martes, 25 de septiembre de 2012

Insomnia. Jessica Sánchez



Emil Schildt


Insomnia

Algunas noches me levanto de la cama con una extraña ansiedad, un profundo dolor que comienza en el hombro izquierdo extendiéndose hacia el brazo y la mano, llegando a apoderarse de todo mi costado. A veces el dolor es tan grande que me deja inmovilizada y me es imposible caminar erguida al día siguiente. Es evidente que tengo problemas con el lado izquierdo.

A pesar de que me han practicado casi todos los exámenes posibles, de una manera minuciosa, estos no me aclaran nada, aparentemente soy una mujer sana y muy hipocondríaca. Eso hace que los doctores me miren de forma sospechosa e incrédula cada vez que les doy los detalles de la enfermedad que me devasta el alma:

No tiene nada, señora, lo suyo es estrés, agotamiento emocional.

Es una mujer muy preocupada, ande, descanse y tómese un tiempo de relax que ya verá que le va bien.

—Señora, necesita unas ampollas de vitamina B12 para que su cuerpo le responda, así revitaliza su sistema nervioso.

¿No será que tiene muchos problemas? Mire, esta vida no es de preocuparse tanto, las cosas no son tan terribles. La vida pasa y las cosas quedan.

—Lo suyo es maña, no tiene nada. Váyase a su casa y busque en qué ocuparse, esa es la mejor terapia.

Sentada como autómata en un extremo del sillón, no siento que las afirmaciones me reconfortan. Al contrario: una mano invisible me aprieta el corazón y lucho por no gritar; por no salir corriendo para desnudarme en medio de la calle a llorar de cansancio. Entonces entiendo que mi mal es mucho peor, un hálito invisible, un ilusionista que solo deja ver lo que quiere a los extraños, sin compartir jamás el secreto de su magia. Miro a los médicos desde el rincón del odio y me repliego, abriéndome paso en el infinito mundo de posibilidades entrañables, pócimas y remedios de la infancia. Mi mente pasea en otra parte.

Paso lista a los remedios caseros:

√ Infusiones de valeriana y tilo
√ El vaso de leche antes de acostarse
√ El ejercicio físico para caer rendida
√ Procurar un ambiente pacífico y relajado
√ La meditación
√ Evitar las emociones fuertes, los sobresaltos o los enojos imprudentes
√ Las pastillas (no vaya a ser una cuestión hormonal)
√ No tomar ninguna sustancia estimulante durante el día y mucho menos antes de acostarse (entiéndase café, chocolate, chiles o dulces)
√ Evitar las preocupaciones (qué cosa tan absurda ¿alguien puede?)

Entiendo que el insomnio puede llegar a ser una vocación solitaria. Llego a mi casa y oigo la mitad de lo que mi marido me dice. Él, a cambio, me escucha también solo la mitad. Mi hija hace un escrutinio exhaustivo en mi cara, buscando borrar con sus manos las huellas de la falta de sueño, luego se baja de mis piernas y preocupada me hace dibujos de familias felices para que yo pueda reírme también. Y sonrío, mientras hojeo un papel, una revista, cualquier cosa que me aparte de su carita feliz e iluminada para no sentirme culpable cuando le digo que las niñas tienen que dormir temprano, como sus mamás.

Las noches se acercan besándome la cara. Siento frío. Los colores que se van dibujando son más oscuros, pasan de una tonalidad azul poco profundo a un azul marino y después azabache, casi negro.

Me pregunto si las respuestas del infinito se encuentran en ese inmenso espacio azul. Recuerdo viejas historias de brujas, fantasmas o aparecidos y solo puedo decir que en mi larga lista de noches recorridas no me he topado con ningún ser espectral que aparezca a la vuelta de los cuartos para tenderme la mano. Ni voces ni murmullos. Únicamente el silencio. Y este dolor atroz que no me deja llorar. Me envuelve y no me siento. Solo soy un corazón izquierdo, un dolor izquierdo, un brazo atrofiado. A veces creo que éste me marca, que atraviesa mis sentidos y se instala como una gran cicatriz sobre mi mejilla izquierda y es inconfundible. La marca del insomnio. Recuerdo cada cosa que me duele para convocar el llanto y hay ocasiones en que éste demora en aparecer. A veces acude pronto y solícito, como anhelante. He notado que conforme pasan los años las lágrimas se van haciendo más ardientes y menos copiosas. Más difíciles de encontrar.

Cuando vivía con mi madre me entretenía pasando la noche frente al televisor, ella se levantaba convocada por la claridad reflejada de la pantalla.

—Apagá esa luz, que no me deja dormir.

—Ya voy madre, ya voy.

La cuestión es que la apago y sigue prendida. Me ilumina por dentro, permanentemente.

