domingo, 19 de diciembre de 2010

Sombra. Arturo Martínez Galindo

Foto de Arturo Martínez Galindo (1900-1940)


El 4 de abril de 1940 en el pueblo de Sabá, departamento de Colón, murió asesinado a machetazos. Arturo Martínez Galindo, quien residía en Trujillo, víctima según algunos escritores hondureños de una horrenda venganza política.

Oscar Acosta

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Consideraciones generales

Tal como habíamos visto en Froylán Turcios, en Arturo Martínez Galindo, existe voluntad de ampliar el alcance de sus cuentos a esferas universales. Su obra busca la inserción en un ámbito cultural tan amplio como el mundo. De ahí la ubicación de varias de las historias en ambientes cosmopolitas (Washington, New Orleans, Baltimore) y las referencias a personajes o entidades culturales como Edgar Allan Poe, Lenin y “La Internacional”, Stokowsky y la Orquesta Sinfónica de Filadelfia, Beethoven, Benvenuto Cellini, Debussy... Pero, en Martínez Galindo, esta preocupación no implica desarraigo de la realidad inmediata. Únicamente visualiza un panorama más amplio enfocando una realidad humana no circunscrita a determinadas fronteras. La mirada del autor es incisiva y cada cuento, sin provincialismos reduccionistas, es cala profunda en aspectos humanos o sociales de carácter general. De ahí que sus cuentos resulten en bien acabados estudios sicológicos en donde, para caracterizar al personaje, el autor siempre encuentra el detalle sorprendente o el giro nuevo en el recurso conocido. Por otro lado, varios de los relatos de Martínez Galindo se ubican en ambientes rurales, dentro de una geografía tropical que, con facilidad, se puede referir al ámbito latinoamericano u hondureño. En el autor hondureño no existe dudas respecto a la naturaleza del cuento: cada historia posee una estructura bien delineada con el planteamiento específico de un problema concreto y en su desarrollo no se observa ninguna digresión. Cada elemento es complementario de la situación principal y existe un balance perfecto entre narración, descripción y diálogo. Estos elementos, sumados a la actitud franca al abordar una compleja temática de corte sicológico –las enseñanzas del sicoanálisis abrieron compuertas en la narrativa vanguardista–, han hecho de Arturo Martínez Galindo uno de los autores más importantes de la primera mitad del siglo XX en Honduras.


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Sombra

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I

La salita de Solón Perkins tenía unos grandes ventanales desde los cuales podía contemplarse todo el magnífico puente Talft o Puente del Millón de Dólares, como se le conoce mas comúnmente, cuyo arco nobilísimo cobre la inmensa barranca donde empieza el Parque de Rock Creek. Hacia la derecha se elevaban las imponentes moles de los dos grandes hoteles: el Shoream y el Wardman Park. El terreno es muy irregular en aquel rincón de la bella capital; la arboleda es muy densa. Aquella tarde de principios de noviembre, todo aparecía envuelto por una luz dorada y purpúrea, que no se sabía si descendía de los cielos o si ascendía de las hojas abrumadas y amarillentas ya por la influencia del otoño. Para gozar de este espectáculo yo me había anticipado a todos los demás amigos. Serian las ocho y las sombras de la noche no llegaban aun. La atmosfera fulgía como una gema en cuyas aguas palpitase la púrpura y el otoño. Perkins me recibió envuelto en su batón antiguo. Se advertía que nos esperaba ya; sobre una mesa había unas bandejas cubiertas con paños muy blancos, conteniendo posiblemente aceitunas, queso, anchoas, caviar y tostadas; en el centro de la cámara, sobre otra mesilla, se erguía un gran frasco de amplia boca, lleno hasta los bordes de un liquido transparente, y rodeado por una corte de sitones y jarras de jugo de limón y de naranja.

--Mientras me baño – insinuó Perkin – puedes, empezar a beber, ese alcohol es esplendido… efectivamente, el frasco estaba lleno de alcohol, agua seltzer y jugo de limón o de naranja. A las tres horas de ingerir ese brebaje todos hablábamos a la vez, sobre los tópicos más diversos, en inglés y español, y nos comprendíamos perfectamente. Pedro, Manuel, Solón, Harry, Gonzalo, Frank… ¿dónde estaréis cada uno de vosotros? ¿ Hacia dónde os habrán arrojado vuestra locura y vuestros sueños?. Hispanos de la américa febril y sajones de la américa atareada que, en largas veladas de comprensión y de cordialidad, unimos el Continente nuevo, el Continente Nuestro, ¿ dónde estaréis? A todos os he perdido; todos me habéis perdido. Y vosotras, Rosalmira, Norma, Evelyn, Dorothy, Aurelia, Edna; blondas y morenas, serenas y exaltas, sangre de puritanos y sangre de conquistadores, a vosotras también os dispersó el huracanado destino…

Aquellas reuniones sabatinas en casa de Perkin, a pesar de su rutina y a pesar de su creciente monotonía, siempre se desenvolvieron en una atmosfera impregnada de espíritu: aun oigo a Perkin recitar tan mal sus bellos poemas; aun contemplo la silueta basta y lirica de Pedro, cuyo parecido a lso retratos de Rubén Darío era tan asombroso; aun escucho las canciones de Rosalmira, de Aurelia, de Dorothy; aun aparecen ante mi vista los bocetos de Edna; torsos de gladiadores, torsos de atletas, espaldas de púgiles taurinos… ¡ extraño caso de contradicción espiritual, pues Edna, tan discreta y tan frágil, tenia siempre manchado el cuello y las orejas con el rastro que dejan las bocas femeninas al besar.! Y aun conservo algunos poemas de Norma, poemas que ella no recitaba nunca, pero cuyas copias no metía furtivamente, como bombones, en los bolsillos de nuestros gabanes. Y tu, epidérmica, tonta, apasionada y linda Evelyn, que todo lo sufrías sin protestar y comprender, y te considerabas compensada si alguno de nosotros te pegaba con una caricia lúbrica, cuanto más lúbrica mejor.

