sábado, 20 de octubre de 2012

Flash back (Post scriptum). Giovanni Rodríguez





FLASH BACK (Post scriptum)
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¡Huele a mierda! ¡Inexplicablemente huele a mierda! Todo huele siempre a mierda. Si estoy aquí, sentado obstinadamente frente a la pantalla de mi computadora, dispuesto a escribir después de todo este tiempo, es sólo porque me vienen a la mente viejos recuerdos, recuerdos de cuando era demasiado joven y creía aún en las posibilidades de cambiar el mundo. Tendría acaso unos dieciocho años y no soñaba siquiera con mantener una relación seria con ninguna mujer. Había conocido a tres amigos y había conformado con ellos un singular grupo con la firme –y loca, absurda, arriesgada- intención de derrocar el poder eclesiástico del país. 

Trataré de decir esto de la manera más rápida posible. Es urgente que lo haga. Seré breve. Un día un periódico local publicó la nota curiosa de los mensajes escritos en las paredes de una iglesia, y a partir de entonces a la prensa nacional le interesó sacarle todo el provecho posible a la idea morbosa de que el máximo líder religioso del país pudiera ser, antes que un santo, un hombre impulsado por causas diabólicas. 

Todavía conservo el recorte, que en aquel momento significó para nosotros cuatro una especie de homenaje, junto con los recortes de las noticias posteriores. 

Ahora que puedo ver hacia atrás, después de haber leído una y otra vez eso que ahora constituye la historia de Los Herejes, he de aceptar que en esencia lo que en el libro se cuenta es absolutamente cierto. Y digo “en esencia” porque aunque los hechos no se hayan producido exactamente de la misma manera en que son referidos en el libro, sí aparecen representados en él al menos como nosotros hubiésemos querido que sucedieran.

Eran los días de la locura, de la insensatez, pero eran también los días de vivir la vida no como simples observadores, sino como protagonistas. Imagínenme entonces con toda esa fuerza vital que no doy muestras de poseer ahora, queriendo agarrarle los huevos a Dios.

No voy a contradecir lo que está escrito en las páginas de ese libro biográfico de nuestro grupo. Soy consciente de que al final de cuentas la historia depende del punto de vista del cual se la mire. Pero ahora que me vienen los recuerdos de esos días, me da por aportar otros puntos de vista, no para modificar la historia, sino, quizá, para enriquecerla.

La noche de los disparos no se nos ocurrió otra cosa que llevarnos al herido a un motel de paso en las afueras de la ciudad. Todavía me río pensando en todo lo que pudo haberse imaginado el administrador al ver llegar a cuatro “machos” empapados a su motel. Después de levantar la cortina metálica para que introdujéramos el carro, cerró tras nuestro y apareció unos minutos después en la ventanita de la parte posterior de la habitación con cuatro toallas y cuatro cajitas de preservativos de tres unidades cada una. Nos dijo que por tratarse de cuatro y no de dos, como usualmente ocurría, tendría que cobrarnos el doble de la tarifa normal. Rápidamente reunimos los seiscientos lempiras para que el tipo se esfumara y nos permitiera concentrarnos en la herida que la bala le había producido a Simón en la parte anterior del muslo derecho. Por fortuna ésta no se había alojado dentro, pero el roce provocó que perdiera mucha sangre. Simón, desde el momento del disparo, sólo había emitido un grito de dolor, y toda su euforia inicial se había transformado en un letargo que le hacía parecer indiferente ante su propia circunstancia; pero aun así, si uno ponía atención, podía descubrir en su rostro una combinación de dolor, vergüenza y frustración. Mientras limpiábamos y examinábamos la herida, uno de nosotros buscó al administrador del motel para pedirle algunas cosas de su botiquín. Lo convenció de colaborar y guardar silencio con dos billetes de cien. Luego volvió a la habitación, desinfectamos la herida y la vendamos. Al amanecer, fuimos a dejar el carro a una gasolinera para que el hermano de Ricardo lo recogiera, y partimos, de bus en bus, hacia el norte.

Durante más de cinco meses nos dedicamos a recorrer buena parte del país. Empezamos por los morenales de la costa norte, en donde nunca fuimos mal recibidos. Parecíamos los últimos turistas de una generación a punto de extinguirse. Subsistíamos con poco: restos de nuestros ahorros y los envíos de la madre de Simón. Nos suponíamos buscados por la policía, pero en realidad la policía nacional no era tan hábil como para deducir que las simultáneas desapariciones de cuatro muchachos que vivían en cuatro distintos puntos de la ciudad se derivaban del intento de secuestro a un pastor evangélico famoso. Cada uno de nosotros había hecho sus respectivas llamadas telefónicas justificando su desaparición ante familiares y amigos, y aunque ninguno percibió en sus interlocutores el tipo de alarma que temía, optamos todos por no confiarnos demasiado.

Durante esos primeros días de la huida en los morenales nuestra amistad se volvió más firme que nunca. Para entonces ya no compartíamos solamente las mismas ideas, sino también los mismos secretos y los mismos temores. Los cuatro experimentamos una especie de vuelta a la semilla. Poco a poco nos fuimos olvidando de nuestros ideales, de nuestro hartazgo por la idiotez popular, como dice en las páginas del libro, y fuimos cayendo en un agradable estado de complacencia con todo lo que nos rodeaba. Llegamos a un punto en que nos olvidamos de la razón por la que estábamos ahí y no en la ciudad, en nuestras casas, con nuestras ocupaciones diarias. Fue una conveniente involución. Crecieron nuestras barbas y nuestras cabelleras. Nos bañábamos en los riachuelos que bordeaban los morenales y desembocaban en el mar, comíamos la comida y bebíamos la bebida que nos ofrecían los negros, nos emborrachábamos y bailábamos en la arena, bajo champas construidas con troncos y palmeras de coco o bajo el resplandor metálico de la luna, nos acostábamos con las mujeres jóvenes y no pensábamos en el amor o en las vidas posibles, éramos sólo fragmentos de una existencia remota más allá del tiempo y de nosotros mismos.


