Emil Schildt
Insomnia
Algunas noches me levanto de la cama con una extraña ansiedad,
un profundo dolor que comienza en el hombro izquierdo extendiéndose hacia el
brazo y la mano, llegando a apoderarse de todo mi costado. A veces el dolor es
tan grande que me deja inmovilizada y me es imposible caminar erguida al día
siguiente. Es evidente que tengo problemas con el lado izquierdo.
A pesar de que me han practicado casi todos los exámenes
posibles, de una manera minuciosa, estos no me aclaran nada, aparentemente soy
una mujer sana y muy hipocondríaca. Eso hace que los doctores me miren de forma
sospechosa e incrédula cada vez que les doy los detalles de la enfermedad que
me devasta el alma:
—No tiene nada, señora, lo suyo es estrés, agotamiento emocional.
Es una mujer muy preocupada, ande, descanse y tómese un tiempo de
relax que ya verá que le va bien.
—Señora, necesita unas ampollas de vitamina B12 para que su
cuerpo le responda, así revitaliza su sistema nervioso.
¿No será que tiene muchos problemas? Mire, esta vida no es de
preocuparse tanto, las cosas no son tan terribles. La vida pasa y las cosas
quedan.
—Lo suyo es maña, no tiene nada. Váyase a su casa y busque en
qué ocuparse, esa es la mejor terapia.
Sentada como autómata en un extremo del sillón, no siento que
las afirmaciones me reconfortan. Al contrario: una mano invisible me aprieta el
corazón y lucho por no gritar; por no salir corriendo para desnudarme en medio
de la calle a llorar de cansancio. Entonces entiendo que mi mal es mucho peor,
un hálito invisible, un ilusionista que solo deja ver lo que quiere a los
extraños, sin compartir jamás el secreto de su magia. Miro a los médicos desde
el rincón del odio y me repliego, abriéndome paso en el infinito mundo de
posibilidades entrañables, pócimas y remedios de la infancia. Mi mente pasea en
otra parte.
Paso lista a los remedios caseros:
√ Infusiones de valeriana y tilo
√ El vaso de leche antes de acostarse
√ El ejercicio físico para caer rendida
√ Procurar un ambiente pacífico y relajado
√ La meditación
√ Evitar las emociones fuertes, los sobresaltos o los enojos
imprudentes
√ Las pastillas (no vaya a ser una cuestión hormonal)
√ No tomar ninguna sustancia estimulante durante el día y mucho
menos antes de acostarse (entiéndase café, chocolate, chiles o dulces)
√ Evitar las preocupaciones (qué cosa tan absurda ¿alguien
puede?)
Entiendo que el insomnio puede llegar a ser una vocación
solitaria. Llego a mi casa y oigo la mitad de lo que mi marido me dice. Él, a
cambio, me escucha también solo la mitad. Mi hija hace un escrutinio exhaustivo
en mi cara, buscando borrar con sus manos las huellas de la falta de sueño,
luego se baja de mis piernas y preocupada me hace dibujos de familias felices
para que yo pueda reírme también. Y sonrío, mientras hojeo un papel, una revista,
cualquier cosa que me aparte de su carita feliz e iluminada para no sentirme
culpable cuando le digo que las niñas tienen que dormir temprano, como sus
mamás.
Las noches se acercan besándome la cara. Siento frío. Los
colores que se van dibujando son más oscuros, pasan de una tonalidad azul poco
profundo a un azul marino y después azabache, casi negro.
Me pregunto si las respuestas del infinito se encuentran en ese
inmenso espacio azul. Recuerdo viejas historias de brujas, fantasmas o
aparecidos y solo puedo decir que en mi larga lista de noches recorridas no me
he topado con ningún ser espectral que aparezca a la vuelta de los cuartos para
tenderme la mano. Ni voces ni murmullos. Únicamente el silencio. Y este dolor
atroz que no me deja llorar. Me envuelve y no me siento. Solo soy un corazón
izquierdo, un dolor izquierdo, un brazo atrofiado. A veces creo que éste me
marca, que atraviesa mis sentidos y se instala como una gran cicatriz sobre mi
mejilla izquierda y es inconfundible. La marca del insomnio. Recuerdo cada cosa
que me duele para convocar el llanto y hay ocasiones en que éste demora en
aparecer. A veces acude pronto y solícito, como anhelante. He notado que
conforme pasan los años las lágrimas se van haciendo más ardientes y menos
copiosas. Más difíciles de encontrar.