En nuestras primeras reuniones, sentíamos todos una especie de exultación clamorosa al discutir sobre pintura, sobre poesía, sobre religión, y aun sobre temas tan inabordables y azarosos como la felicidad o como el futuro de la raza humana. En esas charlas, empapadas siempre de legitimo alcohol, hemos dicho grandes disparates, pero como los dijimos con sincera espontaneidad y sin segunda intención, no creo que nos hayan dejado remordimientos. Mas, cuando no hubimos conocido ampliamente la curiosidad ya saciada nos mató el mutuo interés, y yo creo que durante esas ultimas reuniones, si no nos llenábamos todos de aburrimiento, por lo menos todos habíamos perdido el entusiasmo.

Yo me sentía muy triste aquella noche; no era la mía una tristeza incolora, hermana de la fatiga, ni una tristeza comprensible, hija de una desarmonía orgánica o moral; la tristeza mía de aquella noche era una tristeza sin causa, una genuina tristeza, una tristeza fundamenta. Yo trate de sacudirla, pues siempre trato de sacudir esa tristeza mía, tan pesada. Al principio apure muchas copias de alcohol, pero la tristeza se me torvo mas torva, mucho mas. Después me senté en la alfombra, a los pies de Norma, y le pedí que me contase alguna historia alegre; le pedí también que se riese mucho; y Norma que es ingeniosa, cínica y musical, me relato varias historias regocijadas, y rio toda ella con aquella su risa que le sacudía convulsivamente su vientre plano. Yo me reí mucho también, pero mi tristeza se me quedo allí dentro, mucho mas torva, mucho mas tristeza. Entonces decidí retirarme:

— Me voy — le dije

Y me fui.

Al llegar al vestíbulo del apartamiento, Rosalmira Vino a alcanzarme corriendo.

— Me voy contigo,— me dijo —. Son ya las dos; llévame a casa. La ayude a ponerse su abrigo de pieles y salimos. El automóvil empezó a rodar. Rosalmira me dijo entonces:

—Tengo hambre; ya vámonos a comer. Yo dirigí mi automóvil hacia “Las Cavernas de Cristal”, un cabaret, porque en Washington a las dos de la mañana, solo los cabaret están abiertos. Durante el recorrido, y acaso con el deseo de ser consolado, yo le dije:

—Rosalmira, estoy muy triste…

— Pero ella no me dijo nada. Tal vez ella también estaba triste y no volvimos a cambiar palabra. Además, Rosalmira tenía una reserva de ídolo azteca; durante todo el tiempo que le trate, únicamente una vez la oí desbordarse de entusiasmadas palabras , y fue cuando me relato el nacimiento de su voz: ella no creía en sus facultades para el canto, su voz era gruesa, desagradable, desigual; había intentado dejar sus estudios, pero su profesora, una italiana impulsiva y autoritaria, le había gritado: “ ¡ Tu cantarás!” Se había dejado imponer la enseñanza, sin fe y sin alegría, durante dos o tres años, y un día la voz nació, brotó como un manantial puro, espontaneo, perfecto. Cuando me contó esto, se le llenaron los ojos de lágrimas y finalmente acabó sollozando desbordadamente. No he podido olvidarlo.

Entramos al cabaret. El salón estaba lleno de ruido. La orquesta lanzaba sus melodías despedazadas y estridentes. Mientras el muso se llevaba nuestra orden, nos fuimos a bailar. Fue entonces cuando la vi por primera vez. Rosalmira me la mostró con su onda voz de contralto:

—¡Mira esa mujer…la del traje negro! Ella pasaba en ese instante cerca de mí: ¡mejor no la hubiera visto nunca! Vi su espalda desnuda y en su espalda, muy abajo, casi en medio de los riñones, un lunar… ¡el lunar más lunar que yo he visto! Luego, en un giro del baile vi sus grandes ojos y sus mejillas pálidas y su boca pálida y, a un lado de la barbilla, otro lunar. Inmediatamente se me llenó la cabeza de ideas absurdas y extrañas; era como si me empezase a conocer; se había hecho pedazos mi equilibrio, y mi tristeza, que pocos instantes antes, constituía el punto céntrico de mi emoción, se había hecho trizas.

Al sentarnos, aunque un poco lejos, esta mujer que acaba de irrumpir asoladoramente en mi vida, quedó frente a mi. Como para excusar la desnudez de su espalda, su espléndido traje de terciopelo negro subía hasta su cuello, ocultando sus senos conspicuos. Una vez, dos veces, no se cuantas veces, nuestros ojos se encontraron. El caso era muy grave, no se trataba de aquel saetazo fugaz y hondo que nos infieren tantas desconocidas varonas, con las que tropezamos en la baraúnda de las grandes ciudades, para no volverlas a ver más; mujeres que parecen tener algo familiar, algo nuestro, y a las que vemos desaparecer, convencidos de haberlas perdido para siempre. No, era algo más, algo esencial y fundamental: esa mujer de los lunares estaba atada a mi vida inevitablemente.

Después de comer, Rosalmira me pidió que saliéramos. Salimos. La dejé a la puerta de su casa. Aunque ella vive tan lejos, yo fui y volví en pocos minutos, tal vez una media hora. Pero a “Las cavernas de cristal” no se puede entrar sin compañera, y el portero resistió con heroicidad mi tentativa de soborno.

— Es imposible, señor…me echarían, señor…yo bien lo quisiera, señor…

Estacioné mi automóvil frente a la única puerta del cabaret. Entre las tres y las cuatro salieron muchas parejas; algunas de ellas ebrias; casi todas unidas estrechamente. Asaltaban con desgano los automóviles y se perdían en las calles desiertas. A las cuatro y media salieron los músicos, los empleados, los sirvientes, y a continuación el portero, el heroico portero insobornable, cerró la puerta.

