Música del desierto
Uno de
ellos estaba enfermo desde hacía ocho días y pasaba echado en el piso del
refugio, los ojos cansados y enormes cubiertos de una película lechosa. Los
demás caminaban frente a él, alegres, vivaces y llenos de energía, y era como
estar dos veces encerrado, por el alambre de malla del refugio y por las patas
que tijereaban sin cesar frente a él. Su pelo era de un naranja encendido y
tenía grandes orejas que siempre estaban erguidas como antenas. Desde que lo
había traído a la casa, Ramos se encariñó con él más que con los otros tres.
Antes ya le había pasado eso, no tenía nada de raro. Tampoco era inusual que
Ramos se preguntara si los demás se ponían celosos. Estaba seguro de que había
desarrollado un instinto especial para reconocer cuál era el más inteligente de
la camada y a ése le daba todo su cariño. Pensaba que los demás no eran lo
bastante avispados para celar a su favorito temporal.
Era un perro hermoso, a pesar de estar flaco y tristón. Ramos se había
quebrado la cabeza tratando de averiguar qué le pasaba y había ido tres veces
esa semana a San Lorenzo en contra de su costumbre de no ir más de dos para
comprar remedios en las tiendas agropecuarias. Las medicinas que compró
funcionaron brevemente y Ramos se alegró casi tanto como él, que saltó a su
alrededor y comió con ganas durante un solo día. Ramos fue feliz, pero la
felicidad se le fue rápidamente. Al día siguiente el perro estaba enfermo de
nuevo.
El segundo domingo de junio, Ramos se levantó como siempre a las cinco
de la mañana, se bañó en el patio con el agua del pozo sin temor de ser visto
porque la casa más cercana estaba a tres kilómetros, se vistió, hirvió la carne
para la comida de ellos, se sentó un rato en el porche y a las seis y media
salió con la olla para alimentarlos. Cocinaba toda la carne desde que la traía
de San Lorenzo y la recalentaba dos veces al día, por la mañana y antes de irse
a acostar. En la casa no había refrigeradora, pero de todas formas Ramos no la
habría usado porque no tenía electricidad. Miró el cielo. Sólo unas cuantas
nubes pegadas a las montañas, muy lejos. No llovía una gota desde hacía dos
meses. A las nueve de seguro la temperatura iba a subir a treinta y tres grados
y para asegurarse de que así sería, vería el termómetro de la sala a esa hora.
Hoy no tendría que ir a la fábrica y eso le gustaba; era una molestia menos.
Podría quedarse en la casa, cuidarlos y esperar. No iría a ningún lado porque
tenía todo lo que necesitaba para él y ellos. Quería ver el atardecer y sentir
la brisa en la cara, mientras tomaba ron y café y masticaba pedazos de carne
salada. Le gustaba el lugar que había escogido para vivir porque le recordaba
las postales de la Tierra Santa
que había visto treinta años antes, a mediados de los sesenta, en casa de su
abuela en San Pedro, y luego los paisajes africanos que ya no necesitó ver en
estampas porque estuvo en África, caminó sobre la tierra quemada, bajo el cielo
parecido a un enorme incendio. Por eso había venido al sur, sin que le
importaran el calor ni la sequía. Le agradaban los árboles solitarios que
miraba en el sur, retorcidos como si les doliera algo.
No se acordaba bien de cómo era San Pedro. Era un sitio lejano en el que
había vivido casi hasta los veinte años y que había dejado atrás, sin remordimientos,
cuando su abuela murió de un fallo respiratorio. Ella le dejó dos casas y un
pequeño negocio en el que Ramos jamás se había interesado. Por suerte, su
abuela era una mujer comprensiva que lo quería mucho y le dijo que podía hacer
lo que quisiera con sus propiedades cuando ella ya no existiera. Ramos no
estaba seguro de que la hubiera querido alguna vez, o quizá sí le tuvo cariño,
pero fue un cariño fugaz. Lo vendió todo, metió casi todo el dinero en el banco
y se embarcó, anduvo por medio mundo, se acostó con holandesas y africanas y
ganó suficiente dinero para vivir tranquilo porque a los dieciocho ya lo había sorprendido
el gusto que le estaba tomando a la soledad. Después de una docena de años de
recorrer puertos, se dio cuenta de que nunca se había detenido lo suficiente en
ningún lugar y decidió que gastaría una parte de lo que tenía en un viaje por
África y el Medio Oriente. La soledad lo había sorprendido de nuevo en cada
lugar donde ponía los pies. Estuvo en Jerusalén y miró su cielo claro y brillante
y no le importó mucho. Ahora estaba de regreso en el sitio que había comparado
desde su infancia con las áridas tierras orientales y se dio cuenta un día
cualquiera, cuando ya llevaba meses de vivir solo en la casa ruinosa que le
compró a un viejo casi moribundo, de que donde en realidad había deseado estar
siempre era en un sitio parecido a Jerusalén y no en Jerusalén. Era un
pensamiento tonto, pero tenía el derecho de pensar lo que le diera la gana. Por
eso vivía solo, lejos de sus recuerdos, para fantasear sin problemas.
Los tres olieron la carne y salieron del refugio desde antes de las
seis. Cuando Ramos salió de la casa con la paila llena de carne, lo rodearon
dando saltos y él los insultó cariñosamente, alzando la paila para que no se la
arrancaran de la mano de un cabezazo, dándoles palmadas en la cabeza y
llamándolos por sus nombres: Tor y Abayo para los machos, Mouche para la única
hembra. Los nombres de los machos pertenecían a un compañero de navío y a un
taxista sudanés que le sirvió de guía en Marruecos y que le recomendó a un
primo suyo, también taxista, por si iba a Egipto; el de la hembra era el de una
puta que conoció en el Senegal. Cuando el taxista le dijo su nombre, Ramos oyó Abayo y le pidió al taxista que
escribiera su nombre en la primera página de su guía turística. El africano
escribió Adébayo, pero a Ramos se le
hizo demasiado complejo y se quedó con Abayo. Mouche resultó fácil porque la
puta le dio su “tarjeta”: un pedazo de cartulina rosada con su nombre en tinta
dorada encima del dibujo de una gata. Le daba risa pensar lo que dirían sus
amigos si supieran que les había puesto sus nombres a tres perros. Consideraba
que todos tenían características que los hacían únicos y le agradaba que
hicieran cosas inesperadas de las que él solía reírse a carcajadas. Pocas
semanas antes, uno de ellos lo había empujado con el hocico y cuando él se dio
vuelta para tocarle la cabeza, otro agarró la paila con los dientes y se la
llevó al refugio. El ladrón dejó caer los pedazos de carne en el camino, uno de
sus compañeros se detuvo para recogerlos y el otro lo siguió hasta el refugio
para disputarse la paila casi vacía. Ramos persiguió al ladrón, aunque sabía
que era inútil. Era como si los perros formaran una pequeña sociedad de la que
Ramos no se sentía excluido. Nunca se enojaba con ellos y todo lo que hacían le
parecía gracioso. Ramos repartió la carne en la bandeja de madera que había
tallado en un tronco de roble. La limpiaba cada noche con un cepillo de metal.