Cuando vivía con mi madre me entretenía pasando la noche frente
al televisor, ella se levantaba convocada por la claridad reflejada de la
pantalla.
—Apagá esa luz, que no me deja dormir.
—Ya voy madre, ya voy.
La cuestión es que la apago y sigue prendida. Me ilumina por
dentro, permanentemente.
Ahora no veo más televisión. Escribo. Las lágrimas caen sobre el
papel que desdibuja las palabras por completo y sé que mañana me convertiré en
mi peor crítica y borraré de un tajo todo lo impreso o lo tiraré en la basura.
¿De qué sirve? ¿Para qué escribir sobre la locura, la muerte, el insomnio?
Nadie quiere leer eso, nadie quiere complicarse la vida con las manías de
otros; particularmente si ese otro es una mujer con rasgos claramente
histéricos y por demás hipocondríacos.
El ilusionista que vive dentro de mí se ríe y yo me carcajeo con
él, me oprime el corazón pero no importa, igual me río de la futilidad de mis
esfuerzos. Sé que vive en el borde de mi cama y de mis recuerdos. Por un
brevísimo instante me siento su cómplice y me veo como en el espejo, él dormido
y yo recorriendo los rincones prohibidos de los sueños, buscando, eternamente
despierta.
Un baño de agua tibia y saltar medio dormida a recorrer de nuevo
la programación de la tele. Busco frenéticamente las pastillas azules para
dormir y las encuentro en algún rincón de la cocina. Tomo una, lo suficiente
como para entrar en la inconsciencia y no andar como zombie al día
siguiente. No son recomendables, dicen los doctores, son adictivas. Una cosa
más a la lista, pienso yo.
De día pruebo con el grupo de autoayuda. No me funciona porque
duermo y tengo pesadillas, un lago profundo, un bosque donde estoy perdida y
sola, gente en pedazos, un bebé gigante que llora y me abruma. Me obligan a
contar la historia y repasarla una y otra vez.
Recuerdo a mi madre y sus constantes sobresaltos: —Que viene ese
hombre y me va a sacar a la calle desnuda, me agarra dormida y me mata, por
dios que me mata, hay que dejar encendida una luz para ver a qué hora viene; y
dormite con la ropa puesta porque a la hora que nos levante estaremos listas.
Y así era, mi padre llegaba a buscar al amante imaginario que
ella convocaba en sus horas de soledad, debajo de las camas, en los cuartos y en
el baño. No lo encontraba porque casi siempre estaba en estado de levitación
suspendido en el techo, mirándonos de reojo. Papá se enfurecía y buscaba un
cuchillo para obligar a mi madre a decir la verdad y ella le sonreía con
desprecio mientras el amante imaginario se colocaba detrás de ella, divertido.
Después era nuestro turno: blandía el cuchillo mientras mi
hermana y yo lo mirábamos. No decíamos nada, chillábamos hasta ponernos
afónicas. —Para que aprendan —decía él—, para que no piensen que me pueden
engañar.
Luego, cuando nos abandonó (mi padre), la paranoia se instaló
cómoda y sutilmente entre nuestros ojos: los ladrones, la gente que anda por
ahí, las cosas que se roban. —¿No te diste cuenta la otra vez que se le
metieron a Doña Chana? Y después unos ruidos en el zinc de la casa, aquí
también quisieron meterse, si no hubiera sido porque hice aquellos ruidos, aquí
de sobra nos matan y nadie se entera.