II

Mi jefe, aquel esplendido señor que hoy solo vive en el recuerdo de los que lo quisimos, estaba entonces muy enfermo. Hubo necesidad de trasladarlo a Baltimore. Baltimore: gran puerto, gran ciudad, ciudad histórica, llena de fábricas, humosa, atareada. Washington es a Baltimore lo que a un señorito es a un obrero; Washington no sería un pobre marco para Jorge Brummerll; en Baltimore puede comprenderse a Lenin y hasta dan deseos en ella de cantar La Internacional. Ambas ciudades son vecinas; las separan cuarenta millas, pero las unen los rápidos trenes y una carretera como solo la saben construir los Yankis. Cosa de una hora de ir. En Baltimore se venden los mejores mariscos del Atlántico, y tiene un buen hospital: el mejor de América, dicen allá.

Esta ciudad tenia para mí el sagrado prestigio de conservar los restos de Edgar Allan Poe. Ahí en el patio de la iglesia de Westminster duerme en el inmenso bardo, y ahí en una de sus calles antiguas, envenenado y delirante, rodó definitivamente como una piltrafa. Bajo su humilde mausoleo, sus huesos inmóviles encontraron por fin El Dorado, que él buscó inútilmente sobre la tierra inhóspita e indiferente. Y a su lado duerme también Virginia. ¿No recordáis acaso la sombra pálida de la prima tísica que lo amó tanto? ¡Virginia, con quien él tuvo hambre en Filadelfia! ¡ Virginia, aterida en New York! A esta pobre niña la mató la vida huraña, la vida acerba, la mala vida de los pobres cantores, que viven derrumbados bajo el peso de las fábricas, en los países donde el ruido atronador de los trenes es la sola canción.

Este año he ido tantas veces a Baltimore y siempre he arrojado diez minutos de mi vida sobre esa tumba ignorada donde el poeta duerme con su Virginia. En una ocasión en que fui con Edna, Dorothy y Manuel, éste, que estaba muy borracho, al no más llegar a la tumba, nuestra tumba, se inclinó a llorar sobre ella desesperadamente. Nos costó trabajo arrancarle de allí, y un policía que se acercó a nosotros, intrigado sin duda por aquellos sollozos en un lugar donde nadie ha sollozado, con un candor y una ignorancia made in U.S.A., nos interrogó solícito:

—Algún pariente?

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Como el gran hospital es tan gran hospital, mi jefe está mejor. Su voz se ha recobrado como su cuerpo; su voz es otra vez la voz del amo.

—Le espero a usted mañana a mediodía; tráigame los legados que están en mi escritorio y el memorándum que quedó a medio hacer.

A las dos de la tarde del siguiente día estoy llegando a Baltimore. Hago maquinalmente el recorrido: Washington Boulevar hasta la calle Greene; La calle Greene hasta Fayette: aquí la tumba, sobre Fayette, en el tráfico denso del gran comercio, hasta llegar a Broadway, y luego sobre Broadway, tres cuadras más hacia la izquierda, el hospital.

Pero esta vez ha sido tan sencillo; en cierta esquina me detuvo la luz roja del tráfico; la densa masa de viandantes empezó a cruzar transversalmente la calle, y frente a mí, rozando casi el radiador del automóvil, otra vez el traje negro y toda pálida y toda milagrosa, la vi por segunda vez…

Mis ojos saltaron y se hundieron en ella como arpones, y mi anhelo, tal en un abordaje, saltó también sobre ella; la vi cruzar la calle, la vi subir la acera, la vi… Me sacó de mi éxtasis el ruido de los claxons; el gendarme me lanzó una mirada de enemigo y una expresión que no puede repetirse: la vía estaba franca y yo obstaculizaba el tráfico. Me puse en movimiento poseído de una alegría trepidante; nada me importaba ya; yo sabía donde estaba; yo la había visto entrar en la tienda de la esquina; abandone mi automóvil en el primer espacio libre que encontré y corrí al almacén. El corazón me daba golpes en el pecho. Con una precipitación angustiosa yo anticipaba la escena inevitable:

—Claudio Margal: mi nombre.

Sombrero en mano, mis ojos en sus ojos para que ella leyese en ellos su destino.

Y entonces:

—¿ Eugenia? ¿ Isabel? ¿ Cristina?

Como las reinas. O acaso:

—¡ Beatriz! ¡ Ofelia! ¡ Margarita!

Como en las grandes obras.

Recorrí el primer piso.

Y luego le diría… le diría que la he estado buscando hace cien años; me nacerían unas ideas parecidas a las orquídeas; pero perfumadas como las lilas o las rosas; y entonces yo se las mostraría inmediatamente y le diría que… recorrí el segundo piso; y el tercero y el cuarto y todos los rincones del cósmico almacén: escaleras, elevadores, bandas móviles, y mis miradas que se desmenuzaban en su busca. En el octavo piso se me cayó el sombrero y una señorea le puso el pie; no me dio excusas porque yo no le di tiempo; si me da excusas me hace perder medio minuto.

—¡ No tenga usted cuidado! — le dije.

Pero ella no me oyó porque cuando se lo dije yo ya estaba en el séptimo. Una empleada del departamento de perfumes, no sé por qué, me pareció que podría estar al tanto de mi caso, que podría conocerla. Fue cosa nomas de preguntarla: — ¿ La ha visto usted?

Y antes de que me respondiese, que nunca me respondió, yo comprendí que no podría saber y me alejé de ella.

Muy cerca de las siete de la noche, un celador me dijo que se cerraba el almacén. Salí desencantado y agotado. En mi automóvil encontré una citación para comparecer a la corte del tráfico; había dejado mi vehículo en un sitio prohibido.

—La multa, quince dólares — me dijo el juez al día siguiente — por ser la primera vez. Yo, que pensaba en ella, murmuré: — Es la segunda vez, señor.