Pero no podíamos permanecer mucho tiempo en el mismo lugar y nos movíamos siempre. Éramos cuatro puntitos en permanente fuga.


En Tornabé decidimos que debíamos ir a las Islas, y nos fuimos. Nos subimos a una lancha barata que nos llevó, junto a otros cuatro tripulantes, desde La Ceiba hasta Roatán. Todos recordábamos las palabras de Valdo al describir el lugar: “Esa isla es un paraíso. Ahí te olvidás de todo, sólo querés ver y beber, ver y beber, desde que llegás hasta que te vas”. Y nos la pasamos viendo y bebiendo durante cuatro días, hasta que el dinero empezó a escasear de nuevo y no había posibilidades inmediatas de que la mamá de Simón hiciera una nueva transferencia bancaria. Cuando veníamos de regreso en otra lancha los cuatro, como si de pronto la felicidad colectiva se hubiera puesto de acuerdo para extinguirse al mismo tiempo, vomitamos sobre el mar, mientras muy cerca de nosotros los delfines jugaban a acompañar nuestro viaje.

¿De dónde viene este olor a mierda? Dirijo mi olfato hacia todas direcciones y no logro dar con ese maldito olor a mierda que se ha vuelto insoportable, no por el olor en sí sino por no saber de dónde proviene.

Sigo escribiendo. Aún con este molesto olor a mierda sigo escribiendo. De hecho, cada vuelta a la conciencia de la existencia de este olor a mierda es lo que me permite establecer pausas entre lo que escribo. Porque no soy de los que escriben mucho de un tirón. No soy de los que pueden sentarse a escribir durante dos horas seguidas. Soy, más bien, un escritor de rachas cortas, de los que escriben unas pocas líneas y toman aire para no ahogarse. Escribo esto porque es una necesidad que me vino de repente. No es que necesite reivindicarme de alguna forma por lo que hice o pude haber hecho mal, pero creo que quizá valga la pena aportar algunos datos adicionales sobre esa curiosa historia que construimos con nuestras irreverencias juveniles. 

Sabíamos que la policía consideraba delito un intento de secuestro. Nosotros no lo considerábamos así. Al menos no considerábamos que joderle la vida a un pastor evangélico debiera representar una infracción a la ley. En nuestro particular código moral considerábamos un deber social joderle la vida a ese pastor. Así de grande era nuestro compromiso con la sociedad. 

¡Otra vez se me viene este olor a mierda! Pero no parece haber mierda por ningún lado aquí cerca. Ha de ser una mierda sicológica, o metafísica.

He querido reproducir en estas páginas esos recuerdos juveniles no porque considere que esa vieja historia tenga algo de importancia, sino solamente para ofrecer a quien las lea un panorama de lo que fue mi vida, y la vida de mis tres amigos, en sus años más auténticos, más vitales.

A estas alturas ya no voy a andar haciendo travesuras herejes. Soy algo mayorcito para eso. Aquellos días, si bien no me arrepiento de haberlos vivido de esa manera, fueron días de una juventud enfebrecida en los que todavía pensaba que podía ayudar a cambiar el mundo con mis acciones. Casi todos los jóvenes, en su momento, piensan lo mismo, pero muy pocos se deciden a actuar como nosotros lo hicimos. No estoy arrepentido. Y sé que nuestro disparatado aporte a la sociedad pudo quizá no haber significado nada para ésta, pero al menos esa forma de vida que llevábamos por aquellos días nos ayudó a nosotros mismos. Nos ayudó a encontrarle un poco de significado a nuestras vidas. Nos ayudó a pasar los tiempos difíciles en el espíritu de un solo propósito. Teníamos una razón para vivir y para seguir luchando, más allá de los problemas de cada uno. Nos ayudó, en fin, a justificar, aunque fuera de manera arriesgada, nuestra pobre existencia.

Es difícil escribir cuando se tiene hambre. Más difícil todavía si además de hambre hay un olor a mierda que proviene de cualquier punto de la habitación. Que digan lo que quieran los demás, yo no soy de los que puede escribir algo decente si tiene en su estómago ese continuo joder que es el hambre. He de aceptar que muchas veces me he quedado escribiendo algo durante varias horas sin preocuparme de que aún no haya caído nada al estómago. Pero es distinto. Si lo primero que vino a la mente y por ende a todo el organismo fue el impulso de la escritura, ese impulso habrá de mantenerse por encima de la conciencia del hambre. Pero si es el hambre y la conciencia del hambre lo que llegó primero, como es el caso de ahora, me resulta imposible pensar en escribir y mucho menos disponerme a hacerlo ya sentado frente a la computadora, con la pantalla en blanco. Microscópicos seres parasitarios se alimentan mientras tanto de mi necesidad de alimento, conspiran, se unen contra mi disposición literaria. Y me rindo ante ellos.