— ¡Cállense!, dejen de reírse, ¿quieren que nos encuentren? Esas
cosas pasan en el momento menos pensado, una espera toda una vida y ¡zas! lo
que no pasa en toda una vida pasa en un momento, como la vez que te metiste una
espina en el pie, ¿te acuerdas? que estabas diciéndome que nunca se te había
metido una y cuando te dije ¿qué pasó? Ahhhh, pero no hacen caso...
—Apagá esa luz.
—No puedo, madre, está prendida en mis párpados.
Llevo un diario como terapia y descubro que eso me ayuda, me
vacía un poco. Escribo, escribo, escribo. El ilusionista se va, pero regresa y
me observa. Escribo sobre mi abuela prendiendo las luces a medianoche porque
había visto otras luces sospechosas verdes y amarillas en los rincones de la
casa. Destellos fosforescentes que llamaban su atención y no la dejaban dormir,
acompañadas por los cantos de los gallos, que no es por nada que cantan a
medianoche -un ánima en pena o una botija sin encontrar—, dinero maldito al fin
de cuentas.
Escribo sobre mi abuela comprando zapatos de suelas especiales
para levantarse de madrugada sin hacer ruido y no despertar a nadie; haciendo
sus rondas nocturnas y sentándose en la silla mecedora a leer revistas viejas.
Recordando a su hermano, el ser que más amó en esta vida. Ella, que estaba
incapacitada para amar.
También escribo sobre mi otra abuela —la madre de nuestro padre
psicópata—, despertando y tocando a la puerta del cuarto donde dormíamos con
mis hermanas cuando llegábamos de vacaciones. Mirándonos amorosamente mientras
extraía cuidadosamente una piedra lumbre de sus bolsillos y la pasaba por
nuestro cuerpo musitando oraciones, haciéndonos una limpia para sobrevivir en
el infierno y una cruz de saliva para que siempre la lleváramos presente. Ella,
con sus trenzas blancas y su piel cuarteada como papel de pergamino viejo,
pensaba en nosotras.
Termino las últimas palabras y el dolor que desaparece por
completo. Por unos instantes, tan solo por unos momentos, porque mis abuelas no
están y Mamá Rosa con su piedra lumbre no podrá convocar el sueño.
—Apagá la luz.
—No es necesario, ella sola se apaga.
El contorsionista se ha marchado esta vez y mi corazón descansa.
Respiro mientras el diario resbala por mis dedos. Mañana tendré que contarlo en
mi grupo de autoayuda.
Infinito cercano (2010)
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(Lima, Perú, 1974)
Nacionalidad hondureña/ peruana. Licenciada en Letras, con una maestría en
Estudios de Género. Ha trabajado con organizaciones de mujeres y ha realizado
investigaciones para organismos internacionales como la OIT y el BID.
Medalla de plata en
los Juegos Florales de Santa Rosa de Copán, 2002. Es miembro de la Red de
escritoras latinoamericanas. Ha trabajado en producción y distribución de la
revista Letras de la UNAH- VS, (1995-2001). Coordinadora del Consejo Editorial
“Capiro” (2000-2002). Diseño y montaje de la campaña radial sobre Derechos
Humanos de las Mujeres en Honduras (1996-1999). Tiene algunos trabajos
publicados en: Antología de poemas. Mujeres
poetas en el país de las nubes. México D.F. (2001-2003). Coproductora de La
llorona: Agenda de mujeres hondureñas (1995). Ha publicado trabajos en Ciencias
Sociales. Compiló la Antología de
cuentistas hondureñas (Letra Negra, 2005). Publicó el libro de relatos Infinito cercano (Letra negra, 2010). Ha sido incluida en las siguientes antologías: Entre el parnaso y la maison. Muestra de la nueva narrativa sampedrana. (Editorial Nagg y Nell, 2011) y en Cuarta dimensión de la tarde. Antología de poetas hondureños y cubanos, poetas de Holguín (Cuba) y San Pedro Sula (Honduras), (Editorial Nagg y Nell, 2011).
Reseña de Gustavo Campos sobre el libro Infinito cercano (2010)
Para leer más sobre la autora: Disentimientos