III

Seria tal vez las once de la noche, cuando Salí de la Constitución Hall. Los vientos se Noviembre habían terminado de desnudar los árboles. Sentí frio. Instintivamente levanté el cuello de mi abrigo, pero no me decidí a moverme del andén. La multitud hacia comentarios en voz alta, mientras esperaba los automóviles. Acabábamos de oír el primer concierto de la Orquesta Sinfónica de Filadelfia, y siempre que Stokowsky viene Washington, hay noche de gala. El programa, para la sorpresa de los aficionados, había sido exclusivamente clásico. Lo más moderno del programa fue Beethoven, y el gran patriarca del pentagrama, el muy ilustre y armonioso Don Juan Sebastián Bach, llenó casi toda la noche. El auditorio recibió la marejada sinfónica con cierto estupor. Yo creo que el alma moderna, y muy especial el alma de los yanquis, es impermeable a los clásicos. Pero Stokowsky

Con todo y su nombre eslavo, es un valor yanqui; su grupo glorioso es una fuerza qqque suma intensidad al poderío de esos amables niños enriquecidos. Para los yanquis, Stokowsky es una institución nacional, como la Cruz Roja, como el Ejército o como el gangsterismo. Y para el extranjero que visita este país, Stokowsky y su orquesta son algo que hay que oír y que hay que ver para no olvidarse ya jamás. Las caídas del Niágara pueden ser más imponentes, pero no más complejas ni perfectas, porque la Sinfónica, más que un grupo artístico, es una vos de la Naturaleza.

El alma candorosa de los niños todavía se estremecen al pensar en los tiempos del Viejo Testamento, cuando Dios bajaba entre truenos y rayos para hablar a los hombres. En esa edad todos quisiéramos quitarnos la sandalia frente a la zarza ardiente o ascendente al Sinaí para recoger los mandamientos. Pero en estos tiempos, no podemos ver los milagros o no queremos verlos. Aquella noche de noviembre, cuando tenía frente a mí la sombra esbelta de Stokowsky, cuya cabeza de un rubio ceniciento remedaba la lámpara de Aladino, y cuyas manos y brazos ondulaban olímpicamente como si de ellos brotase el melódico acontecimiento, brazos elásticos y manos alargadas y prodigiosas que no necesitaban de la batuta para conducir ni para crear, mi vanidoso excepticismo se derritió como una vela miserable y invoqué la zarza ardiente y aquel sagrado monte, porque me estaba hablando Dios.

Ya casi toda la muchedumbre se había dispersado, cuando salió Pedro Rivero. Venían con el Florence y Bessie. Por todo saludo me cubrieron con un coro de exclamaciones.

— ¡Esplendido!

—¡ Soberbio!

—¡Único!

Se referían al concierto. Yo les salude en igual forma:

¡ Único, soberbio, esplendido!

Al acomodarnos en el taxímetro, Bessie ordenó al chofer:

—¡ Shoreham Hotel!

El apartamiento de Bessie, grande, dorado y frio, parecía un crisantemo. El crisantemo es solo un esponjamiento de pétalos, no es una flor. Así esta salita endomingada de tapices y de cojines. Pero los cocktails de Bessie son perfectos; ella misma los mezcla y ella es quien los sacude. Yo me ofrezco a auxiliarla:

—¡ Déjeme hacerlo, por favor!

Ella da saltitos como una chiquilla caprichosa y se niega:

—Si sólo yo los sé agitar…

Y se ríe con todo el cuerpo y me enseña todos los dientes, aun bellos y juveniles, que es lo único que le ha dejado el tiempo. Bessie tiene ya cincuenta años; tal vez más; su melena, ¡ gloriosa su melena!, ya está gris. Y sus manos deben haber acariciado mucho porque se han marchitado como las gardenias que se mueren en las solapas o como las orquídeas que agonizan en los corpiños. Florece es aún más vieja y tiene una vejez aparatosa e innoble, se ríe también con todos los dientes, pero sus dientes son grandes y feos. Hoy está llena de perlas como un escaparate de joyería. Me habla todavía de sus citas y de las llamadas telefónicas que le da diariamente un amante celoso; un irresistible amante, exalto varón, a quien ella no vacilará en sacrificar por mí. Pero son grandes damas.

Tiene una larga historia, varias largas historias:

Divorcios, adulterios, viudez y qué sé yo. Deben haber llorado mucho y deben haber reído mucho; las emociones las crucificaron en la vida, las exprimieron, les mostraron su trote y su vaivén: dos pobres viejas frívolas. Se están bebiendo las heces de la vida, pero se las están bebiendo a sorbos. Cuando hace varios meses, Pedro me llevó a visitarlas por la primera vez, al notar mi desencanto por la edad de ellas, me expresó con gran sinceridad:

—¡ Grandes mujeres, chico, grandes mujeres! Tal vez su piel no esté ya elástica, pero tienen su hoguerita interior…

Después de cinco o seis cocktails, Pedro ha empezado a hablar de Debussy.

—L a música de Debussy es el más bello de todos los silencios.

Cojo al vuelo esa frase y no la puedo comprender. Bessie está bailando solo una de esas danzas acrobáticas de Norte-América; una de esas danzas que tiene mucho de Esparta y mucho de circo, una de esas danzas que la dejaran exhausta, con palpitaciones arrítmicas en el corazón y que no la dejarán dormir el resto de la noche. ¡ Pobre Bessie! Florence es más discreta; se recuesta en mi hombro y me mira con desmayo con sus grandes, claros y absurdos ojos.

A las tres de la mañana bebemos whisky. Pedro y Bessie han desaparecido, Florence está borracha: tiene una borrachera reminiscente:

—Era tan bella… —suspira.

Me habla de alguien a quien ha perdido; d alguien a quien dejó atrás enredada en la vieja madeja de sus años náufragos; tal vez alguna hija… Llora. Su llanto es fresco y juvenil. Me gustaría oírla llorar todo el amanecer, muchos amaneceres. En cuanto acabe de llorar yo tengo que rogarla.

—Florence, hazme el favor de seguir llorando…

Pero de pronto, en su relato hay algo que me atrae más que su llanto.

—¡ Era tan bella! —Prosigue —. Me enloquecían sus espaldas y su vientre tan tierno…

Indudablemente que no hablaba de su hija.

—… y tenía un lunar…

Me puse en pie de un salto, la sacudí por los hombros y la pregunté caso gritando:

—¿ Dónde tenía ese lunar?

—¡Lo tenía en la espalda!

—¿ y el otro, el otro, el otro?

—Lo tenía en el vientre…

No hablaba de ella, de la mía, de la pálida mujer que estaba trepando mi vida. Florence estaba muy sorprendida; siguió llorando y yo lloré también…

Estábamos muy borrachos.

