar, tengo un dolor tan grande que ya no lo siento. Este es el momento, ya se lo que vendrá, mi pared de los recortes me ha enseñado lo que sigue, pero no me preparó para la última humillación: el chorro espeso de orina que me da de lleno en la cara. Incluso he tragado un poco y las risas no se hacen esperar. “Acabemos con esta mierda”, ladra una voz. Alguien se coloca detrás de mí y siento el cerrojazo cerca de mi oído, casi al mismo tiempo que la fría indiferencia del cañón apoyado en la base del cráneo. Extrañamente, el agujero océano ha desaparecido del lado izquierdo del pecho. No tengo miedo. Sólo pienso en Ixkik.


(De Las virtudes de Onán, Editorial de la Secretaría de Cultura, Artes y Deportes, Tegucigalpa, 2007.)

miércoles, 29 de diciembre de 2010

Para elegir la muerte. María Eugenia Ramos

Magritte


La puerta de vidrio se abrió con un campanilleo alegre. Al fondo del salón, decorado con tapices medievales, una joven de largos cabellos sueltos esperaba detrás de un mostrador. Entre las lámparas de pie flotaba un aroma a incienso.

– ¿En qué puedo servirle? –la voz de la joven era un chorrito de miel brotando en la penumbra.

Samuel avanzó con un asomo de timidez.

–Vengo a escoger una muerte.

–Claro –sonrió la joven–. Ha venido al lugar indicado. ¿Quién le habló de nosotros?

Samuel recordó al doctor Santana, en su féretro de vidrio y acero, no más pálido ni más pequeño que en vida, pero con un sello insospechado de dignidad en el rostro, aun con los algodones empapados de sangre colocados en las fosas nasales y un hilillo sanguinolento brotándole del oído. Había elegido morir como desaparecido político, nadie se explicaba por qué, después de haber sido un respetable católico de derecha, enemigo de disturbios.

–Un amigo… –pensó dar el nombre, pero luego se dijo que no era necesario–. Él murió hace tres semanas.

–Y usted quiere elegir una muerte ahora.

–Sí, bueno, no para ahora. Quiero dejarla reservada, digamos, para dentro de un año. ¿Se puede?

Dentro de un año, ya el complicado asunto del proceso judicial se habría resuelto de una u otra forma. Suerte que su ex mujer se había vuelto a casar. Marisela, su hija, se consolaría pronto con el dinero que le quedaría, suficiente para seguir viendo como princesa por el resto de su vida.

–Claro que se puede, señor. Estamos para servirle. ¿Ha definido ya qué clase de muerte desea?

–Pues la verdad, no. ¿Tiene un catálogo, una guía, algo así? Perdone, no sé cómo funciona esto.

–No se preocupe, señor, nadie lo sabe. Venga conmigo.

La joven salió de detrás del mostrador y él pudo ver que su cabello largo y sus facciones de virgen adolescente no desentonaban con su voz.

–En estos tapices –la joven señaló la pared– usted encontrará diversas clases de muerte. Aquí, por ejemplo, está la Filipinas 800.

En el entramado de tonos grises y púrpuras resaltaba un hombre blanco amarrado de pies y manos a una cruz, con los ojos vueltos en dolorosa expresión hacia el cielo.

–Un misionero español crucificado en las Filipinas en el siglo dieciocho –explicó la joven.

El siguiente tapiz era una explosión de tonos rojizos y cobres bajo una gran nube plomiza, pero no se veía persona ni cosa alguna.

– ¿Qué es esto?

–Hiroshima –suspiró la joven–. Una muerte muy de moda en estos días en que han desaparecido casi todas las armas atómicas.

Samuel vaciló. Había leído que la mayoría de los muertos en Hiroshima no había sentido nada. Podría ser una opción. Lo pensó un momento, pero luego sacudió la cabeza.

–Veamos otras –pidió.

En el tercer tapiz, un científico moría contagiado por la misma enfermedad para la cual trataba de hallar una cura. En el cuarto, un viejo pescador curtido por el sol y el mar moría luchando con un tiburón. En el quinto, la cabeza de Olympe de Gouges rodaba en la guillotina. En el sexto, una joven mujer de rasgos árabes moría en la hoguera de la inquisición. En el séptimo, un hombre de mediana edad yacía con un orificio de bala en la sien, aferrado al cuerpo inerte de una mujer. A Samuel le impresionó la expresión torturada del hombre, que no recordaba haber visto ni siquiera en el rostro terroso del doctor Santana.

–Es un atormentado –explicó la joven–. Mató a su esposa y luego se suicidó.

–Debió haberla amado mucho –supuso Samuel.

–No lo sé, señor. Nos capacitan en diferentes técnicas de muerte, pero no sabemos qué sentimientos tienen los que mueren. No nos han entrenado para eso.

–Comprendo –asintió Samuel.

Al avanzar hacia el siguiente tapiz, sin querer rozó el brazo de la joven. Ella lo miró a los ojos. Samuel se sintió completamente relajado, con deseos de hablar.

–Sabe –hablaba en voz baja, pero sabía que la joven lo escuchaba–, yo nunca pude amar a su esposa.

–Es natural, señor. Muy pocas personas pueden amar a nadie.

–Tiene razón –se sorprendió Samuel–. Es más, no solo a mi esposa, yo nunca he podido amar a nadie.

–Como le digo, eso es propio de estos tiempos.

–Le confieso que estoy confundido. Después de todo, ¿qué será más importante? ¿Poder elegir la propia muerte? ¿O será verdad lo que dicen los libros antiguos, que si se ama, cualquier muerte es buena?