Pasé hambre en el pasado. Hambre de todo tipo, no sólo de comida. Mi apetito voraz se manifestaba en muchas otras cosas. Quería ser diferente a todos los demás, no quería que me consideraran parte de todo aquello que perteneciera a lo común, a lo corriente, a lo vulgar, y por eso me lanzaba a las acciones extremas. Estaba dispuesto en ese tiempo a lanzarme con paracaídas desde un helicóptero, a lanzarme de un puente con una soga elástica atada a mis pies, a probar todas las drogas posibles, todo para poder decirme a mí mismo y decirle también al resto del mundo que había viajado a los límites de la vida y había vuelto ileso, que era un loco, sí, pero con pasaje de ida y vuelta a la locura. Tenía hambre de gloria y hacía cualquier cosa con tal de alcanzarla. Creía todavía en La Gloria Mayor y por querer aprehenderla fracasaba rotundamente. Poseía una imaginación desbocada. Emprendía grandes proyectos y ninguno de ellos llegaba a concretarse. No había una disciplina, lo echaba todo a perder. Y con las mujeres ocurría igual. No era capaz de amar a una sola, las quería a todas y en cada una de ellas encontraba una cualidad extraordinaria, y la suma de todas esas cualidades extraordinarias constituía a la mujer extraordinaria, precisamente a la mujer que no podía tener. Por eso, muchos años después, cuando conocí a V, ya no era un muchacho de mirada horizontal, concentrado únicamente en ese punto de fuga personal que me impedía percibir lo que estaba ocurriendo a mi alrededor, entonces ya me detenía a observar mis pasos con una atención insólita, como si en el acto cotidiano de caminar se hallaran todos los secretos de la existencia, como en espera de que en cualquier momento me tropezaría con una piedra y ese tropiezo me obligaría a caer, y por primera vez caería consciente de mi propia caída, y eso representaría el principio de un nuevo modo de existir. Así fue como ella me encontró, absorto en la contemplación de la piedra en la que recién había tropezado, pero aún sin ser del todo feliz por el tropiezo, esa parte le correspondía a ella procurármela.

Pero no es mi historia con ella la que quiero contar ahora. Para ella habrá tiempo después, ella tendrá su propia historia. La historia que quiero contar ahora ustedes los lectores de este libro ya la conocen, es la historia de cuatro muchachos a quienes todos llamaban Los Herejes, es la historia que han leído antes de llegar a este apartado titulado “post scriptum”, es la historia que prometí contarle a Rodríguez, el encargado de reorganizar los papeles que una vez recibió en su oficina para que los publicara si el material era de su agrado. En los primeros días de enero de este 2008, casi un par de años después de haber acabado todo, me he comunicado con Rodríguez. Lo llamé primero a la oficina de la Secretaría de Cultura, pero me informaron que ya no trabajaba ahí y que ahora vivía en España. Me proporcionaron un número telefónico de la casa de sus padres. Llamé ahí y su mamá, después de explicarle el motivo de mi llamada, me dio el número de su celular en España. Cuando al fin pude escuchar su voz le dije mi nombre y le dije que quería saludarlo personalmente. No le dije que yo era el narrador de la historia de Los Herejes. Sí le dije que conocía los papeles sobre los que él estaba trabajando y le hablé también de mi intención de escribir un texto adicional para esa historia. Hizo varias preguntas que me negué a responder en ese momento. Un post scriptum, dijo finalmente, como analizando mi oferta, y yo dije bueno, eso, un post scriptum. No es mala idea, dijo él, ¿tiene información adicional?, agregó, y yo dije sí, información valiosa, pero me gustaría dársela personalmente. Por ahora no se puede, me dijo, pero en febrero estaré en Honduras; si quiere, nos ponemos de acuerdo desde ahora. Perfecto, le dije, dónde preferiría que nos encontráramos, pregunté. Si le parece, que sea el 24 de febrero en el café Pamplona, dijo, y yo dije sí, en El café de los artistas. En el qué, dijo él, y yo dije nada, nada, sé que así lo llama usted en una novela que mantiene inédita y que así le llamó Valdo a un café guatemalteco en uno de sus cuentos. ¿Ha leído mi novela?, dijo él, sí, dije yo. ¿Pero cómo es posible? Bueno, ¿y qué le pareció?, preguntó. Bueno…, mascullé. No tiene que decir nada, total, es una novelita de juventud, un ejercicio de aprendizaje, ya quedó en el pasado, se apresuró a decir antes que yo le contestara algo concreto. Yo también me dedico a la literatura, dije, tengo algunas cosas escritas y una de ellas usted la conoce mejor que yo… ¿Cómo?, dijo él, ¿quiere decir que es usted escritor?, ¿y por qué dice que yo conozco ese escrito suyo?, agregó, y yo le contesté bueno, sí, algo de eso hay, pero mejor acordemos la hora en que nos veremos ese 24 de febrero y ahí me podrá preguntar lo que quiera. Sí, claro, disculpe, dijo, es que me llamó mucho la atención lo que acaba de decirme, ¿le parece bien a las once de la mañana?, preguntó, y le contesté que sí, que a las once estaba bien, y eso fue todo. 

Así que después que Rodríguez aceptara incorporarle un texto adicional a la historia de Los Herejes, le envié por correo electrónico, en unas diez cuartillas y fuente Garamond 12 puntos, esto que ahora leen ustedes. Pero en la conversación no le dije toda la verdad, preferí dejarlo para el final, es decir, cuando por fin leyera este texto que ahora escribo para él y para ustedes los lectores. Pero no deben ustedes dar ahora el previsible salto a los últimos párrafos de este escrito para descubrir esa verdad de la que hablo. Permítanse la oportunidad de sospecharlo, de ir atando cabos, de aventurarse a imaginar cuál será esa verdad de la que hablo, no cedan a su curiosidad de lectores hembra, continúen leyendo por estas líneas y no salten, eso no beneficiará en nada su lectura.