El cuarto se quedó echado en el fondo del refugio de alambre y techo de
tejas. Era un sitio espacioso en el que el aire circulaba sin dificultad. Las
raras veces que llovía, los perros no dormían en el refugio, sino en el porche
de la casa, encima de alfombras que Ramos limpiaba y desinfectaba cada tres
semanas. Ramos había fabricado diez camas en el refugio, seis de ellas en el
piso y cuatro adosadas a la única pared de madera. Les hizo un eje con un
bolillo de madera y en cada esquina tenían un gancho. Desde el gancho partía
una cadenilla fuerte de acero que se sostenía de otro gancho atornillado a la
pared. Las había hecho así para cuando necesitara tener más espacio en el
refugio, aunque en realidad lo que le gustaba era hacer algo, fabricar cosas.
Sólo Tor aprendió a trepar en las camas empotradas en la pared del refugio; los
otros permanecían echados en el piso de madera y veían desde ahí a Tor tendido
como un rey a un metro del suelo. Ramos estaba resignado a pensar que hacía
esas cosas por soledad, cuidaba perros porque estaba solo, construía refugios
para ellos porque estaba solo. En más de una ocasión había gritado dentro de la
casa “¡estoy solo, estoy solo, estoy solo!” hasta quedar ronco. Terminó de
repartir la carne, asediado por los tres perros, y miró al enfermo. Le disgustaba
saber que uno de ellos no estuviera feliz, pero eso no le impedía disfrutar de
las travesuras de los otros. El más insistente era Tor, un pastor alemán de
cinco años con el que Ramos había comenzado la camada. Luego vino Mouche y
después Abayo, que era hijo de Tor y Mouche. Poco a poco había formado su
grupo. Otros dos hijos de Tor y Mouche murieron antes de que naciera Abayo y
tres más después de él. En los seis años que tenía de vivir en la casa vieja
había traído a tres perros que encontró en la calle. Dos de ellos se murieron de
vejez y el tercero desapareció cualquier día. Al menos fue capaz de saber qué
causó la muerte de esos siete perros. Quizá no era un consuelo saberlo, pero
era peor estar en la incertidumbre y no conocer el mal del que se estaba
muriendo el enfermo. No le gustaba decir que sus animales eran parte de una
jauría ni llamar perrera al sitio donde dormían; prefería llamarlo refugio.
Se limpió las manos con el agua y el jabón que tenía siempre preparados
sobre una sección de tronco junto a la puerta del refugio, se las secó en un
trapo limpio que colgaba de un gancho de metal y entró para ver al enfermo. No
le había puesto nombre todavía. Lo había encontrado, sucio y hambriento, en un
callejón de Langue, la lengua colgándole casi hasta el suelo, el lomo pegado a
la pared de una cantina, huyendo del sol feroz bajo la delgada línea de sombra
del alerón. Ese día, Ramos salió a comprar repuestos para su jeep, ron, café,
carne enlatada y galletas para él y, para los perros, arroz, costilla y
desperdicios de carne de vaca que los carniceros le vendían por casi nada. Los
dos se vieron un rato y Ramos supo que tenía que llevárselo a la casa. Siempre
hacía lo mismo cuando se encontraba con un perro callejero. Lo miraba
atentamente y esperaba que pasara algo. Aguardaba que se le revelara si podía
irse con él. Nunca había pensado que tenerlos en su casa era un privilegio para
ellos y hasta creyó en algún momento que era lo contrario, que posiblemente se
encontrarían mejor en la calle, donde serían libres, que en su casa, donde
estarían sometidos a algo parecido a la disciplina.
—¿Qué tal, cabrón? –Ramos le acarició la cabeza y el perro lo miró. En
los ojos del animal había una tristeza enorme. A Ramos le gustaba insultarlos:
era una forma de mostrar cariño. Recordaba a algunos de sus amigos de
adolescencia a los que insultaba también cariñosamente, pero eso parecía haber
ocurrido hacía siglos.
Hizo las revisiones de rutina. Le buscó señales de picaduras de pulgas y
le levantó las orejas para ver si había animales ocultos en los oídos. Le
revisó las uñas en busca de hongos. Le palpó la panza para detectar algún signo
de dolor, pero no se quejó ni intentó apartarse, sólo emitió gruñidos, replegó
el hocico sobre los dientes y se lamió ruidosamente. Le abrió la boca y miró
adentro. La lengua estaba menos blanquecina que el día anterior, pero eso no
significaba nada para Ramos. Tres días después del comienzo de la enfermedad,
le había lavado el estómago con un remedio muy caro que le habían mandado desde
El Salvador. Aún tenía medio litro. Si sospechaba que uno de ellos se había
envenenado, mezclaba el vomitivo con agua y lo obligaba a tragárselo. Luego se
quedaba junto a él y lo veía descoyuntarse en vómitos y cagadas y terminar
temblando en una esquina como si hubiera visto al diablo. Ramos pasaba
fascinado por la expresividad de sus ojos. Lo mostraban todo, temor, angustia,
felicidad, cólera, y hasta le parecía que sus miradas tenían más significado
que las de los hombres. Una mirada de un perro moribundo era para él como
acercarse realmente al otro mundo, poner un pie ahí y regresar. Alguien habría
podido decir que se trataba de una experiencia mística. Se preguntaba a veces
si era por eso que les daba refugio. Era posible. ¿Qué importaba si así era? Era
una razón tan válida como cualquier otra. Tal vez los ojos de los perros eran
expresivos para Ramos porque no podían hablar. La gente habla demasiado y no
hay tiempo para verles los ojos, sólo para oírlos hablar y hablar.
—¿Qué tenés? –le preguntó. Él no alzó la cabeza; sólo se lamió el hocico
y respiró como si acabara de correr. Estaba echado de lado, los ojos
parpadeando en la gran cabeza anaranjada—. Te vas a morir y ni nombre te he
puesto, pendejo.
Le acarició la cabeza y se sentó para estar más cómodo. Creía que la
compañía era buena para un animal enfermo, pero, claro, no estaba seguro de que
fuera así. Era posible que ellos prefirieran que los dejaran solos. Tal vez,
pensó Ramos, habrían dicho algo así como “dejá de joder” si hubieran podido
hablar. Sólo la gente cree que necesita compañía cuando ya casi le toca
morirse; los animales no parecen preocupados por eso y sus amigos lo adivinan o
lo saben, sienten en sus cuerpos y en su sangre que es hora de largarse y dejar
tranquilo al que está a punto de irse del mundo.
Volteó a ver atrás. Los otros tres estaban sentados frente al refugio,
las orejas erectas, las largas lenguas rojas colgando de los hocicos, las
cabezas locas alzándose para olisquear el aire caliente. Ramos intentó adivinar
cuál sería su intención. ¿Querían entrar para ver al enfermo? ¿Deseaban que el
hombre se fuera de ahí y dejara que su amigo se muriera tranquilo? ¿Esperaban
que él saliera para jugar con ellos? Los miró uno por uno. Tor se echó con la
cabeza entre las patas sin dejar de ver a Ramos. Sus ojos eran menos cariñosos,
por decirlo así, que los de los otros. Tenía de algún modo una cara ruda.
—¿Qué quieren? —les preguntó. No sonrió. Ellos permanecieron inmóviles,
menos Abayo, que hizo un movimiento con la cabeza.