IV

Como yo tengo mi propia terapéutica, después de nuestra velada en el apartamiento de Bessie, decidí aplicarme un tratamiento de soledad y de sombra; me quedare una semana entera encerrado en mi apartamiento. Corrí todas las cortinas y asegure todas las maderas para hacerme una noche ininterrumpida de siete días; llame a la oficina para decir que estaría ausente de la ciudad; ordene a la telefonista del hotel que tuviese todas las llamadas; tome todas las precauciones; no olvide ningún detalle: estas curas de soledad y de sombra son mucho más beneficiosas para mis nervios exasperados que las curas de aire libre y sol.

Mientras tomaba un napoleónico baño caliente, mi ánimo se levantaba por momentos como en una resurrección. Me erguí fortalecido por la rigorosa fe e increpé a mi amada desconocida: le dije frases despectivas y humillantes, le trate como a una mujerzuela, me negué a reconocer su derecho a la vida:

—No eres más que un pobre fantasma; no vales más que una pobre idea, que una miserable obsesión. Ya no te amo y hasta creo que no te he amado nunca. Te desprecio.

Has hecho vibrar mi inquietud, no porque valgas algo, sino por un descuido mío. Te hundiré en el arca donde reposan mis cosas olvidadas y te comerá la polilla. O te clavaré como a una mariposa oscura en el muro de mi desdén, y tus alas de terciopelo maldito ya no poblarán de vuelos nefandos mis noches. Me rio de tus lunares y de tu palidez.

Ahora mismo ya no estoy seguro de haberte visto antes y acaso no te haya visto jamás. ¿ Lo ves? Ni siquiera me has dado la certidumbre de que existes…

Indudablemente que la cura empezaba a operar el prodigio. Me sentía poseído de una alegría piafante, y en tanto que me arreglaba para meterme a la cama, me pude a cantar una canción, una vieja canción que cantar las gentes de mi país.

Dormí muy largas horas. Llame al botones N 17, un mulato de Richmond, quien me había ganado la voluntad por su apellido. Se llamaba Joe Washington. Y me causaba una sensación hispanoamericana maligna de darle mis órdenes: “ ¡ Washington, prepárame un high-ball! ¡ Washington, tráeme cigarrillos!, ¡ Washington, haz que me lustren los zapatos! ¡Washington, quédate con la vuelta! ¡ Washington, retírate!”

Me trajo el desayuno, sonriente y servicial como un prócer. Tan pronto como arregló la bandeja, corrió lleno de solicitudes para correr los cortinajes, murmurando:

—¡Lindo día señor!

Yo le grité:

—Washington, no toques las cortinas…

Durante los dos o tres primeros días de mi cura de soledad, logré obtener la inefable sensación de aislamiento y de olvido; el reloj de la chimenea y mi reloj de bolsillo se habían parado, el uno a las cinco y diez minutos, el otro a las doce y treinta y cuatro. ¿Del día o de la noche? No me importaba: Yo estaba viviendo mi larga y bella noche tranquila.

Pero poco después de aquella calma ingente, vino a mí la reacción. El fantasma tornó a cobrar alientos: su palidez, sus ojos, sus lunares, sus hombros, sus manos. ¿ Dónde estaba ahora? ¿ Cuál era su nombre? ¿ Cómo vivía? ¿ Con quién vivía? ¿ Quién era ella? Y mil y mil preguntas en que se despedazaba mi ignorancia y mi pasión impotente; mil y mil preguntas que rebotaban desesperadamente en los murallones ásperos del misterio.

Al quinto día, calculo que sería el quinto día, perdí totalmente el sueño; los baños napoleónicos no calmaban mi angustia; ya no me atrevía a abandonar el lecho y por momentos me parecía que una ola de fuego invadía mis hombros y me daba martillazos en las sienes. Y luego, como rapazuelos curiosos que atisbaban a través de las ventanas de mi vida, vi desenvolverse ante mi fiebre el ejército de los fantasmas: la primera fue Amalia, la prima rubia, dorada niña milagrosa, amor de impubertad, tierno, sencillo, casto; pétalos de una rosa desecados y emparedados en un capítulo de la sintaxis de una Gramática olvidada; una violeta que se quedó pegada como calcomanía que se quedó pegada como calcomanía sobre las barbas del patriarcal Jehová de mi historia Sagrada. Y Ofelia y María Marta, novias de la adolescencia, grandes ojos negros, blandos ojos claros, cartas y lágrimas, el primer juramento quebrantado, la primera promesa sin cumplir: sueños…, noches de luna… Y la Nati, la indezuela pulposa que me enseñó la sinonimia dolorosa del amor y la carne; ¡ ayer el enjambre de mis pecados en sus muslos, y hoy mis deseos escarbando su prematura tumba!

Y después… después, la locura, la fiebre, el desbordamiento, la tormenta de los sentidos, el trote irregular de los instintos encabritados: Juanita, de dientes filosos y largas piernas estranguladoras; Inés, de vientre sísmico, perversa y maternal; Marina la adultera, cuyos senos no le alzaron nunca el corpiño y que parecía un efebo despreocupado y cínico, repintándose de rojo las violetas pardas de sus pezones; y aquella Julia, nocturnal y exigente, encontrada en una travesía de mar: amor de siete días, amor de puerto a puerto, amor de vaivén y de espumas; y todo el rebaño de hembras apenas gustadas, que me enseñaron la desesperante diferencia entre la carne y el amor: fantasmas borrosos; nombres sin rostros son como los fotograbados de los malos periódicos; rostros sin nombre como ciertos cuadros de los museos; los fantasmas que se llevaron en sus manos tibias o en sus bocas ávidas pedazos de nuestras horas, girones de nuestra angustia, hilachas de nuestro deseo saciado e insaciable siempre; fantasmas que desfilan en las noches de fiebre; fantasmas buenos y fantasmas malos: ¡Unos de ellos lleva mi nombre en el vientre nostálgico y en los senos cansados! ¡ Fantasmas tristes, rebaño oscuro, pretérito dolor inolvidable!