Ahora no veo más televisión. Escribo. Las lágrimas caen sobre el papel que desdibuja las palabras por completo y sé que mañana me convertiré en mi peor crítica y borraré de un tajo todo lo impreso o lo tiraré en la basura. ¿De qué sirve? ¿Para qué escribir sobre la locura, la muerte, el insomnio? Nadie quiere leer eso, nadie quiere complicarse la vida con las manías de otros; particularmente si ese otro es una mujer con rasgos claramente histéricos y por demás hipocondríacos.

El ilusionista que vive dentro de mí se ríe y yo me carcajeo con él, me oprime el corazón pero no importa, igual me río de la futilidad de mis esfuerzos. Sé que vive en el borde de mi cama y de mis recuerdos. Por un brevísimo instante me siento su cómplice y me veo como en el espejo, él dormido y yo recorriendo los rincones prohibidos de los sueños, buscando, eternamente despierta.

Un baño de agua tibia y saltar medio dormida a recorrer de nuevo la programación de la tele. Busco frenéticamente las pastillas azules para dormir y las encuentro en algún rincón de la cocina. Tomo una, lo suficiente como para entrar en la inconsciencia y no andar como zombie al día siguiente. No son recomendables, dicen los doctores, son adictivas. Una cosa más a la lista, pienso yo.

De día pruebo con el grupo de autoayuda. No me funciona porque duermo y tengo pesadillas, un lago profundo, un bosque donde estoy perdida y sola, gente en pedazos, un bebé gigante que llora y me abruma. Me obligan a contar la historia y repasarla una y otra vez.

Recuerdo a mi madre y sus constantes sobresaltos: —Que viene ese hombre y me va a sacar a la calle desnuda, me agarra dormida y me mata, por dios que me mata, hay que dejar encendida una luz para ver a qué hora viene; y dormite con la ropa puesta porque a la hora que nos levante estaremos listas.

Y así era, mi padre llegaba a buscar al amante imaginario que ella convocaba en sus horas de soledad, debajo de las camas, en los cuartos y en el baño. No lo encontraba porque casi siempre estaba en estado de levitación suspendido en el techo, mirándonos de reojo. Papá se enfurecía y buscaba un cuchillo para obligar a mi madre a decir la verdad y ella le sonreía con desprecio mientras el amante imaginario se colocaba detrás de ella, divertido.

Después era nuestro turno: blandía el cuchillo mientras mi hermana y yo lo mirábamos. No decíamos nada, chillábamos hasta ponernos afónicas. —Para que aprendan —decía él—, para que no piensen que me pueden engañar.

Luego, cuando nos abandonó (mi padre), la paranoia se instaló cómoda y sutilmente entre nuestros ojos: los ladrones, la gente que anda por ahí, las cosas que se roban. —¿No te diste cuenta la otra vez que se le metieron a Doña Chana? Y después unos ruidos en el zinc de la casa, aquí también quisieron meterse, si no hubiera sido porque hice aquellos ruidos, aquí de sobra nos matan y nadie se entera.

— ¡Cállense!, dejen de reírse, ¿quieren que nos encuentren? Esas cosas pasan en el momento menos pensado, una espera toda una vida y ¡zas! lo que no pasa en toda una vida pasa en un momento, como la vez que te metiste una espina en el pie, ¿te acuerdas? que estabas diciéndome que nunca se te había metido una y cuando te dije ¿qué pasó? Ahhhh, pero no hacen caso...

—Apagá esa luz.

—No puedo, madre, está prendida en mis párpados.

Llevo un diario como terapia y descubro que eso me ayuda, me vacía un poco. Escribo, escribo, escribo. El ilusionista se va, pero regresa y me observa. Escribo sobre mi abuela prendiendo las luces a medianoche porque había visto otras luces sospechosas verdes y amarillas en los rincones de la casa. Destellos fosforescentes que llamaban su atención y no la dejaban dormir, acompañadas por los cantos de los gallos, que no es por nada que cantan a medianoche -un ánima en pena o una botija sin encontrar—, dinero maldito al fin de cuentas.

Escribo sobre mi abuela comprando zapatos de suelas especiales para levantarse de madrugada sin hacer ruido y no despertar a nadie; haciendo sus rondas nocturnas y sentándose en la silla mecedora a leer revistas viejas. Recordando a su hermano, el ser que más amó en esta vida. Ella, que estaba incapacitada para amar.

También escribo sobre mi otra abuela —la madre de nuestro padre psicópata—, despertando y tocando a la puerta del cuarto donde dormíamos con mis hermanas cuando llegábamos de vacaciones. Mirándonos amorosamente mientras extraía cuidadosamente una piedra lumbre de sus bolsillos y la pasaba por nuestro cuerpo musitando oraciones, haciéndonos una limpia para sobrevivir en el infierno y una cruz de saliva para que siempre la lleváramos presente. Ella, con sus trenzas blancas y su piel cuarteada como papel de pergamino viejo, pensaba en nosotras.