Se levantó y salió del refugio y caminó lentamente. Sin mover el cuerpo,
siguieron con los ojos cada uno de los pasos de Ramos, que se detuvo a dos
metros del refugio. El enfermo no se había movido. Ramos vio las pailas del
agua y comprobó que estaban llenas hasta la cuarta parte. Fue al pozo, seguido
por Abayo, sacó agua y llenó un tambo de plástico, lo llevó al refugio y lo
vació en las pailas. Los tres estaban de nuevo inmóviles frente al refugio. El
enfermo levantaba a veces la cabeza y los miraba. Por alguna razón parecía
interesado en lo que hacían sus compañeros. Ramos los miró.
—¿Y qué quieren que haga, cabrones? —preguntó; lo vieron, se lamieron el
hocico, pararon las orejas—. Ya hice todo lo que pude.
No era del todo cierto. Aún no buscaba a un veterinario. Pero sí había
hecho mucho para que ninguno se enfermara ni fuera atacado por otros animales.
Un anciano le recomendó sembrar alrededor del refugio una planta que asustaba a
las alimañas. No recordaba el nombre de la planta, pero sí estaba seguro de que
funcionaba; lo había visto en la finca del anciano en Choluteca. Se quedó cinco
semanas viviendo en su casa y nunca vio una araña ni una serpiente. “Es la
mejor para este clima infernal”, dijo el viejo, y señaló su tierra limitada por
un cerco apenas visible de pequeñas plantas de hojas de bordes serrados, “y no
hay que cuidarla ni nada; sólo tiene que sembrarla y dejarla ahí y tener
confianza. Ya va a ver que le sirve”. También le fue útil en su tierra: Ramos
tenía años sin haber visto más que dos o tres tarántulas dentro de la casa y
una que otra refugiada entre las piedras cerca del pozo. Si quería ver una
serpiente, tenía que ir más allá de su terreno y no tardaba en hallarlas.
Dedicaba muchas horas a la semana a mantener despejado su terreno. No era difícil
hacerlo porque costaba que ahí crecieran las plantas. Sólo se daban bien los
arbustos, el zacate y ciertos árboles. Era tierra para pastoreo y en más de una
ocasión pensó traer vacas y caballos. Nunca lo hizo; no tenía experiencia de
pastor y estaba casi seguro de que su ganado acabaría muriéndose por descuido o
enfermedad, que en el fondo eran la misma cosa.
Ramos dejó el tambo en su sitio acostumbrado y entró en la casa. Poner
las cosas en el sitio que les había asignado era un rito que respetaba. Vio el
reloj y el termómetro. Eran las ocho y quince y estaban a treinta y cinco
grados. Por la ventana contempló el aire claro, la tierra amarilla o anaranjada
y una franja de cielo azul. Eso le gustaba del sur. No importa el calor que
hiciera, el cielo siempre era una ilimitada bóveda de un azul cegador, casi
irreal, punteado por las nubes que se deslizaban sigilosamente como en un
estereoscopio. Cada dos o tres noches, de ocho a once, los rayos formaban
gigantescos árboles de fuego durante horas, pero no llovía. En la madrugada
terminaba el relampagueo y soplaba una brisa que duraba hasta el amanecer.
Sacó pan, un pedazo de queso y una lata de sardinas, tuvo la lata en la
mano, leyó la etiqueta, decidió no abrirla y la volvió a poner en el armario.
Lo puso todo en un plato, lo tapó con una manta limpia y lo dejó sobre el
armario y no sobre la mesa donde muy pocas veces se sentaba a comer. Esperaba
que le diera hambre más tarde. Arrastró su sillón preferido hacia la ventana
desde donde podría ver el refugio y el camino apenas señalado por una sutil
línea de pequeñas piedras en las orillas. Era como si los camiones y las
carretas hubieran formado el camino a fuerza de moler piedras con las ruedas.
De hecho, parecía que todo se había formado en esa tierra a golpes, reduciendo
las cosas a polvo.
Sólo un perro paseaba sin rumbo por el patio y se detenía para lamer las
pailas de agua; los demás estaban echados y acezando en el refugio. El
termómetro señalaba treinta y siete grados.
Ramos tomó su Biblia y se sentó junto a la ventana. Tenía ocho libros en
la casa y únicamente había leído dos de la primera a la última página: uno
sobre experiencias paranormales y otro, muy grueso, con docenas de enseñanzas
de carpintería, fontanería y electricidad. Era un libro muy útil, de eso estaba
seguro, y ya no recordaba cuántas veces lo leyó, pero en el lugar donde escogió
vivir le servía muy poco, salvo las secciones de carpintería y albañilería.
El libro sobre fantasmas era su favorito. Lo leyó docenas de veces.
Desde que era niño sentía una fascinación especial por los muertos y los
aparecidos y aunque ya tenía cuarenta y siete años, seguía esperando tener
algún día el privilegio de ser visitado por un espectro. En cambio, no hojeaba la Biblia desde que en su
adolescencia la leyó toda, hasta la concordancia y las notas, a veces intrigado
por la voluntad divina y otras incluso excitado por algunas narraciones y
aburrido la mayor parte del tiempo con las largas enumeraciones de familias de
patriarcas. Su abuela solía leerle pasajes en su enorme Biblia de forro de
piel. Ella no se atrevía a escribir una palabra en los márgenes de su Biblia;
creía que eso habría sido un sacrilegio. Era, al fin y al cabo, el libro
escrito por el dedo de Dios. No podría atreverse a mancharlo con vanas palabras
humanas.
Ramos nunca leía la
Biblia, sólo se la ponía en el regazo y la mantenía ahí un
rato, calentándola, y luego la devolvía a la mesa. Era otro ritual. Había
heredado la Biblia
de su abuela cuando murió, pero perdió el libro. No recordaba cómo pasó;
sencillamente un día la tenía y al siguiente no. Compró la que ahora tenía en
el puesto de un librovejero. Era una Biblia sin comentarios, prólogos ni notas.
La compró porque quería sustituir con ella el ejemplar de su abuela. Se lo dijo
a sí mismo cuando levantó el libro en la carpa del vendedor de libros: “Para
que esté en lugar de la otra”. No le gustaba engañarse. Antes de hacer algo que
le parecía importante, se decía primero las razones para hacerlo. Era una forma
de preservar la cordura, o eso creía. Aunque, viéndolo bien, ¿había tenido
alguna vez la oportunidad de perderla? O más bien, ¿alguna vez la había tenido?
Vio la nube de polvo alzándose del camino a unos seis kilómetros y
comprobó la hora. Las nueve. Era puntual. Dijo que estaría ahí a esa hora y así
era. Ramos puso la Biblia
en la mesa y se levantó para ir al frente de la casa. El termómetro seguía a
treinta y siete.
De pie en el porche se arregló la camisa cuadriculada y se peinó con los
dedos. Se tocó la cara. No se afeitaba desde el sábado por la mañana, pero ella
decía que la barba no le quedaba mal. Se abotonó la camisa casi hasta la nuez
de Adán y esperó. Los perros se habían repartido por el patio y estaban
echados, parpadeando bajo el sol. Ramos sólo vio a dos y recorrió con la mirada
el patio y la tierra amarillenta y no vio al que faltaba. Abayo. El más joven.