Pero por sobre todos esos fantasmas, impuso su palidez y sus lunares el fantasma que no ha sido realidad: la sombra desconocida, mi sombra mía, actual y tremenda…

El médico del hotel estaba tomándose el pulso y me miraba con extrañeza; las cortinas estaban corridas, y a través de los cristales del amplio ventanal se colaba la noche lunar que producía reflejos azulinos en las ramas nagras de los árboles, manchadas de nieve endurecida.

El botones N17, siempre solícito y servicial, explicaba al galeno que yo no había comido hacia tres días, pero que nos e trataba de una borrachera. Los médicos de Washington creen que todos los hispanoamericanos residentes allá pertenecen al servicio diplomático, y que todos los diplomáticos ven diablos azules.

Conocía y aquel viejo galeno y le había escuchado muchas veces su invariable consejo de septuagenario:

—No debe hacerse todo a un tiempo: hay una hora para cada pecado y hay que poner cada pecado en su hora…

Sin incorporarme en el lecho, le di la espalda y lo dejé hablar.


V

Era el último sábado del año. La ciudad estaba toda blanca, había nevado inconteniblemente durante las últimas dieciocho horas, desde las ventanas del apartamiento e Perkins, a través de los cristales empañados, podían verse los árboles, la calzada, los hoteles, los campos de grama totalmente envueltos por una blancura fría y solemne. Los amigos tardaban en llegar; algunos habían enviado excusas y no llegarían, el inútil entusiasmo d fin de año los había contagiado; faltaban no más cuarenta y ocho horas para que alborease un nuevo año.

Cuando yo llegué, Perkins estaba ya borracho, con su borrachera protocolar silenciosa y pesada; Norma, su amante, parecía preocupada y no quería hablar. Algún día Norma se cansará de ser la amante del poeta y querrá ser la amante de un hombre, de un hombre con menos alcohol y con menos literatura. Manuel vino, apuró algunas copas, habló poco, ni siquiera se quitó el abrigo y se marchó luego. A las diez quedamos solamente cuatro: Perkinsy Norma, la contradictoria Edna y yo. Edna me llamó aparte y me dijo:

—Esto ya se acabó. Norma debe querer poner en cama a su poeta. ¡Vayámonos!

Nos despedimos. Ya en la calle, Edna continuó timoneando mi voluntad.

—Llévame a la calzada del Potomac. ¡ La noche está muy bella!

Cruzamos el Puente Talf, rumbo a la calzada del Potomac. Yo quise bordar una ironía:

—¡Muy bella noche: tres grados bajo cero, un cielo negro, un viento tajante…!

—Para mí es bellísima —replicó Edna —. Es la noche absoluta, perfecta, definida. La noche debe ser fría, desolada, polar. Las noches de luna son adulteradas. La noche debe ser la negación total e la luz, la negación total del calor.

Cruzamos frente a la antipática mole gris del Departamento del Estado; frente a la frívola y equivoca fábrica de la unión Panamericana; frente al significativo edificio de la Marina. Empezaba el parque. En medio de la tierra blanca y del cielo impenetrable, el monumento a Lincoln instalaba su delicada silueta de templete helénico; el puente de Arlington prolongaba la blancura y el helenismo hacia las riveras de Virginia. Íbamos ya por las orillas del Potomac, desoladas bajo la noche intensa; a lo lejos se prolongaba n los focos de la calzada, copiándose en las aguas inmóviles; los cerezos japoneses, a nuestra izquierda, multiplicaban la desnudez de sus ramas.

Yo emprese a sentir el encanto de la noche perfecta, de la noche –noche. Una onda de ternura me arañaba dulcemente el pecho, y el hombro de Edna, que descansaba gratamente sobre mi hombro, ayudaba a calentar la marmita donde suelo poner en ebullición mis confidencias. Suavemente detuve mi automóvil, interrumpí el motor y apagué las farolas. Edna, en sus éxtasis como si estuviera viviendo dentro el corazón mismo de su noche perfecta, no me dijo nada ni cambió de postura. Yo inicié entonces mi confidencia y me volqué en su corazón sin violencia; le hable como un niño que hablara a su madre, como un niño cansado que no pudo coger mariposas en los jardines, le detalle mi caso, mi pasión, mi grande amor, pormenoricé mis angustias por la amada inalcanzable, le pinté el tormento inquisitorial que me hacía sufrir la busca de aquella mujer, la única mujer, mi mujer, la deseada, la esperada, la hembra innominada e irreal. ¿Dónde viviría? ¿En Washington? ¿En Baltimore? ¿Acaso era ya ajena? ¿Acaso ella me esperaba también?

Por una hora vertí todo mi haber emocional, todo mi tesoro sentimental, toda mi fiebre instintiva, toda mi vibración intima, todo mi anhelo, mi sueño todo. Todo lo vertí en aquella hora perfecta, dentro del misterio de aquella noche tan noche, con una sed inenarrable de ser consolado.

Edna se irguió lentamente; lentamente me volvió su rostro comprensivo, y yo me di cuenta de que la palabra balsámica iba por fin a cubrir la crueldad de mi llaga. Me clavó sus ojos tranquilos y me preguntó:

—Y ¿ no le has puesto nombre aun?

Y como yo no comprendiera lo que quiso decir, continuó:

—El fondo no es original; ya otros abordaron ese tema; ya se conoce. Pero su forma es nueva, tiene calor, me gusta. Yo creo que debes publicarla, porque la forma es lo esencial.

Sentí deseos de estrangularla.

—Pero ¿ no te das cuenta de mi dolor? —la dije casi gritando —. ¿No comprendes que no es literatura sino vida? ¿ No ves que me ha llegado el grande amor, el amor perdurable, la pasión ingente que trenza los instintos a las cosas espirituales? ¿ No comprendes que el encuentro de esa mujer es una necesidad fundamental para mi vida toda?

Hubo un corto silencio antes de que ella volviese hablar. Se había recostado nuevamente sobre mi hombro. Sus ojos parecían inmovilizarse sobre el cristal del rio inmóvil. En sus labios parecía flotar una sonrisa.