Los cuatro personajes herejes existimos verdaderamente, es decir, existimos no sólo en el libro que ustedes acaban de leer, sino también en la realidad, en la realidad objetiva. ¿Comprenden? Digo pues que Wilmerio, Simón, Ricardo y Alfredo sí existimos, y en este momento andamos por ahí, cada uno por su lado, acordándonos de toda esta pendejada nuestra de juventud. Yo mismo soy la prueba de que lo que digo es cierto. Si no, ¿quién más podría contarles esta historia?

Cuando agotamos el mar y la arena no nos quedó otra que hacer turismo en el interior del país. De La Ceiba pasamos por San Pedro Sula (fue la única vez que corrimos ese riesgo después de lo ocurrido algunos meses antes) hacia Copán. Allá también nos la pasábamos borrachos y felices y no necesitábamos de mucho para lograrlo. Un día nos encontramos en el parque arqueológico a un europeo que andaba con los ojitos perdidos de tanta marihuana fumada. Nos dijo que le gustaba Honduras, que se había establecido en un hotel céntrico de San Pedro Sula para de ahí partir a Islas de la Bahía y Copán, los dos sitios que le habían llamado la atención desde que se informó en Austria, su país de origen, sobre las opciones turísticas en Centroamérica. Nos contó una historia extraña sobre un desierto de Israel y un amigo mexicano que le había ayudado a sobrellevar sus días aciagos. Dijo que extrañaba a aquel amigo mexicano y que en homenaje a su amistad nunca había dejado de hacer sus ejercicios. No entendimos a qué se refería. Lo dejamos mientras observaba, minucioso, la estela A del lado oeste del parque, como si de ella creyera poder extraer el sentido de una verdad profunda, inalcanzable para nosotros. No creo que haya notado nuestra partida.

Una nueva pausa. Si esto se alarga no me culpen, trato de escribir con un ritmo contenido; de todas maneras, no debo escribirlo todo de un tirón, las pausas son mi recurso para no ceder a la tentación de revelarles ahora mi secreto, pero terminaré haciéndolo, porque de eso se trata al fin y al cabo este texto que ahora escribo, esa fue la razón (debo confesar eso al menos por ahora) por la que llamé a Rodríguez. Necesito decirles quién soy y para qué escribo.

Sigamos. No crean que me he olvidado del hambre ni del olor a mierda. Sobre todo del olor a mierda. Ahora, incluso, me parece que se ha vuelto más fuerte. Es como si alguien invisible trajera hasta mi nariz un pedacito de mierda invisible para obligarme a olerlo mientras escribo. Ahora que lo pienso, ese debe ser mi fantasma personal, mi odradek. Mi odradek es un odradek de mierda, y además, invisible. Pero sigamos.

Después de un recorrido apresurado por Copán, Gracias, La Campa, La Esperanza, Comayagua y algunos pueblos de Santa Bárbara, nuestras respectivas familias empezaron a preguntar demasiadas cosas. A nadie le había parecido sensato que de repente decidiéramos largarnos de casa por un tiempo indefinido, excepto a la familia de Simón, porque éste una vez había hecho algo parecido: se fue con unos mochileros a recorrer el mundo, aunque el recorrido duró poco porque lo abandonaron en Panajachel, en Guatemala, y de ahí tuvo que ingeniárselas para volver. Así que no todos estaban dispuestos a justificar nuestra pendejada por mucho tiempo. Habían pasado casi cinco meses, tiempo suficiente para que los más suspicaces miembros de nuestras familias empezaran a sospechar que en aquella huida repentina había algo raro, además del espíritu aventurero que pretextábamos. Nos preguntaron si andábamos metidos en negocios de drogas, si estábamos relacionados con gente peligrosa, si pensábamos seguir así toda la vida, si no íbamos a seguir estudiando, etcétera, etcétera, etcétera. Ya no resultaba reconfortante llamar a casa para preguntar por la familia, por el pulso del mundo allá donde el mundo continuaba de la misma manera; ahora había que aguantar regaños, puteadas, súplicas o llantos, todo para que los señoritos de la casa volvieran sanos y salvos. Entonces, de repente, como si todas las recriminaciones familiares hubieran surtido el efecto deseado, el mundo se convirtió en un país extranjero donde ya no había necesidad de huir ni de volver a casa. Y decidimos volver, aunque no fuera tampoco eso lo que quisiéramos hacer. Lo que pasó es que nos entró un bajón de primera, un bajón moral al fin y al cabo, y empezamos a sentir que nuestras aventuras llegaban a sus últimos días. 

Ahora los cuatro nos dedicamos a actividades más o menos sensatas. Uno de nosotros a la publicidad en la capital. Otro se casó con una jovencita mucho menor que él y se fue a vivir con ella a un pueblo remoto en el oriente del país, en donde, al parecer, se dedica a la docencia. Del tercero sabemos que un día se fue a estudiar a Chile o a España o a México, no sabemos adónde, y perdimos la comunicación con él. El cuarto y último de nosotros terminó siendo, contra todos los pronósticos, profesor en la universidad. Yo, como ven, soy uno de ellos o quizá los cuatro, pero antes que uno de ellos soy la conciencia de ellos cuatro, quizá el odradek de ellos cuatro. Me dedico a escribir desde el día en que decidí contar esta historia por primera vez, aunque entonces era un odradekscritor inexperto y sólo lo hacía por un impulso vital, sin saber nada del dominio técnico y de muchas otras cosas. Por eso le envié mi manuscrito a Rodríguez, para que él lo revisara, lo ordenara y lo publicara en el caso de resultarle interesante. Y ya ven, he aquí la historia que un día decidí primero contarme a mí mismo para no olvidar y que después creí necesario publicar. Me dedico entonces a escribir, una actividad no menos insensata que secuestrar personas, pero por la que al menos no tengo que huir de nadie, sino al contrario, me permite perseguir a los seres humanos y sus fantasmas, como durante el tiempo en que escribí nuestra historia, siguiendo hacia atrás el rastro de nuestras vidas pasadas y siguiendo además el hilo de mis propios recuerdos. 