–Bueno, eso es lo que creían los misioneros. Pero recuerde que poder elegir la muerte es un privilegio, no de este siglo, sino desde siempre. Solo que antes estaba reservada a los iniciados, y ahora está a la disposición del público mediante una suma razonable. Es una gran ventaja, ¿no cree?

–Sí, claro. ¿Habrá sido por eso que el doctor Santana escogió esa clase de muerte?

– ¿Cómo dice?

–El doctor Santana. Sabe, él me dejó una carta contándome del servicio que ustedes ofrecen. Llevo tres semanas preguntándome por qué querría morir así. Los golpes lo deshicieron por dentro.

–Ah, el doctor Santana –el chorrito de miel seguía cayendo sin variar su intensidad–. Sí, ya recuerdo. Vino hace unos dos meses a solicitar el servicio. Era un señor ya mayor. Me alegra saber que es otro más de nuestros clientes satisfechos.

– ¿Usted lo atendió? ¿Qué le dijo?

–Siempre atiendo yo, señor. No somos muchas las personas capacitadas para este servicio. Se necesitan ciertas cualidades, entre ellas la discreción. No puedo comentarle lo que me dijo.

–Por favor, señorita. Necesito saber. Eso me ayudará a hacer mi elección. Imagínese, un hombre tan respetado. Viajaba a Roma todos los años y lo recibía el Papa. El gobierno lo condecoró varias veces. Era directivo de varias organizaciones de beneficencia y de la Liga contra el Aborto, y venir a terminar así, en delincuente, o guerrillero, lo que sea.

–Cada cliente tiene sus razones, señor. Nosotros no intervenimos en eso.

–Sí, tiene razón. Discúlpeme –cedió Samuel, con desaliento.

–Sigamos adelante –sonrió la joven–. Estoy segura de que después de ver todo el muestrario podrá tomar una decisión. Quizá hasta pueda comprender a su amigo.

–No era exactamente mi amigo –murmuró Samuel–. Fue más bien mi maestro. Yo era quizá muy joven para ser su amigo, y la política no me interesaba, solo los negocios.

En el octavo tapiz, Samuel se sorprendió al no ver más que a un perro convulsionando en la bruma de la muerte.

–¿Se puede elegir una muerte no humana?

–La mayoría de los humanos mueren como animales –afirmó la joven.

En el siguiente tapiz, Julieta se hundía el puñal en el pecho, de bruces sobre el rostro marmóreo de Romeo. Más adelante, un cosmonauta flotaba eternamente en el espacio.

Samuel atravesó toda la línea siguiente de tapices, deteniéndose ante cada uno. Al entrar no había notado que el local fuera tan grande. En un extremo de la estancia había una puerta que daba a otro salón, menos iluminado y más pequeño. Samuel se detuvo en el umbral y se esforzó por distinguir las imágenes del primer tapiz. No estaba seguro, pero le pareció ver a un hombre erguido en la palidez del amanecer, ante un pelotón de fusilamiento. Aunque no se parecía mucho a las estampas planas de la escuela, Samuel creyó reconocer a Francisco Morazán.

Quiso entrar para ver mejor, pero entonces notó que la joven no estaba junto a él. Al darse vuelta, vio que había ocupado de nuevo su lugar tras el mostrador.

–No puedo seguir adelante –le explicó–. Ese lugar lo recorrerá usted bajo su propio riesgo.

– ¿Por qué?

–Esas muertes las eligen muy pocos. Son como la Filipinas 800, solo que los misioneros confiaban en el paraíso después de la muerte y recibían el tormento con gozo.

– ¿Y éstos?

La joven no respondió. Entre el humo del incienso, cada vez más fuerte, Samuel sintió que la cabeza se le despejaba y que sus ojos eran capaces de percibir mejor aun en las zonas menos iluminadas por las lámparas.

–Éstas son las muertes por amor, ¿verdad? No son las del que mató a su esposa, ni siquiera las de los misioneros, usted ya me explicó por qué. Estas otras son de amor sin recompensa.

–Romeo y Julieta murieron por amor –por primera vez, la intensidad del chorrito dorado había disminuido.

–Sí, pero ellos se tenían uno al otro, pudieron tocarse, estar juntos, qué sé yo. Estas gentes murieron sin haber visto lo que amaban.

–Puede que tenga razón, señor. Es una opinión.

–Dígame por qué no puede acompañarme.

–La compañía tiene sus reglas. En este pasillo se corre el riesgo de no poder regresar, de perder la objetividad, de querer cambiar de vida, incluso de querer cambiar la vida por la muerte. Ya no podríamos garantizar nada, ni siquiera el momento de la muerte. Aun los empleados no estamos exentos de correr ese riesgo.

–El doctor Santana entró aquí, ¿verdad?

Ya no escuchó la respuesta. Desde el umbral, creyó distinguir los rasgos impávidos de Tupac Amaru entre sus miembros desgarrados por los caballos andaluces. Todavía con la mano apoyada en el dintel de la puerta, comenzó a dar el primer paso hacia la escuelita de techo de teja de La Higuera.

(De Una cierta nostalgia, Editorial Iberoamericana, Tegucigalpa, 2010. Segunda edición.)

domingo, 26 de diciembre de 2010

Próximamente textos de María Eugenia Ramos, Mario Gallardo y Armando García



María Eugenia Ramos (1959). Publicó el libro Una cierta nostalgia (2000). (La imagen que aparece abajo corresponde a la 2da edición, año 2010.)




Mario Gallardo (1962). Publicó el libro Las virtudes de Onán (2007). (Blog: La obsesión de Babel) (Artículos sobre el libro: Tres visiones)



Armando García
(1948) publicó el libro de cuentos Hechos necios que acusáis (1993):