—¡Arquitecturas cerebrales! Exclamó casi con repugnancia —. En nosotros todo se ha reducido a eso: a arquitecturas cerebrales. Hemos desnaturalizado lo natural. Nos hemos desnaturalizado nosotros mismos. ¿ Qué tiene que ver la pasión y el instinto con nuestra manera de amar? Pertenecemos a una casta artificial, desconectada de lo humano, desconectada de lo permanente, desconectada de la especie. Somos haces de nervios fatigados y enfermos. ¿ Cómo podría encontrar la naturaleza en mí una madre? ¿ Cómo podría encontrar en ti un padre, el macho protector de la hembra y la prole? Encontrarías tú a esa mujer, únicamente para convencerme de que no era ella la mujer que buscabas, porque no existe esa mujer, como no existe ya ese hombre para nosotras. Aman los campesinos; tienen instinto los obreros; la especie aún confía sus mandatos a los comerciantes; pero no podría confiar sus mandatos a los que nos hemos desertado de la Naturaleza. Se ha formado ya un mundo irreal, el mundo nuestro, contrapuesto al mundo real. Y lo que llamamos nuestros instintos, nuestras pasiones y nuestra humanidad, no son más que remedos de instintos, remedos de pasiones, remedos de humanidad. Todo es artificial en nuestra vida: vivimos en un plano de indiferencia moral: somos estériles, física y moralmente estériles, o merecíamos serlo. Pero tengamos al menos el valor de reconocer la inutilidad de nuestra inútil función en el mundo.

A medida que Edna hablaba, sus palabras adquirían en mis oídos la insistente crueldad de un inclemente trépano. No quise o no pude decirle nada. Encendí las farolas del automóvil, puse a andar el motor y seguí dándole la vuelta a la calzada para regresar a la ciudad. Crujía la nieve bajo la goma de las ruedas. Por un claro de los arboles ví la silueta imponente del monumento de Washington, padre de la inmensa nación; el obelisco, iluminado desde abajo por los poderosos reflectores, alzándose en la noche negra, parecía la imagen de un KU-KLUX-KLAN, y sus ventanillas semejaban los ojos insomnes que velasen sobre la conciencia de Yanquilandia.

Al llegar a la puerta, Edna, con el más insinuante de sus gestos, poniendo su suave mano enguantada sobre mi hombro, me invitó:

—Entra conmigo. Todavía es muy temprano. Te prepararé una taza de café.

Acepté y entramos. Edna se despojó de su abrigo y fue a buscar el percolator.

Sobre la chimenea había un marco e ébano desde donde sonreía el Teniente Parkhurst, al morir, dejo una viuda, Edna; una hija, Didine, y una pensión. Retiré mis ojos con disgusto de aquel cuadro, porque la sonrisa del Teniente siempre me fue desagradable.

Edna se arrellenó a mi lado, en el diván amplísimo; se rodeó de cojines y encendió el cigarrillo que le ofrecí.

Nuestra conversación se hacía difícil. Algo se había interpuesto entre nosotros. Edna comprendía que me había disgustado su comentario, pero no parecía arrepentida de haberme dicho lo que pensaba. De pronto, se abrió sin ruido una puerta del fondo y Didine apareció en el umbral. Vestía unas pijamas de un azul oscuro, casi negro. Su melena rubia envuelta y sus ojos adormilados la daban un doble encanto. Al pasar junto a mí me extendió una mano y fue a recostarse sobre el regazo maternal. Sus quince años de niña atlética, sana, recién núbil, resultaban turbadores bajo la seda pesada de los pijamas. Edna la rodeó los hombros con su brazo y empezó a reprocharla cariñosamente.

—¿Cómo te quedas tan tarde sin dormís? ¡Mi nena, mi nene dulce!

Dadine se dejaba acariciar como una gata familiar. Luego levantó el rostro encendido hacia su madre, arqueó los senos menudos, y le ofreció la boca: se la ofreció entreabierta, rendida, total. Edna vaciló un instante, como turbada por mi presencia, pero enseguida, con una avidez incalificable, la besó, la besó…

Recogí mi sombrero y mi abrigo, y salí sin volver la cabeza.


VI

Cuando Salí de Washington, los arboles estaban cubriéndose nuevamente de hojas. En algunos jardines los tulipanes formaban círculos y estrellas en los campos cubiertos de grama tierna. La primera ponía su dedo mágico en todas las cosas. Pero las circunstancias que rodearon mi partida hicieron de esta un acontecimiento para mi muy penoso. Abandonaba la bella capital dejando en ellas todas las posibilidades de encontrar a mi desconocida. Me llevaba mi esperanza hecha andrajos, mi anhelo en piltrafas, mis sueños despedazados. ¡Cuánto había ansiado yo mi trabajo a Europa! ¡ Cómo me habían parecido ignominiosamente lentos los meses y los años que transcurrieron sin que llegase mi hora de salvar al Atlántico! Y ahora que el momento había llegado, todo mi afán era permanecer en esta. América donde vivía la mujer inalcanzada y sin nombre.

Mis últimas semanas en Washington habían sido de una dolorosa inquietud; todas mis horas libres las dediqué a su busca; todos los días renovaba mi andanza inútil; todos los días visitaba los lugares donde ella podría estar y aun aquellos donde me parecía imposible que ella estuviese nunca. Me recogía a mi apartamiento agotado, anonadado, desencantado, pero vencido no. ¡ Ah invierno tan largo y tan cruel!

Desde que Edna acogió mis confidencias con su crueldad y su cinismo, mi dolor y mi angustia se centuplicaron porque no podía compartirlos con nadie. Mi espíritu se recogió en si mismo y no me sentía dispuesto a permitir que mis amigos profanasen con su frivolidad o su irrespeto aquello que para mí era sagrado entre lo agrado.

Aquella noche, al llegar a New York, me fui directamente al hotel y ya no Salí mas. Me sentía como el jugador que ha perdido en un solo albur toda su fortuna o como el coleccionista de objetos de arte a quien se le ha caído de las manos una porcelana inapreciable y se le ha hecho añicos a sus pies. ¡ Era lo irremediable! Me parecía encontrarme fuera del tiempo y fuera de la realidad.