Ésta es nuestra historia, mi versión particular de una historia compartida. He dicho todo lo que debía decir. Iba a decirles más acerca de quién soy y para qué escribo, pero creo que no será necesario; ya deben ustedes, lectores inteligentísimos, sospecharlo. Y la verdad es que no importa quién soy. Importa quizá que conozcan esta historia hereje de nosotros cuatro. Si alguien más podría desmentirme, ese sería alguno de nosotros cuatro o el tiempo que acaba por desmentirlo o confirmarlo todo, como esos vientos fuertes que en un momento dado descubren para nuestro regocijo algún vestigio, algún instante de un pasado remoto y desconocido. Pero no creo que mis amigos herejes quieran volver al pasado de la misma forma que yo, es decir reviviéndolo, sintiéndolo, siendo una vez más parte de él; y el tiempo tampoco tiene mejores recuerdos que los míos; nadie ni nada han estado tan cerca de esta historia como lo he estado yo durante todo este tiempo. Así que doy por descontado que éste es, ahora sí, su punto final. Adiós.

San Pedro Sula, marzo de 2008



de Ficción hereje para lectores castos (mimalapalabra editores, 2009)


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(San Luis, Santa Bárbara, 1980) Estudió Letras en la UNAH-VS. Es miembro fundador de mimalapalabra y editor del blog www.mimalapalabra.com. Durante 2007 y 2008 coeditó la sección literaria del mismo nombre en diario La Prensa. En 2011 fundó la revista cultural Tercer Mundo. Ha publicado los libros de poesía Morir todavía (Letra Negra, Guatemala, 2005), Las horas bajas (SCAD, Tegucigalpa, 2007) y la antología personal Melancolía inútil (mimalapalabra, San Pedro Sula, 2012); la novela Ficción hereje para lectores castos (mimalapalabra editores, 2009) y una colección de artículos y reseñas literarias bajo el título Café y Literatura (mimalapalabra editores, 2012). Con Las horas bajas ganó en 2006 el Premio Hispanoamericano de los Juegos Florales de Quetzaltenango, Guatemala. En 2008 fue uno de los ganadores del certamen de poesía La voz + Joven, de Madrid. Poemas y cuentos suyos han aparecido en diarios y revistas de España. Fue columnista del diario Hoy de Guatemala entre 2008 y 2009. Residió en España entre 2007 y 2010. Antologado en Entre el parnaso y la maison. muestra de la nueva narrativa sampedrana (Editorial Nagg y Nell, 2011). Actualmente ejerce la docencia en la UNAH-VS. 

martes, 25 de septiembre de 2012

Insomnia. Jessica Sánchez



Emil Schildt


Insomnia

Algunas noches me levanto de la cama con una extraña ansiedad, un profundo dolor que comienza en el hombro izquierdo extendiéndose hacia el brazo y la mano, llegando a apoderarse de todo mi costado. A veces el dolor es tan grande que me deja inmovilizada y me es imposible caminar erguida al día siguiente. Es evidente que tengo problemas con el lado izquierdo.

A pesar de que me han practicado casi todos los exámenes posibles, de una manera minuciosa, estos no me aclaran nada, aparentemente soy una mujer sana y muy hipocondríaca. Eso hace que los doctores me miren de forma sospechosa e incrédula cada vez que les doy los detalles de la enfermedad que me devasta el alma:

No tiene nada, señora, lo suyo es estrés, agotamiento emocional.

Es una mujer muy preocupada, ande, descanse y tómese un tiempo de relax que ya verá que le va bien.

—Señora, necesita unas ampollas de vitamina B12 para que su cuerpo le responda, así revitaliza su sistema nervioso.

¿No será que tiene muchos problemas? Mire, esta vida no es de preocuparse tanto, las cosas no son tan terribles. La vida pasa y las cosas quedan.

—Lo suyo es maña, no tiene nada. Váyase a su casa y busque en qué ocuparse, esa es la mejor terapia.

Sentada como autómata en un extremo del sillón, no siento que las afirmaciones me reconfortan. Al contrario: una mano invisible me aprieta el corazón y lucho por no gritar; por no salir corriendo para desnudarme en medio de la calle a llorar de cansancio. Entonces entiendo que mi mal es mucho peor, un hálito invisible, un ilusionista que solo deja ver lo que quiere a los extraños, sin compartir jamás el secreto de su magia. Miro a los médicos desde el rincón del odio y me repliego, abriéndome paso en el infinito mundo de posibilidades entrañables, pócimas y remedios de la infancia. Mi mente pasea en otra parte.