El enfermo estaba quieto dentro del refugio. Ramos sintió el deseo de ir a
verlo, pero se contuvo; era mejor esperar que ella se fuera. Se llamaba
Fernanda, pero Ramos nunca la había llamado por su nombre. De hecho, cuando
pensaba en ella, su nombre no le pasaba por la mente. En cambio, podía recordar
siempre sin problemas el nombre de otras mujeres a las que conoció, pero olvidaba
fácilmente cómo se llamaba la esposa del dueño de la fábrica en la que
trabajaba desde hacía cinco años.
La camioneta se detuvo frente a la casa y Fernanda se bajó. Traía bolsas
en las manos.
—¿No vas a ayudarme? —le preguntó a Ramos.
Él descendió del porche y fue tomando las tres bolsas de plástico que le
pasó. Ramos supo que era comida; estaba acostumbrado a que le trajera
provisiones. No se las pedía, pero tampoco las rechazaba. Ella se quedó con una
bolsa en la mano derecha, se arregló el pelo detrás de las orejas y cerró la
puerta de la camioneta. Ramos la dejó pasar y la miró pararse cuidadosamente en
cada uno de los tres peldaños. Andaba puesto el vestido floreado que a él le
gustaba. A Ramos le gustó mucho más cuando ella le contó que su marido
despreciaba ese vestido. Tenía piernas demasiado delgadas. Era una de las cosas
de la mujer que a él le parecían insatisfactorias. No la conocía tanto y
esperaba con el tiempo tener más motivos para sentirse insatisfecho.
Pusieron las bolsas en la mesa. Ella volvió a salir y regresó con una
caja que dejó en el piso. Ramos vio la caja y no preguntó nada.
Ella suspiró. Parecía cansada.
—¿Querés tomar algo? —preguntó Ramos.
—No. Ya tomé antes de venir. Ando agua embotellada en el carro —señaló
la caja—. No querés saber qué es esto?
—¿Qué es?
—Un filtro de agua. Para que no te enfermés. Te tomás esa agua de pozo —movía
mucho las manos y sus brazaletes eran como sonajas— y luego te ponés mal.
Ramos asintió.
—Sí, ¿verdad?
Ella lo miró como miraría a un niño.
—Sí.
—No tenés que molestarte. Además, casi no me enfermo.
—¿Quién dice? Te enfermás a cada rato. Ya no estás cipote y acá no tenés
nada. Ni luz ni agua ni nada.
Eso ya lo sabemos los dos —Ramos alzó los hombros—. ¿Para qué lo decís
otra vez?
Ella movió la cabeza y Ramos no dijo nada porque ya conocía ese
movimiento entre desesperado y resignado.
—No sé para qué seguís viniendo acá —dijo Ramos, y recordó que era
exactamente la decimoséptima vez que se lo decía; las llevaba contadas
escrupulosamente— si no te gusta lo que mirás acá cuando venís.
Ella se sentó en una de las dos sillas del comedor y estuvo jugando con
su pelo. Era hermosa pero no demasiado, con una belleza que parecía deberse más
a la lozanía de sus pocos años que a la forma de su cara o de su cuerpo, tenía
veinticinco años, veintidós menos que él, y era delgada, demasiado en realidad
para el gusto de Ramos, que siempre las había preferido rellenas. Pero en los
pocos meses que llevaba con ella aprendió a preferir la delgadez sobre la
gordura y ahora le gustaba mucho que fuera flaca. El vestido le quedaba muy
bien a pesar de sus piernas flacas y ese día se había hecho algo especial que
Ramos era incapaz de determinar. Quizá era el pelo. Probablemente ella seguía
esperando que Ramos detectara esos pequeños cambios en su apariencia y que le
dijera algo sobre ellos, que la felicitara, que le diera un beso en la mejilla
o en la frente. Pero Ramos jamás lo había hecho. Aún no sabía si era un hombre
sentimental.
—Te traje comida —ella señaló las cuatro bolsas de plástico.
—Gracias.
—Ya no tenías nada para comer, ¿verdad?
—Todavía hay algo ahí.
Ella vio por la ventana a los dos perros echados en el patio.
—Pasás más preocupado por esos perros que por vos. Comen mejor.
—Y vos pasás más preocupada por mí que por vos.
—¿O por mi marido?
—Yo no dije eso.
—¿Pero ibas a decirlo?
—No. Ni me pasó por la mente.
—La verdad es que no paso tan preocupada por vos.
Ramos seguía de pie como un soldado.
—¿Por qué no te sentás? Ya no vas
a crecer más.
Ramos se sentó cuidadosamente. Miró por la ventana. Abayo no había
vuelto. El enfermo seguía inmóvil en el piso del refugio.
—¿Estás seguro de que estás bien?
—Sí.
—Ya estás viendo otra vez a esos perros.
—¿No te gustan los perros? —Ramos ya había tenido muchas veces la misma
conversación con Fernanda. Nunca había estado casado, pero sospechaba que esto
que le ocurría era lo más cerca que estaría de la vida marital.
—Sí. Pero me parece raro que les pongás tanta atención.
—No le veo nada raro. Hay gente que se dedica a criar perros. ¿También
esa gente te parece rara?
—Sí, también son raros. Vos y ellos son raros.
El techo comenzó a crujir por el calor. Fernanda alzó los ojos.
—Y cualquier día te cae encima el techo.
—No te preocupés —Ramos se rio suavemente—, hago otra casa. Ya aprendí
cómo hacer una.
—¿De verdad?
—Sí.
—¿Y por qué mejor no te vas a una casa de ver? Ésta ya no sirve. Está
vieja y podrida.
—A mí me gusta.
—No sé por qué te gusta.
—Porque está vieja y podrida. Por eso me gusta. Además así venís acá sin
que nadie te mire.
—Siempre me puede ver alguien —Fernanda sonrió—, no importa que vivás
tan lejos.
Ramos se dio cuenta de que había muchas cosas que no conocía bien aunque
hubiera visitado tres continentes y padecido enfermedades que Fernanda jamás
tendría y visto lugares que ella no vería nunca. Por ejemplo, no conocía el
método o los métodos más seguros para acostarse con la esposa de su jefe ni la
manera de mantener contenta a una mujer a la que le llevaba veinte años. En
realidad ya se había dado cuenta de eso hacía unas semanas y esa idea estaba
siempre de fondo cuando estaba pensando en otras cosas. Era como el coro de una
canción o algo así. Estaba por ejemplo trabajando en la fábrica de ladrillos,
tratando de recordar cuántos sacos de cemento debía pedir, y al fondo algo como
una voz le repetía al oído que tenía que aprender a lidiar con el hecho de que
una muchacha estuviera enamorada de él. Entonces miraba la casa de su jefe.
Como si su jefe lo hubiera planeado todo para hacerlo sufrir aún más, había
mandado a construir su casa en el mismo terreno de la fábrica, separadas por un
alto muro de piedra coronado de alambre de púas. La casa tenía una especie de
torrecilla con cuatro ventanas en los costados, como el campanario de una
iglesia. Eso era lo único que Ramos podía ver desde la fábrica, en medio de los
camiones que entraban y salían, los gritos de los obreros, el polvo de tierra y
de cemento. Entonces acostumbraba pensar algo más: ¿realmente Fernanda estaba
enamorada de él? Y luego más: ¿acaso eso importaba? Ya tenía cuarenta y siete
años, mierda, debía dejar de pensar como un niño. Aunque vivieran en un sitio
como éste, en medio de la nada, ella podría haber elegido a un joven y no a un
tipo que estaba con un pie en la tumba. Así pensaba él a veces, que estaba a
punto de morirse, que cualquier día le daría un infarto y caería redondo en el
piso. No era miedo. De hecho, nunca había pensado en eso antes de conocer a
Fernanda.