Al día siguiente y como el vapor no zarparía sino hasta las dos de la tarde, quise aprovechar la mañana visitando el Museo Metropolitano, no me atraía el Museo en los general, sino una obra sola. Su contemplación seria como una anticipación de la Europa que yo tenía en mi cabeza: no la Europa rapaz de los Mussolinis; no la Europa brutal de los colonizadores; no la Europa calculadora y comercial de los buscadores de mercados, pero si la Europa luminosa de los pensadores artistas.

Crucé las pamplias salas de la prodigiosa institución; tenía que hacer un esfuerzo para no detenerme ante los maravillosos tesoros que allí se guardan; La Mano de Dios de Rodin, fue lo único que me robó un cuarto de hora intenso… Y por fin encontré lo que buscaba: El Salero de Benvenutto Cellini…¡en aquella joya milagrosa empezaba mi Europa!

El trabajo es un delicado capricho en oro y esmalte; le sirve de soporte una tortuga de unas cuatro pulgadas de longitud, cuya concha está esmaltada a cuadros negros; exactamente sobre esa concha hay un dragón, más bien en exactitud de agresión que de vuelo: sus alas levantadas, las garras abiertas, roja su lengua que brota como una llama de las faces diabólicas, la cola retorcida en un anillo de serpiente; el esmalte de la cola es de color de cantárida; descansando directamente sobre las alas y sobre la cola del dragón, hay una valva de ostra, de oro macizo, sin esmaltes, con su concavidad hacia arriba; y en el pegue de la valva se yergue una inefable esfinge, tocada su cabeza con un turbante egipcio, franjeado de vivísimos colores entre los que predomina aquel azul faraónico, que tiene mucho de añil y mucho de volado; el pezón de los diminutos senos es prominente, y en las ancas de leona y en las garras el color de cantárida torna a imponer su fiebre…

Mis ojos se agrandaban ante aquella creación del genio perdurable. ¿Dónde la concebiría el impetuoso artista? ¿Fue en Roma de Julio 11? ¿Fue acaso en la Florencia milagrosa del Magnífico? ¿Sería en la corte de aquel Valois que no perdió el honor? Benvenutto debió concebirla y realizarla entre un beso y una puñalada, porque fue entre crímenes y amores que se impuso al mundo el signo viperino y aquilino de aquel genio.

Dos horas largas mis ojos se concentraron infatigados sobre el prodigio y paulatinamente alzó y tomó formas en mi espíritu su crecio simbolismo: Benvenutto nos legó en esa joya su concepto de la vida, un concepto que ha venido flotando sobre los espíritus superiores, desde el principio de los tiempos, que pasa rozando las frentes iluminadas y que se perderá en las brumas de los siglos futuros: La tortuga representa el paso lento de la vida del hombre, la tardía seguridad de las cosas reales, sobre la cual, el dragón es la fiebre, la inspiración, las fábulas del espíritu, la filosofía, el arte, los divinos engaños con que pretendemos ponerle alas a la tremenda lentitud inevitable… Y la valva de oro sólido es el recipiente donde ponemos nuestra sal, nuestra elección, la sal que es a la vez el signo de la maldición y la purificación; coronado todo por la Esfingue, por el silencio inmutable, por la respuesta que no se nos da nunca, por el velo impenetrable que no podremos desgarrar…

Las horas apremiaban y salí del Museo. Un taxímetro me transportó hasta los muelles del río; como mi equipaje había sido enviado ya desde el hotel, me deslicé entre la inmensa muchedumbre que llenaba el embarcadero; la muchedumbre de los que se alejaban y los que se quedaban; nudos que se desataban llorando, como en el nacimiento de los hombres o como en la agonía de los hombres.

Mas para mí no tenía significado todo aquello; mi verdadera partida había ocurrido en Washington; aquí nadie vendría a decirme adiós y nadie me esperaría al final de mi viaje. Llené maquinalmente las pequeñas formalidades y me hice conducir hasta mi camarote, pero como me oprimía el pecho una emoción que no podía definir, decidí presenciar la faena del desatraco. Estaban soltando ya las amarras; el inmenso trasatlántico empezaba a despegar; los remolcadores le ayudaban como niños que conducen a un ciego de la mano; el gigante del mar, el caminador de las tempestades, no podía moverse en las aguas estrechas… Ya el barco estaba girando sobre su eje, ya desatracaba, estaba libre ya. Sus movimientos eran lentos pero seguros. Cientos de pañuelos agitaban el aire desde los puentes y desde el muelle. En diferentes lenguas cientos de voces se mezclaban trenzando ese rumor inconfundible de las despedidas de los grandes vapores. Iban y venían las palabras; algunas frases llegaban y otras llegaban mutiladas como los clásicos mármoles. Pero en cambio, llegaban los ojos húmedos y llegaba el signo blando de las manos.

De pronto… de pronto, entre la inmensa muchedumbre que se amontona en el muelle, la ví por última vez. Sus ojos estaban agrandados por el magno cristal de las lágrimas, y en sus manos un pañuelo menudo se agitaba desconsoladamente… ¿para quién?

Sin fuerzas para soñar ni para desear, derrotado al fin, empecé yo también a agitar mi pañuelo, pero mis ojos se quedaron secos, como mi boca y como mi vida.

¡Era un fantasma! ¡Fue no más una sombra!

Me sentí solo, tenebrosamente solo. Todas las sombras de mi vida me arañaban el corazón.

Todos somos sombras: Pedro, Manuel, Aurelia, Rosalmira…

…y tú, la Inalcanzada,

Y yo, Claudio Margal…

1932




Descargar cuento completo en pdf: "Sombra"


Nota: Este es el primer aporte de Juan José Bueso, Jaqui Toro, quien transcribió completo el cuento, y Rosemary Rivera al blog de Letras de la UNAH-VS.


Descargar el libro completo: Cuentos Completos.Arturo Martínez Galindo



1 comentario:

  1. me sentí tan identificado con Claudio Margal, me ha pasado algunas veces ja,ja, y da rabia, pero una vez si pude tener contacto con uno de "mis fantasmas", y fue maravilloso y sigue siendo maravilloso

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