El palacio del Cardenal Adriano de Corneto. Rebasa la Luz. Grandes ventanales. Florencia tiembla.
Adriano toca con delicados dedos los aderezos en las viandas y los lleva a la boca, a la punta de la lengua. Brilla la grasa. Perniles y volatería, frutas y guisos circulan, coloreadas mantas y adornos en la mesa cardenalicia. Alta y espaciosa sala. Terciopelos descuajados, tirados desde el techo. Un desorden mullido sobre el suelo brillante. Adriano tiene los ojillos apagados por el humo de las flores y las hojas en los braseros cuando empiezan a llegar los invitados.
Movimientos ensayados de los criados contrastan crecientemente con los gestos desenvueltos y sonrisas de los nobles. Por la gran puerta se cuelan los sonidos de los cascos y las ruedas de caballos y carrozas, campañillas y faroles nerviosos.
Suda la nariz chata de Adriano, el maquillaje concentrado en una frente astuta.
Catalina, que viene desde Francia, entra de la mano de Borja; detrás de ellos, Lucrecia; aleteo de los criados. Catalina adelanta un brazo blanco cubierto hasta el codo; la mascarilla de oro alrededor de sus ojos luce pálida; dentro, un brillo azul excitante. Adriano besa también la mano de César, luego acompaña a Catalina con elegante contoneo tieso. Como desaprensiva, Lucrecia, azul e ingrávida. César, desmañado, observa los objetos de las paredes, acaricia sus barbas hirsutas. Pronto el salón repleto de silencio y sonrisa aris- tocrática, manos llenas de anillos, inclinación de cabeza, miradas de alegre desconfianza. Se reparte el salón de pronto en cubos de luces diferentes, caen sobre los invitados y se oscurecen los rincones.
Entran finalmente, Alejandro y Lorenzo; el antiguo Rodrigo ahora Papa y el otro El Magnífico, insolentes, pasan apartando cuerpos y susurros, todos se hincan de rodillas imitando a Adriano, sonríe César e inclina la cabeza, Adriano palmotea y los criados toman posiciones detrás de cada asiento. Catalina tira una rosa a los pies de su padre. Lorenzo la pisa suavemente mientras acaricia una muestra de Cellini. Lucrecia, lejos, hace un mohín y brillan sus labios gruesos, húmedos. Afuera hay una lluvia suave y el viento mueve imperceptiblemente los grandes cortinajes, dos criados cierran la puerta con no poco esfuerzo.
Después de que todos han tomado asiento hay un momento de inmovilidad; las luces de las velas reviven repentinas, la araña central toma colores refractivos. En los rincones empiezan a aparecer misteriosos personajes que toman asiento también, como en palcos, en otras dimensiones: Con los cabellos revueltos, Machiavelli, en la mano un libro y la mirada fija en César, espectral. También, con capa dorada y la tiara en el suelo, Alejandro V; Battista de Vervelli, con visibles muestras de descuartizamiento, pero vivas las pupilas y aleteantes las fosas nasales; Clemente VII, con una antorcha; Dioscórides y Avicena y muchos más, todos en expectante actitud.
Por fin César hace una reverencia y Adriano asiente con humildad; nuevo silencio. Dice César: “¡Cantárida!”, todos aplauden unos con más alegría que otros. César abre la tapa de un grueso anillo recamado con piedras preciosas, derrama su contenido en el vaso de vino y lo apura, nuevos aplausos. Adriano grita: “¡Sublimado corrosivo!”; la misma reacción, apura un vaso. Entonces todos estallan en risas incontenibles, Adriano y César se abrazan y se besan en la boca. Se oye música y todos se desinhiben; en los ojos de los espectadores, sin embargo, hay huellas de alarma.
Comienzan los criados a traer comida y bebida, todos ríen, todos comen, todos beben, sólo Lucrecia vaga aniñada escudriñando, tocando, oliendo, probando con la lengua los detalles lujosos que adornan las paredes y los rincones. En pleno momento de embriaguez de la concurrencia se cuela en la cocina; al rato sale con un pergamino en la mano, le siguen tres criados cargados con bocadillos tapados y humeantes, Lucrecia grita: “¡Salamandra!” y todos callan; se nota una terrible consternación. César se levanta y se acerca, la besa en la boca, le lame el rostro; ella dice con un tono susurrante: “¿Mandrágora?”. César ríe, todos ríen, suenan con más estrépito los músicos, sus laúdes, clavicordios y vihuelas; todos se mueven, todos comen, mientras Lucrecia grita fuera de sí: “¡Stropanto! ¡Acónito! ¡Belladona!”; desgarra el vestido, muestra sus pechos que tiemblan a cada golpe de giròn y en éxtasis total va bajando la voz, agotada, suda, dice con un hilo de voz: “¿Lantana?, ¿Adelfa?, ¿Gloriosa Superba?”, pero nadie parece reparar en ella.
Entonces hace una señal y los criados se apresuran a servir lo que llevan en los plateados y dorados azafates.
Al cabo de unos minutos todos empiezan a sentir un gran cansancio, se van apagando sus voces y su alegría, los vence un sopor arrullador. Caen, uno a uno. Lucrecia llora y su llanto decolora el maquillaje de su bello rostro, se forman surcos en la mejillas y se desgreña lentamente el magnífico peinado. Queda al fin, en el suelo, sollozando, sola en medio de un gran silencio.
Dentro de su cubo de luz azul Machiavelli suspira profundamente; se levanta, tira de su capa, sale con un gesto de profundo aburrimiento. Los demás lo siguen.
Marcala, 1971