—¿Sabés qué miré ahorita que venía para acá? —ella apoyó la barbilla en
la mano, el codo sobre la mesa.
—No sé.
—Vi a aquellos muchachos.
“Aquellos muchachos” eran los trabajadores más jóvenes de su marido.
Formaban un grupo unido por sus hábitos. Bebían cerveza, iban al burdel en
Choluteca, se reunían en las esquinas para gritarles a las muchachas que salían
de los colegios y por alguna misteriosa razón parecían haberle jurado fidelidad
eterna a su jefe. Algunos se drogaban, Ramos los había visto entrar en el baño
de la fábrica de ladrillos y dejar sobre la taza de loza pequeñas bolsas de
plástico en las que quedaban los residuos de alucinógeno. Las abandonaban a la
vista del capataz como si estuvieran desafiándolo, pero Ramos no decía nada. No
era su problema y de todos modos él también se había drogado cuando era apenas
un muchacho. Al menos no le habían causado un problema en el trabajo. Todavía
no. Algunas veces lo trataban como a un niño y otras como a un anciano; cuando
estaban de buen humor, o sea muy raras veces, le decían abuelo, y cuando
estaban de malas ni siquiera le hablaban. Ramos prefería no averiguar los
motivos de aquel desprecio y sólo se habría alarmado si esa forma de dirigirse
a él hubiera cambiado de repente, pero no había sucedido y por eso podía estar
tranquilo. En cambio, al jefe lo trataban bien, le obedecían ciegamente y le
hablaban con un respeto que algunas veces parecía una parodia del que los
soldados muestran por un coronel o algo así. Ramos trató de entender a qué se
debía ese respeto exagerado, pero era incapaz de saberlo. Al principio se
preguntó qué tenía de especial el jefe para tener la simpatía de los muchachos
de la fábrica. No era un tipo llamativo o extrovertido y nada lo hacía distinto
de los demás, era común, incluso podría haberse dicho que era estúpido. Era de
estatura más pequeña que la normal, se vestía con cualquier ropa, con camisas de
botones que le quedaban demasiado grandes o demasiado pequeñas. Esas ideas lo
llevaban a Fernanda. ¿Qué le había visto a ese hombre para casarse con él? Pero
se cuidaba mucho de preguntárselo aunque ardía en ganas de hacerlo e incluso en
un par de ocasiones se había imaginado que le hacía esa pregunta. Cuando
pensaba en ese asunto casi siempre llegaba a la misma conclusión: el jefe se
había ganado a los muchachos y a Fernanda precisamente porque no tenía nada
especial. Pero ¿qué era Ramos? ¿No era un individuo común? Si era así, los
trabajadores tendrían que haberle mostrado simpatía. Que a Ramos no le
interesara ganarse su simpatía era harina de otro costal. De hecho, tenía que
confesarse a sí mismo que los detestaba. Lo que importaba era explicarse el porqué
de la alianza entre el jefe y los muchachos de la fábrica. También se
preguntaba en ocasiones si Fernanda había visto en él a alguien aún más banal
que su marido, pero tal vez le ocurría lo mismo que a ciertas mujeres: se
engañan a sí mismas y a sus amantes diciéndoles que no han conocido a nadie tan
especial como ellos.
Muchas veces, Ramos trató de recordar si en una época él se había
sometido a algo o alguien. Siempre existían superiores, pero ése era otro
cuento. Era necesario obedecer para que las cosas funcionaran. Era un axioma,
una declaración sencilla, algo fácil de seguir. Obedecé y todo irá bien.
—¿Qué te dijeron?
—Lo mismo. Que me iban a cuidar.
—¿No te dijeron que tuvieras cuidado?
—No. Que me van a cuidar. Tampoco dijeron que me cuidara. Sólo eso, que
me van a cuidar.
—¿No dijeron otra cosa?
—No te caen bien, ¿verdad?
—La verdad, no.
—¿Creés que sepan algo?
—Puede ser, o si no, pueden imaginarse cualquier cosa. No tienen nada
que hacer —Ramos hizo una pausa—. Creo que lo mejor es que dejaras de venir
acá. Me gusta que vengás, pero ya sabés que no es buena idea.
—No me venía siguiendo nadie. Di vueltas por la ciudad. Además ellos no
tienen cómo seguirme. Si a vos te gusta que venga, entonces no hay problema.
—El problema va a estar aunque yo piense lo que piense.
—Ellos no van a hacernos nada.
—¿No?
—No. Ni él. No puede.
—¿Por qué no?
Fernanda no contestó. Tenía la mirada perdida. A Ramos no le agradaba
que no le contestara, pero había terminado por acostumbrarse a algunos de sus
caprichos. En todo caso, pensaba que no perdía nada con adaptarse a las vueltas
que daba la imaginación de Fernanda. Tendría que acostumbrarse también a los
caprichos de cualquier otra mujer, pero en el caso de Fernanda no se sentía
obligado a nada.
—¿Estás leyendo la
Biblia? —ella hojeó el libro y leyó en silencio o pareció
leer un par de renglones que halló al azar.
—No —Ramos jamás le había mentido y esperaba no tener que hacerlo nunca.
—¿Y para qué la tenés?
—Porque me recuerda algo.
—¿Qué te recuerda?
—Algo.
—¿Qué?
—Algo.
—¿No podés decirme qué te recuerda?
—Sí puedo, claro que puedo, pero no sé para qué querés saberlo.
Fernanda lo miró fijamente y Ramos adivinó que ella no sabía qué
responderle. Podía haberle dicho que insistía en saberlo para conocerlo mejor,
pero ya adivinaba lo que Ramos contestaría, así que era ridículo insistir.
Estaba claro, sin necesidad de decirlo, que ella estaba allí porque así lo
deseaba y que él no quería decir más que lo necesario. Desde antes de conocer a
Fernanda, a Ramos se le acabó el deseo de hablar de su pasado. Como siempre, él
formuló claramente para sí la razón por la que no hablaba de su vida con
Fernanda: estaba esperando confiar en ella. Se confesó a sí mismo que no le
tenía confianza y para él no había nada peor que desconfiar de alguien a quien
lo unía una relación, aunque esa relación fuera tan frágil como las que había
tenido con todas las mujeres que se habían cruzado en su camino. En otras
ocasiones se habían dicho casi lo mismo y Ramos sabía más o menos lo que Fernanda
contestaría, pero esta vez ella no añadió nada. Ahora el problema era que Ramos
no sabía hacia dónde derivaría su conversación. Estaba tenso.
—Hoy él se quedó en la casa —ella cerró la Biblia. Ramos ya sabía a quién
se refería al decir “él”—. Es raro que quiera quedarse, siempre sale a hacer
cosas. ¿Qué te parece eso?
—Quería descansar de seguro.