Paso lista a los remedios caseros:

√ Infusiones de valeriana y tilo
√ El vaso de leche antes de acostarse
√ El ejercicio físico para caer rendida
√ Procurar un ambiente pacífico y relajado
√ La meditación
√ Evitar las emociones fuertes, los sobresaltos o los enojos imprudentes
√ Las pastillas (no vaya a ser una cuestión hormonal)
√ No tomar ninguna sustancia estimulante durante el día y mucho menos antes de acostarse (entiéndase café, chocolate, chiles o dulces)
√ Evitar las preocupaciones (qué cosa tan absurda ¿alguien puede?)

Entiendo que el insomnio puede llegar a ser una vocación solitaria. Llego a mi casa y oigo la mitad de lo que mi marido me dice. Él, a cambio, me escucha también solo la mitad. Mi hija hace un escrutinio exhaustivo en mi cara, buscando borrar con sus manos las huellas de la falta de sueño, luego se baja de mis piernas y preocupada me hace dibujos de familias felices para que yo pueda reírme también. Y sonrío, mientras hojeo un papel, una revista, cualquier cosa que me aparte de su carita feliz e iluminada para no sentirme culpable cuando le digo que las niñas tienen que dormir temprano, como sus mamás.

Las noches se acercan besándome la cara. Siento frío. Los colores que se van dibujando son más oscuros, pasan de una tonalidad azul poco profundo a un azul marino y después azabache, casi negro.

Me pregunto si las respuestas del infinito se encuentran en ese inmenso espacio azul. Recuerdo viejas historias de brujas, fantasmas o aparecidos y solo puedo decir que en mi larga lista de noches recorridas no me he topado con ningún ser espectral que aparezca a la vuelta de los cuartos para tenderme la mano. Ni voces ni murmullos. Únicamente el silencio. Y este dolor atroz que no me deja llorar. Me envuelve y no me siento. Solo soy un corazón izquierdo, un dolor izquierdo, un brazo atrofiado. A veces creo que éste me marca, que atraviesa mis sentidos y se instala como una gran cicatriz sobre mi mejilla izquierda y es inconfundible. La marca del insomnio. Recuerdo cada cosa que me duele para convocar el llanto y hay ocasiones en que éste demora en aparecer. A veces acude pronto y solícito, como anhelante. He notado que conforme pasan los años las lágrimas se van haciendo más ardientes y menos copiosas. Más difíciles de encontrar.

Cuando vivía con mi madre me entretenía pasando la noche frente al televisor, ella se levantaba convocada por la claridad reflejada de la pantalla.

—Apagá esa luz, que no me deja dormir.

—Ya voy madre, ya voy.

La cuestión es que la apago y sigue prendida. Me ilumina por dentro, permanentemente.

Ahora no veo más televisión. Escribo. Las lágrimas caen sobre el papel que desdibuja las palabras por completo y sé que mañana me convertiré en mi peor crítica y borraré de un tajo todo lo impreso o lo tiraré en la basura. ¿De qué sirve? ¿Para qué escribir sobre la locura, la muerte, el insomnio? Nadie quiere leer eso, nadie quiere complicarse la vida con las manías de otros; particularmente si ese otro es una mujer con rasgos claramente histéricos y por demás hipocondríacos.

El ilusionista que vive dentro de mí se ríe y yo me carcajeo con él, me oprime el corazón pero no importa, igual me río de la futilidad de mis esfuerzos. Sé que vive en el borde de mi cama y de mis recuerdos. Por un brevísimo instante me siento su cómplice y me veo como en el espejo, él dormido y yo recorriendo los rincones prohibidos de los sueños, buscando, eternamente despierta.

Un baño de agua tibia y saltar medio dormida a recorrer de nuevo la programación de la tele. Busco frenéticamente las pastillas azules para dormir y las encuentro en algún rincón de la cocina. Tomo una, lo suficiente como para entrar en la inconsciencia y no andar como zombie al día siguiente. No son recomendables, dicen los doctores, son adictivas. Una cosa más a la lista, pienso yo.

De día pruebo con el grupo de autoayuda. No me funciona porque duermo y tengo pesadillas, un lago profundo, un bosque donde estoy perdida y sola, gente en pedazos, un bebé gigante que llora y me abruma. Me obligan a contar la historia y repasarla una y otra vez.

Recuerdo a mi madre y sus constantes sobresaltos: —Que viene ese hombre y me va a sacar a la calle desnuda, me agarra dormida y me mata, por dios que me mata, hay que dejar encendida una luz para ver a qué hora viene; y dormite con la ropa puesta porque a la hora que nos levante estaremos listas.

Y así era, mi padre llegaba a buscar al amante imaginario que ella convocaba en sus horas de soledad, debajo de las camas, en los cuartos y en el baño. No lo encontraba porque casi siempre estaba en estado de levitación suspendido en el techo, mirándonos de reojo. Papá se enfurecía y buscaba un cuchillo para obligar a mi madre a decir la verdad y ella le sonreía con desprecio mientras el amante imaginario se colocaba detrás de ella, divertido.

Después era nuestro turno: blandía el cuchillo mientras mi hermana y yo lo mirábamos. No decíamos nada, chillábamos hasta ponernos afónicas. —Para que aprendan —decía él—, para que no piensen que me pueden engañar.

Luego, cuando nos abandonó (mi padre), la paranoia se instaló cómoda y sutilmente entre nuestros ojos: los ladrones, la gente que anda por ahí, las cosas que se roban. —¿No te diste cuenta la otra vez que se le metieron a Doña Chana? Y después unos ruidos en el zinc de la casa, aquí también quisieron meterse, si no hubiera sido porque hice aquellos ruidos, aquí de sobra nos matan y nadie se entera.