Termino las últimas palabras y el dolor que desaparece por completo. Por unos instantes, tan solo por unos momentos, porque mis abuelas no están y Mamá Rosa con su piedra lumbre no podrá convocar el sueño.

—Apagá la luz.

—No es necesario, ella sola se apaga.

El contorsionista se ha marchado esta vez y mi corazón descansa. Respiro mientras el diario resbala por mis dedos. Mañana tendré que contarlo en mi grupo de autoayuda.

Infinito cercano (2010)

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(Lima, Perú, 1974) Nacionalidad hondureña/ peruana. Licenciada en Letras, con una maestría en Estudios de Género. Ha trabajado con organizaciones de mujeres y ha realizado investigaciones para organismos internacionales como la OIT y el BID.
Medalla de plata en los Juegos Florales de Santa Rosa de Copán, 2002. Es miembro de la Red de escritoras latinoamericanas. Ha trabajado en producción y distribución de la revista Letras de la UNAH- VS, (1995-2001). Coordinadora del Consejo Editorial “Capiro” (2000-2002). Diseño y montaje de la campaña radial sobre Derechos Humanos de las Mujeres en Honduras (1996-1999). Tiene algunos trabajos publicados en: Antología de poemas. Mujeres poetas en el país de las nubes. México D.F. (2001-2003). Coproductora de La llorona: Agenda de mujeres hondureñas (1995). Ha publicado trabajos en Ciencias Sociales. Compiló la Antología de cuentistas hondureñas (Letra Negra, 2005). Publicó el libro de relatos Infinito cercano (Letra negra, 2010). Ha sido incluida en las siguientes antologías: Entre el parnaso y la maison. Muestra de la nueva narrativa sampedrana. (Editorial Nagg y Nell, 2011) y en Cuarta dimensión de la tarde. Antología de poetas hondureños y cubanos, poetas de Holguín (Cuba) y San Pedro Sula (Honduras), (Editorial Nagg y Nell, 2011). 

Reseña de Gustavo Campos sobre el libro Infinito cercano (2010)

Para leer más sobre la autora: Disentimientos

viernes, 21 de septiembre de 2012

Una visita. Felipe Rivera Burgos


Foto: Mario Giacomelli

Una visita


A la casa de Shariff llegaron cuatro hombres vestidos de negro. Una vez en su puerta se presentaron como hombres del Imperio que habían jurado lealtad al Rey. “Yo soy Abiatar” dijo el primero. “Yo soy ElizamKader” dijo el segundo. “Yo soy AjRamá” dijo el tercero. Pero el último no dijo nada.

Shariff los entró en su humilde vivienda y les acercó las viandas que él había preparado para su familia. “Tomaré estos dátiles”, dijo Abiatar, “porque en ellos has puesto la esperanza, en una fortuna que no mereces”. “Tomaré el asado de cordero”, dijo Elizam, “porque en balde has puesto tu esperanza en la sangre”. “Tomaré la garrafa de vino”, dijo AjRamá, “porque tu deleite ha llegado a su fin”. Pero el último no quiso nada.

Después, cuando hubieron comido y bebido, Shariff, con humildad y terror, inquirió el motivo de tan sublime visita. “Vengo por el cerdo que escondes en el baño”, dijo Abiatar, e inmediatamente lo sacó y lo ató y se marchó por donde vino.

“Vengo por tu hijo”, dijo ElizamKader, “porque ha llegado su hora de combatir en el ejército del Rey”; y se paró en el umbral hasta que el muchacho, delgado y pálido, salió de una habitación cargando un hato de ropa. El muchacho marchaba un metro detrás del hombre, que desapareció por donde vino.  
“Vengo por tu mujer”, dijo AjRamá, “porque es necesario que esté en el séquito de las tejedoras”, y Shariff vio marchar a su mujer, descalza y con la inconfundible mirada de la locura, detrás del hombre que desapareció por donde vino.

“Y tú”, dijo Shariff al borde de las lágrimas, “¿por qué vienes? De no ser mi pobre humanidad, ya no me queda nada que puedas llevarte”. Pero el último hombre no le contestó, y se refugió tras el biombo, y ahí está todavía, en la sombra más negra de la habitación.

Para callar los perros (2004).


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Felipe Rivera Burgos
Tela, Atlántida, Honduras, 1968. Licenciado en Literatura por la Universidad Nacional Autónoma de Honduras. Miembro de número de la Real Academia de la Lengua Hondureña.
Productor y Editor de textos educativos y culturales.
Obra: Para callar los perros (cuentos, 2004), 
Ese verde esplendor (poesía, 2006).