—¿No será que tal vez está sospechando algo?
—Yo qué sé. Qué importa. Ya sabíamos que tu marido podía darse cuenta.
Yo te lo dije desde que nos conocimos.
—No fue desde que nos conocimos.
—Bueno —se corrigió Ramos—. Ya sabés qué quiero decir.
Nada le hubiera costado decir “después de haberme acostado con vos la
primera vez”, pero ¿para qué hablar demasiado?
—Es cobarde —dijo Fernanda.
Ramos la miró sin acabar de entender.
—¿Quién?
—Él. Es cobarde.
—¿Por qué?
Ramos estaba realmente interesado en saber por qué el marido de Fernanda
era un cobarde. Jamás le confesaría que le llamaba la atención la vida privada
de su jefe, del tipo al que Fernanda le ponía los cuernos. También conocía
perfectamente la razón de su curiosidad. Quería saberlo porque él le daba
lástima. Era una sensación extraña. No se trataba de que a Ramos le remordiera
la conciencia por hacerle el amor a la mujer de su jefe. Eso jamás le causó problemas.
Tal vez era una señal de inmoralidad, pero no importaba. Ya antes dos mujeres
habían engañado con él a sus maridos y Ramos llegó a la conclusión de que si lo
hacían no era culpa de él ni de ellas, sino de ellos. Era distinto, una especie
de vergüenza por él. De hecho, tuvo ese sentimiento desde que lo conoció cinco
años antes. Le daba vergüenza verlo caminar, hablar, vestirse. Verlo vivir.
Para eso Ramos era incapaz de hallar un motivo. Sabía que su interés dependía
de la pena que le provocaba su jefe, pero no de qué dependía esa pena. Estaba
seguro de que tarde o temprano sabría por qué le causaba ese sentimiento. Era
más joven que él, tenía más dinero que él y estaba casado con una muchacha
hermosa e insoportable que todavía no le daba un hijo. Ramos no envidiaba su
dinero y, para ser sincero consigo mismo, tampoco le envidiaba a su mujer, pero
sí envidiaba su juventud, como se la envidiaba a todos los que eran menores que
él. Era una estupidez, pero no podía evitarlo.
También sabía que a Fernanda le agradaba crear pequeños dramas y no la
culpaba. En ese pueblo no había mucho que hacer y seguramente, cuando ella aún
vivía con su familia, un drama por insignificante que fuera era una garantía de
que se aburrirían menos.
—Porque no quiere tener un hijo.
Ramos estaba sorprendido. Ella jamás había mencionado eso.
—¿Tenés café? —preguntó ella.
—Sí —Ramos se levantó, encendió la estufa y puso a calentar la cafetera.
—Dámelo frío, no te molestés en calentarlo —ella salió y medio minuto
después regresó con fósforos y un paquete de cigarrillos. Se sentó y encendió
uno. Ramos ya estaba sirviendo el café caliente.
—El café frío no sirve para nada —dijo Ramos.
—Me duele la cabeza —Fernanda se masajeó las sienes con las yemas de los
dedos, el cigarrillo colgándole de los labios.
—Tampoco sirve para el dolor de cabeza.
—Tené —ella arrojó sobre la mesa el paquete de cigarrillos y los
fósforos—. Fumate uno.
—Ya sabés que no fumo —Ramos terminó de servir el café y puso la
cafetera de nuevo en la estufa aún caliente. A ella le gustaba verlo moverse
por la casa. Era una de las cosas que más le agradaban de él. Ramos miró el
refugio por la ventana. Lo mismo. Dos echados, la lengua fuera del hocico, los
ojos achinados bajo el sol, esperando, mientras el enfermo seguía echado de
costado en el piso de madera.
—Yo no sé nada de vos —Fernanda agarró la taza y sopló dentro de ella
para enfriar el café. Ramos vio las leves arrugas entre la nariz y sus labios
que se le formaban al soplar y por alguna razón le pareció más hermosa que
nunca antes, o mejor dicho fue en ese instante cuando comenzó a parecerle
verdaderamente hermosa. Fernanda jugó con el paquete, apoyó el índice en una
esquina del paquete y con otro dedo le dio golpecitos para hacerlo girar sobre
la mesa. No parecía que se estuviera quejando. De todas maneras, Ramos no
quería decir nada más. Ella tenía veinticinco años, suficientes para entender
que él deseaba decir sólo lo necesario de sí mismo; nada más.
—Ahora sabés que ya no fumo.
—Ah, eso ya es algo. Yo creía que nunca habías fumado.
—Sí, hace tiempos fumaba —Ramos se sentó.
—¿Dónde fue eso?
—En un montón de lugares. Por ejemplo, en San Pedro.
—¿Viviste ahí?
—Ya te conté.
Era cierto, ésa era una de las cosas que le había contado.
—¿Tenías muchos amigos allá?
—Uno que otro. Los que tiene toda gente.
—No te creo.
—¿Por qué?
—No parecés muy amistoso.
—Puede ser. ¿Y eso no te molesta?
—No. Él tampoco es amistoso —hizo una pausa—. ¿Y nunca te han dado ganas
de fumar otra vez?
—No. Pero ahorita puedo fumarme uno y no volver a fumar jamás.
—¿De verdad? —ella se rio.
—De verdad.
—¿Y por qué dejaste de fumar?
—Sólo quise dejar de fumar y ya.
—¿Así nomás?
—Pues sí, así nomás.
A ella también le gustaba su cara, incluso cuando no se afeitaba. Era un
rostro duro con largas y profundas marcas a los lados de la nariz y la boca.
Tenía anchas entradas en el cabello y su piel era correosa, como si hubiera
estado años bajo el sol y el viento. Todo en él era rudo, casi vulgar, pero a
ella le gustaba y creía que bajo su exterior endurecido había un centro suave y
maleable, como el de un niño. Él sabía lo que ella pensaba de él y no le
importaba demasiado. A veces incluso lo disfrutaba.
—Vaya pues —ella deslizó el paquete hacia él—. Fumate uno.
Ramos sonrió, tomó el paquete y sacó un cigarrillo, se lo puso en la
boca, lo encendió y empezó a fumar, sin dejar de ver a Fernanda. Ella se estiró
en la silla, los pechos erguidos apretados contra la tela de su vestido, los
muslos suaves y al mismo tiempo duros, de piel tan clara como sus pantorrillas.
Ramos se sintió tentado, pero supo soportarlo y sonrió al ver el desaliento en
el rostro de Fernanda. Terminó de fumar y tiró la colilla por la ventana.
—Qué calor hace —dijo ella y se abrió un botón del vestido. Él pudo
verle el comienzo de un pecho—. Ahora fumate otro.
Ramos sacó otro cigarrillo y lo encendió. Estaba empezando a hacer calor
de verdad. El termómetro marcaba treinta y nueve grados y apenas eran las nueve
y media. Se acabó el segundo cigarrillo. Los perros ya se habrían bebido toda
el agua y estarían esperando que les llenara las pailas. Podrían esperar un
poco más.
—Ahora otro. Vaya.
—No, ya no.
—Y entonces ¿qué hacemos?
—Vámonos a la cama —Ramos le apretó un pecho y después el otro y vio
cómo se arqueaba el cuerpo de Fernanda y su vientre se alzaba debajo del
vestido.