— ¡Cállense!, dejen de reírse, ¿quieren que nos encuentren? Esas cosas pasan en el momento menos pensado, una espera toda una vida y ¡zas! lo que no pasa en toda una vida pasa en un momento, como la vez que te metiste una espina en el pie, ¿te acuerdas? que estabas diciéndome que nunca se te había metido una y cuando te dije ¿qué pasó? Ahhhh, pero no hacen caso...

—Apagá esa luz.

—No puedo, madre, está prendida en mis párpados.

Llevo un diario como terapia y descubro que eso me ayuda, me vacía un poco. Escribo, escribo, escribo. El ilusionista se va, pero regresa y me observa. Escribo sobre mi abuela prendiendo las luces a medianoche porque había visto otras luces sospechosas verdes y amarillas en los rincones de la casa. Destellos fosforescentes que llamaban su atención y no la dejaban dormir, acompañadas por los cantos de los gallos, que no es por nada que cantan a medianoche -un ánima en pena o una botija sin encontrar—, dinero maldito al fin de cuentas.

Escribo sobre mi abuela comprando zapatos de suelas especiales para levantarse de madrugada sin hacer ruido y no despertar a nadie; haciendo sus rondas nocturnas y sentándose en la silla mecedora a leer revistas viejas. Recordando a su hermano, el ser que más amó en esta vida. Ella, que estaba incapacitada para amar.

También escribo sobre mi otra abuela —la madre de nuestro padre psicópata—, despertando y tocando a la puerta del cuarto donde dormíamos con mis hermanas cuando llegábamos de vacaciones. Mirándonos amorosamente mientras extraía cuidadosamente una piedra lumbre de sus bolsillos y la pasaba por nuestro cuerpo musitando oraciones, haciéndonos una limpia para sobrevivir en el infierno y una cruz de saliva para que siempre la lleváramos presente. Ella, con sus trenzas blancas y su piel cuarteada como papel de pergamino viejo, pensaba en nosotras.

Termino las últimas palabras y el dolor que desaparece por completo. Por unos instantes, tan solo por unos momentos, porque mis abuelas no están y Mamá Rosa con su piedra lumbre no podrá convocar el sueño.

—Apagá la luz.

—No es necesario, ella sola se apaga.

El contorsionista se ha marchado esta vez y mi corazón descansa. Respiro mientras el diario resbala por mis dedos. Mañana tendré que contarlo en mi grupo de autoayuda.

Infinito cercano (2010)

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(Lima, Perú, 1974) Nacionalidad hondureña/ peruana. Licenciada en Letras, con una maestría en Estudios de Género. Ha trabajado con organizaciones de mujeres y ha realizado investigaciones para organismos internacionales como la OIT y el BID.
Medalla de plata en los Juegos Florales de Santa Rosa de Copán, 2002. Es miembro de la Red de escritoras latinoamericanas. Ha trabajado en producción y distribución de la revista Letras de la UNAH- VS, (1995-2001). Coordinadora del Consejo Editorial “Capiro” (2000-2002). Diseño y montaje de la campaña radial sobre Derechos Humanos de las Mujeres en Honduras (1996-1999). Tiene algunos trabajos publicados en: Antología de poemas. Mujeres poetas en el país de las nubes. México D.F. (2001-2003). Coproductora de La llorona: Agenda de mujeres hondureñas (1995). Ha publicado trabajos en Ciencias Sociales. Compiló la Antología de cuentistas hondureñas (Letra Negra, 2005). Publicó el libro de relatos Infinito cercano (Letra negra, 2010). Ha sido incluida en las siguientes antologías: Entre el parnaso y la maison. Muestra de la nueva narrativa sampedrana. (Editorial Nagg y Nell, 2011) y en Cuarta dimensión de la tarde. Antología de poetas hondureños y cubanos, poetas de Holguín (Cuba) y San Pedro Sula (Honduras), (Editorial Nagg y Nell, 2011). 

Reseña de Gustavo Campos sobre el libro Infinito cercano (2010)

Para leer más sobre la autora: Disentimientos

viernes, 21 de septiembre de 2012

Una visita. Felipe Rivera Burgos


Foto: Mario Giacomelli

Una visita


A la casa de Shariff llegaron cuatro hombres vestidos de negro. Una vez en su puerta se presentaron como hombres del Imperio que habían jurado lealtad al Rey. “Yo soy Abiatar” dijo el primero. “Yo soy ElizamKader” dijo el segundo. “Yo soy AjRamá” dijo el tercero. Pero el último no dijo nada.

Shariff los entró en su humilde vivienda y les acercó las viandas que él había preparado para su familia. “Tomaré estos dátiles”, dijo Abiatar, “porque en ellos has puesto la esperanza, en una fortuna que no mereces”. “Tomaré el asado de cordero”, dijo Elizam, “porque en balde has puesto tu esperanza en la sangre”. “Tomaré la garrafa de vino”, dijo AjRamá, “porque tu deleite ha llegado a su fin”. Pero el último no quiso nada.

Después, cuando hubieron comido y bebido, Shariff, con humildad y terror, inquirió el motivo de tan sublime visita. “Vengo por el cerdo que escondes en el baño”, dijo Abiatar, e inmediatamente lo sacó y lo ató y se marchó por donde vino.

“Vengo por tu hijo”, dijo ElizamKader, “porque ha llegado su hora de combatir en el ejército del Rey”; y se paró en el umbral hasta que el muchacho, delgado y pálido, salió de una habitación cargando un hato de ropa. El muchacho marchaba un metro detrás del hombre, que desapareció por donde vino.  
“Vengo por tu mujer”, dijo AjRamá, “porque es necesario que esté en el séquito de las tejedoras”, y Shariff vio marchar a su mujer, descalza y con la inconfundible mirada de la locura, detrás del hombre que desapareció por donde vino.

