jueves, 6 de febrero de 2014

Epílogo pánico. Eduardo Bähr



El palacio del Cardenal Adriano de Corneto. Rebasa la Luz. Grandes ventanales. Florencia tiembla. 

Adriano toca con delicados dedos los aderezos en las viandas y los lleva a la boca, a la punta de la lengua. Brilla la grasa. Perniles y volatería, frutas y guisos circulan, coloreadas mantas y adornos en la mesa cardenalicia. Alta y espaciosa sala. Terciopelos descuajados, tirados desde el techo. Un desorden mullido sobre el suelo brillante. Adriano tiene los ojillos apagados por el humo de las flores y las hojas en los braseros cuando empiezan a llegar los invitados. 

Movimientos ensayados de los criados contrastan crecientemente con los gestos desenvueltos y sonrisas de los nobles. Por la gran puerta se cuelan los sonidos de los cascos y las ruedas de caballos y carrozas, campañillas y faroles nerviosos. 

Suda la nariz chata de Adriano, el maquillaje concentrado en una frente astuta. 

Catalina, que viene desde Francia, entra de la mano de Borja; detrás de ellos, Lucrecia; aleteo de los criados. Catalina adelanta un brazo blanco cubierto hasta el codo; la mascarilla de oro alrededor de sus ojos luce pálida; dentro, un brillo azul excitante. Adriano besa también la mano de César, luego acompaña a Catalina con elegante contoneo tieso. Como desaprensiva, Lucrecia, azul e ingrávida. César, desmañado, observa los objetos de las paredes, acaricia sus barbas hirsutas. Pronto el salón repleto de silencio y sonrisa aris- tocrática, manos llenas de anillos, inclinación de cabeza, miradas de alegre desconfianza. Se reparte el salón de pronto en cubos de luces diferentes, caen sobre los invitados y se oscurecen los rincones. 

Entran finalmente, Alejandro y Lorenzo; el antiguo Rodrigo ahora Papa y el otro El Magnífico, insolentes, pasan apartando cuerpos y susurros, todos se hincan de rodillas imitando a Adriano, sonríe César e inclina la cabeza, Adriano palmotea y los criados toman posiciones detrás de cada asiento. Catalina tira una rosa a los pies de su padre. Lorenzo la pisa suavemente mientras acaricia una muestra de Cellini. Lucrecia, lejos, hace un mohín y brillan sus labios gruesos, húmedos. Afuera hay una lluvia suave y el viento mueve imperceptiblemente los grandes cortinajes, dos criados cierran la puerta con no poco esfuerzo. 


Después de que todos han tomado asiento hay un momento de inmovilidad; las luces de las velas reviven repentinas, la araña central toma colores refractivos. En los rincones empiezan a aparecer misteriosos personajes que toman asiento también, como en palcos, en otras dimensiones: Con los cabellos revueltos, Machiavelli, en la mano un libro y la mirada fija en César, espectral. También, con capa dorada y la tiara en el suelo, Alejandro V; Battista de Vervelli, con visibles muestras de descuartizamiento, pero vivas las pupilas y aleteantes las fosas nasales; Clemente VII, con una antorcha; Dioscórides y Avicena y muchos más, todos en expectante actitud. 

Por fin César hace una reverencia y Adriano asiente con humildad; nuevo silencio. Dice César: “¡Cantárida!”, todos aplauden unos con más alegría que otros. César abre la tapa de un grueso anillo recamado con piedras preciosas, derrama su contenido en el vaso de vino y lo apura, nuevos aplausos. Adriano grita: “¡Sublimado corrosivo!”; la misma reacción, apura un vaso. Entonces todos estallan en risas incontenibles, Adriano y César se abrazan y se besan en la boca. Se oye música y todos se desinhiben; en los ojos de los espectadores, sin embargo, hay huellas de alarma. 

Comienzan los criados a traer comida y bebida, todos ríen, todos comen, todos beben, sólo Lucrecia vaga aniñada escudriñando, tocando, oliendo, probando con la lengua los detalles lujosos que adornan las paredes y los rincones. En pleno momento de embriaguez de la concurrencia se cuela en la cocina; al rato sale con un pergamino en la mano, le siguen tres criados cargados con bocadillos tapados y humeantes, Lucrecia grita: “¡Salamandra!” y todos callan; se nota una terrible consternación. César se levanta y se acerca, la besa en la boca, le lame el rostro; ella dice con un tono susurrante: “¿Mandrágora?”. César ríe, todos ríen, suenan con más estrépito los músicos, sus laúdes, clavicordios y vihuelas; todos se mueven, todos comen, mientras Lucrecia grita fuera de sí: “¡Stropanto! ¡Acónito! ¡Belladona!”; desgarra el vestido, muestra sus pechos que tiemblan a cada golpe de giròn y en éxtasis total va bajando la voz, agotada, suda, dice con un hilo de voz: “¿Lantana?, ¿Adelfa?, ¿Gloriosa Superba?”, pero nadie parece reparar en ella. 

Entonces hace una señal y los criados se apresuran a servir lo que llevan en los plateados y dorados azafates. 


Al cabo de unos minutos todos empiezan a sentir un gran cansancio, se van apagando sus voces y su alegría, los vence un sopor arrullador. Caen, uno a uno. Lucrecia llora y su llanto decolora el maquillaje de su bello rostro, se forman surcos en la mejillas y se desgreña lentamente el magnífico peinado. Queda al fin, en el suelo, sollozando, sola en medio de un gran silencio. 


Dentro de su cubo de luz azul Machiavelli suspira profundamente; se levanta, tira de su capa, sale con un gesto de profundo aburrimiento. Los demás lo siguen. 


Marcala, 1971