Ramos lo
intentó una vez y se dejó caer en la cama junto a Fernanda. Ella tomó una de
sus manos y se la puso en el pecho izquierdo, miró la gran cabeza de perfil de
Ramos y dijo su primer nombre en voz baja. Ramos, por algún motivo, le
agradeció que hiciera eso. Era la segunda vez que le pasaba con Fernanda y
tenía que aceptar que no sabía qué hacer en ese caso. Aunque todas las otras
veces que él había hecho el amor con ella no tuvo problemas y la proporción de dos
contra treinta, o incluso de dos contra mil, no debería preocupar a nadie, al
menos en teoría, el hecho innegable es que sí lo preocupaba. En ese aspecto,
Ramos era asombrosamente vulgar. Un hombre, aparentemente, deja de ser hombre si
no puede penetrar a una mujer y a nadie le sirve la coartada de que esa mujer
sea la esposa de otro. La única reacción de Ramos podía ser el silencio. Ningún
hombre le cuenta a otro que en un par de ocasiones ha sido impotente; eso es
tabú. Sólo las mujeres lo saben y los hombres confían en que ellas no se lo
contarán a nadie, pero es imposible estar seguro de que guardarán el secreto.
En realidad ¿por qué deberían guardarlo? De hecho, una mujer de la que él se
enamoró estúpidamente cuando aún era un muchacho se lo contó todo sobre los
hombres con que había dormido. Si Ramos no recordaba mal, dos de esos hombres
fueron incapaces de hacerle el amor. Aún así, ella guardaba un hermoso recuerdo
de los dos.
Se sentía súbitamente solo. No estaba triste; únicamente solo. Hasta era
posible que se hallara en un estado parecido a la felicidad. Era como si
estuviera cayendo en un pozo lleno de luces hermosas, lenta, infinitamente.
—¿No querés tocarme? —ella puso ambas manos sobre la palma abierta de
Ramos y él sintió el calor del pecho y la dureza del pezón.
—Bien sabés que sí.
—Pues tocame —ella lo besó.
La acarició. Primero los pechos y luego los muslos y cuando parecía que
pondría su mano entre las piernas de Fernanda y le tocaría la vulva, la hizo
subir hasta su pelo y miró sus ojos húmedos. No pudo soportarlo. ¿Por qué no
podía ser hermosa y quedarse en ese punto, intacta, que no la manchara ni el
llanto ni siquiera la felicidad?
El dormitorio de Ramos era la parte más fresca de su casa. Una de las
ventanas daba al norte, sobre la tierra anaranjada y amarilla, hasta los cerros
sin árboles, y por ella entraba la dulce brisa de la tarde y de la noche y, con
suerte, casi siempre en los últimos meses del año, el viento seco y cargado de
electricidad. La casa tenía ventanas grandes sin barrotes, tapadas con tela
metálica que Ramos mantenía limpia desde que remplazó las persianas de madera
que puso el antiguo dueño. En ese momento entró la brisa afilada como un largo
cuchillo transparente y movió las cortinas blancas que él ponía cuando sabía
que Fernanda lo visitaría. A ella le gustaban mucho. No hizo lo que haría otra
mujer: comprar las cortinas y quizá ponerlas ella misma. Sólo miraba la ventana
fijamente cada vez que llegaba a la casa y susurraba, espléndidamente desnuda,
que le hubiera gustado ver ahí unas cortinas de tela suave y blanca, que ese
color y esa suavidad iban bien con el calor y con la tierra anaranjada.
La primera vez que Ramos no pudo hacerle el amor prefirió permanecer en
silencio y esperar. No tenía nada que decirle. Estuvo inmóvil, la vista fija en
las vigas del techo, mucho tiempo, quizá una hora. Aceptó, siempre en silencio,
que se sentía mal. Antes de Fernanda, aquello le había ocurrido dos veces. La
primera fue con una mujer que conoció en una ferretería de Langue el primer año
que vivió en el sur. No la llevó a la vieja casa; ni siquiera necesitó proponer
un sitio donde verse. Parecía que a ella no le interesaba saber dónde vivía y a
él le dio igual. Ella misma propuso encontrarse con él en San Marcos. “Conozco
un lugar allá; te va a gustar, amor”, dijo. Lo llamó así al tercer día de
conocerse. Extrañamente, Ramos se sintió viejo cuando se lo dijo. Quizá se
debió a que ella era casi de su edad; tenía que aceptar que se había sentido
muy bien las pocas veces que una muchacha le había dicho amor.
Entonces sucedió algo extraño: Ramos comenzó a hablar de algo que había
ocurrido en África. Nunca antes había mencionado ese continente y la única
concesión que le había hecho a Fernanda era contarle algunos sucesos inconexos,
separados por largos periodos, de su vida en San Pedro y en Tegucigalpa. No
pudo contenerse y mientras contaba su anécdota africana trataba de no mirar la
cara de Fernanda. Ella le preguntó si a él le había ocurrido aquello y Ramos
respondió rápidamente que no, que lo que le estaba relatando se lo había
contado alguien que había estado en África y había visto con sus propios ojos
lo que le estaba relatando.
—¿Quién te lo contó?
—No importa.
—Ojalá hubieras sido vos el que estuvo ahí.
—Eso no interesa. Lo que interesa es lo que te quiero contar. ¿Querés
que te cuente?
—Vaya pues —ella puso su cabeza en el pecho de Ramos y le acarició el
vello sobre el pecho y la barriga.
—Era una aldea chiquita, quince casas y ya, aunque unas eran de dos
pisos, todas blancas, casi te quedás ciego al ver las paredes debajo del sol.
Acá es una gran ciudad si lo comparás con aquello. Allá es puro polvo y
montañas de arena y piedras y para hallar agua hay que hacer un pozo bien hondo
o esperar que caiga lluvia, pero el problema es que en Marruecos es fregado que
llueva. De noche hace un frío horrible cuando te metés en el desierto y en el
día aquel calor. La gente sale y se toma un té en el patio. Eso les gusta,
tomar té y sentarse en el patio debajo de unas grandes lonas de colores puestas
encima de palos. Entonces empieza a soplar el viento en la tarde y se mueven
las lonas y la gente se está ahí sentada para que no les dé el sol. Cuando no
tienen nada que hacer, les gusta estar así.
—Qué bueno.
—Sí. Otra cosa que les gusta mucho es la música. Pasan tocando en las
calles con tambores. Casi todo el mundo parece que pudiera tocar el tambor y
cantar. El amigo que anduvo en Marruecos estuvo ahí cuatro días con otro tipo y
me contó que una vez fue a tomarse un té en una cafetería que parecía cerrada.