“Y tú”, dijo Shariff al borde de las lágrimas, “¿por qué vienes? De no ser mi pobre humanidad, ya no me queda nada que puedas llevarte”. Pero el último hombre no le contestó, y se refugió tras el biombo, y ahí está todavía, en la sombra más negra de la habitación.

Para callar los perros (2004).


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Felipe Rivera Burgos
Tela, Atlántida, Honduras, 1968. Licenciado en Literatura por la Universidad Nacional Autónoma de Honduras. Miembro de número de la Real Academia de la Lengua Hondureña.
Productor y Editor de textos educativos y culturales.
Obra: Para callar los perros (cuentos, 2004), 
Ese verde esplendor (poesía, 2006). 

viernes, 23 de marzo de 2012

RING O esto no es una parábola, ¿o sí?


Ilustración: David Soto


RING O esto no es una parábola, ¿o sí?
Darío Cálix
(San Pedro Sula, 1988)
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En el cuarto oscuro hay un hombre, también hay muchas cucarachas y algunas ratas, pero sobre todo hay un hombre. El hombre, cuyo nombre dejó de importar hace mucho tiempo, es ciego y sordo. El hombre cieguisordo permanece sentado en un sillón viejo, quizás tan viejo como él, que está situado justo en medio del cuarto. El sillón es ahora de un color que recuerda a la mierda, pero en algún momento debió de ser amarillo o anaranjado u ocre… Es mierda el hombre sentado ahí, no tiene pelo, tiene tan arrugada la cara y en ella una barba gris enmarañada, por dios qué apesta, ¿hace cuánto no se baña…?
Al lado del sillón en el que permanece sentado el hombre hay una mesita. Lo único que hay encima de la mesita es un teléfono, de esos antiguos de campana. El hombre tiene su mano izquierda sobre el manófono del teléfo no fo no fon off…
RRRRRrriiing: El hombre contesta:
“Lo siento. Soy sordo”.
Y cuelga.
Quien mira al hombre ahí podría llegar a pensar que no se ha movido de ese lugar, de esa posición, en años, en siglos. Parece que este hombre no se levanta de ahí ni para cagaRRRRRRRRRRRRIIING: el hombre contesta:
“Lo siento. Soy sordo.”
Y cuelga.
La mano se queda ahí, sobre el teléfono. Siempre. La cara del hombre es la cara de un hombre muerto hasta que de pronto las vibraciones son percibidas por su mano huesuda y suben vía corrientes eléctricas hasta su cerebro y en sus agrietados labios casi que se puede llegar a notar una muy pero muy ligera sonRRRRRRiiing: el hombre contesta:
“Lo siento. Soy sordo.”
Y cuelga.
La mano de nuevo sobre el teléfono. La cara de nuevo es muerta. Quién llama al teléfono del hombre y/o por qué lo hace son el tipo de preguntas que nadie con el mínimo de corazón y alma debería de llegar a hacerse porque RRRRING: el hombre contesta:
“Lo siento. Soy sordo.”
Y cuelga.
Lo único cierto aquí es que lleva haciéndolo por mucho tiempo. Quizás más del que cualquier de nosotros pueda llegar a imaginar. Ésta es la vida de este hombre. Ésta ha sido su inquebrantable rutina hasta que se abre la puerta. En el cuarto oscuro hay una puerta, naturalmente, y se está abriendo. La puerta, que probablemente no ha sido abierta en mucho tiempo, rechina que es un espanto. Pero el hombre es sordo, ¿lo recuerdan?, así que no se inmuta hasta que de pronto alguien, debe ser otro hombre, da un paso dentro del cuarto. El suelo del cuarto es de madera y el hombre sabe distinguir la vibración que produce una hormiga de la de una pulga, ha estado sentado ahí tanto tiempo en silencio y a oscuras… En el silencio y la oscuridad más definitiva.
El hombre ha sentido el paso en el suelo de su cuarto y ahora su cara, antes muerta, resucita de horror. Se ha retorcido todo contra su sillón, como tratando de hundirse en él, fundirse, esconderse, camuflarse… La mano ya no está sobre el teléfono, ahora hace con la otra un esfuerzo ridículo por silenciar un grito que de todas formas ha nacido mudo…
Un hombre, indudablemente otro hombre, ha entrado al cuarto y entonces dice, de manera trémula:
“Soy ciego. ¿Hay alguien ahí?”
RING.


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Darío Cálix
(San Pedro Sula, Cortés, 1988) Estudia la Carrera de Letras en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras en el Valle de Sula (UNAH-VS). Su obra ha aparecido en las siguientes antologías: Sociedad Anónima (Paíspoesible, 2007); Entre el parnaso y la maison. Muestra de la nueva narrativa de San Pedro Sula (Editorial Nagg y Nell, 2011); Cuarta dimensión de la tarde. Antología de poetas cubanos y hondureños (coedición Nagg y Nell y Ediciones La luz, 2011). Publicó la novela Poff (La hermandad de la uva, 2011) Colabora en la revista Tercer Mundo (2011). Miembro del grupo literario “La hermandad de la uva”. También fue uno de los fundadores del movimiento literario Poetas del Grado Cero.

El cuento apareció en el primer y único número de la Revista Tercer Mundo con un tiraje no mayor a los 20 ejemplares.