Adentro estaba todo muy oscuro, casi como si fuera de noche, como si todos
adentro estuvieran durmiendo o algo así. Nomás entró y le parecía que se iba a
cocinar ahí dentro, pero no. Estaba fresco y me dijo que se parecía a estar en
un cuarto tranquilo, como si estuvieras alistándote para dormir. Así dice que
fue. Fue a sentarse en una esquina y miró las ventanas tapadas con unas telas
gruesas que no dejaban entrar el sol y miró para todos lados y cuando ya miraba
mejor en ese sitio tan oscuro, se dio cuenta de que la cafetería esa estaba
casi llena, pero nadie hablaba o creo que hablaban en voz baja, pero sólo fue
al comienzo. Al rato ya hablaban normal, nada de susurros. Le sirvieron té y
ahí al lado estaba un viejito tomándose algo que echaba en una taza con un
porroncito de plata. Llenaba la taza y se tomaba aquella cosa que de seguro era
té muy fuerte porque hasta la mesa les llegaba el olor. Algo hecho con hierbas,
pero bien fuerte. Era casi una droga lo que se estaba tomando. Mi amigo dice
que una vez le dieron té muy suave para acompañar una pipa de marihuana, pero
el té que se estaba tomando el viejo tal vez no era nada más té.
La cuestión es que mi amigo miró tanto al viejo que el viejo al final se
dio cuenta y le sonrió. Se miraba amistoso y tenía la cara arrugada, como
cuando apretás papel. Más arrugada que eso todavía. Imaginate la cosa más
arrugada del mundo y así era la cara de aquel viejo.
El viejo les hizo señas para que se fueran a su mesa y fueron a sentarse
con él y compartieron el té que estaban tomándose. Como ya te dije, el té del
viejo era muy fuerte y a mis amigos no les gustó mucho porque se echaba de ver
que tal vez era el más barato que ahí vendían, pero hicieron señas de que les
gustaba mucho y el viejo va de ponerles más y más té. La verdad es que además
del porroncito ese tenía uno grande encima de una cosa de metal llena de brasas
y de ahí ponía para tres tacitas dentro del porroncito de plata. El ancianito
se terminó de cinco tragos el té de mis amigos que les vendieron bien caro y estaban
sospechando que los habían estafado. También se comió unos dulces que ellos
habían pedido y que era como si les hubieran echado harina encima o una cosa
parecida, como los alcitrones que venden acá, nada más que menos duros. Y no
dejaba de hablar, primero estaba alegre y les tocaba los brazos y el pecho a
mis amigos y tomaba té y se comía los dulces harinados y seguía hablando y
tomaba más té. Mis amigos se reían porque lo miraban riéndose y no sabían de
qué estaba hablando, pero qué otra cosa podían hacer.
El viejo recogió del suelo un atado de tela y lo abrió y hacía señas y
hablaba. De repente ya no se miraba tan feliz y seguía dale que dale hablando,
pero se notaba que ya no estaba tan feliz como cuando empezó a platicar. Mis
amigos no son gente muy educada y no pensaron que estaban molestando al viejo
ni nada o que estaban viendo alguna cosa que mejor no tenían que ver y se
quedaron sentados esperando a ver qué pasaba.
Lo que pasó es que el viejo sacó dos fotos de un muchacho. Eran fotos en
blanco y negro, tomadas a saber con qué clase de cámara, de seguro de las más
viejas, de ésas que a duras penas sirven. Las fotos estaban bien cuidadas y
eran de las que tienen orillas como sierra, no sé si las has visto. En una
estaba el muchacho solo y en la otra estaba junto a unas cabras o chivos, con
un bastón, como un pastor. Andaba vestido con la ropa que llevaban ahí, muchas
rayas de colores, ropa suelta, como ponchos, y gorritos en la cabeza. El viejo
les pasó las fotos y ellos las miraron y dijeron algo, ¿es su hijo?, ¿es su
nieto?, cosas así, pero el viejo claro que no entendía y seguía señalando las
fotos mientras mis amigos las miraban, se señalaba él mismo, hacía muchos
movimientos con las manos de acá para allá, señalando todo, y mientras hablaba
la corría la saliva por los labios y le caía en la camisa. Le faltaban casi
todos los dientes. En eso se fijaron mis amigos. Le devolvieron las fotos y el
viejo a esas alturas ya casi estaba llorando. Uno de mis amigos le tocó la espalda
como para consolarlo aunque no sabía de qué. ¿Será que se le murió el nieto?,
le preguntó a mi otro amigo. Pues a saber, dijo el otro.
Mis amigos pidieron más té y unas como empanadas de carne que vendían
ahí y más dulces y el viejo se comió una empanada y se tomó el té. Le encantaba
el té, de eso estaban seguros mis amigos. Ya se miraba tranquilo, guardó las
fotos en el atado de tela y se puso a decir algo bajito, como cantando, sólo
haciéndole “hmmm, hmmm” y tocándose el pecho y la cabeza, según mis amigos.
Ellos se quedaron callados y siguieron tomando té. Pensaban que al viejo de
seguro le había pasado algo malo y comenzaba a caerles bien.
Tenían que irse y el viejo como que podía quedarse ahí todo el día
porque no tenía nada más que hacer, por eso se levantaron y se pusieron a hacer
señales de que ya se iban y el viejo como que se despertó y dijo a saber qué en
su idioma y les tocó los brazos.
Al día siguiente mis amigos andaban en el mercado. Era el último día que
les tocaba estar en ese pueblo porque tenían que regresar al puerto y agarrar
barco. Les habían robado casi todo en el hotel donde se quedaron pero más bien
se rieron cuando se dieron cuenta. Así eran ellos. Era como si fueran niños.
Compraron más cosas para llevar, todas bien baratas y que de seguro no
servían para nada, pero no preguntaban ni probaban las cosas, sólo pagaban y ya
y se reían con los vendedores. Cuando llegaron a una plaza vieron un café
abierto con unas como tiendas con techos de lona y oyeron que estaban tocando
unos tambores y algo como guitarras, pero no eran guitarras. Era otro
instrumento, no me acuerdo cómo se llama. Fueron a ver a los que tocaban,
aunque nunca antes se habían interesado en oír música, pero andaban alegres por
algo, tal vez porque ya se iban. Eran gente rara. Les gustaba estar en
Marruecos, pero también les gustaba irse de ahí volando. Yo nunca los entendí.
—Sí, qué raros —dijo Fernanda.
—El asunto es que se pusieron a ver a la gente que estaba tocando y en
eso vieron al viejo que se hallaron en el café y les enseñó las dos fotos.
Estaba tocando el tambor. Lo tocó un gran rato con los ojos cerrados, dándole
duro. Mis amigos decían que más bien era relajo y no música de verdad, cada
quien por su lado pegándole al tambor, y otra gente esperando el turno para
hacer lo mismo porque parecía que ese día tenía algo especial y cualquiera que
le quería dar golpes a un tambor se los daba, no importaba, todos estaban
invitados a darle. Pero entonces me dijeron una cosa que yo no esperaba.
—¿Qué? —Fernanda bostezó.
—Mis amigos me dijeron que era como si cada quien estuviera buscando
algo al pegarle al tambor, no era asunto de sacar música y parecía más
importante que eso. Claro que la música es importante, pero lo que hacía esa
gente en el desierto era como si dándole al tambor estuvieran sacándose algo.
El viejo igual. Le pegaba al tambor y tenía la cara levantada y los ojos
cerrados y hasta parecía que estaba sonriendo, tenía cara de estar feliz. O sea
que cada quien estaba en ese grupo de gente que tocaba música, pero también
estaba solo, estaba buscando algo dentro de él, de su cuerpo o su mente. Al
rato es una tontera, pero eso es lo que pensé yo cuando mis amigos me dijeron
eso. ¿Entendés?
—No.
—Yo tampoco.
—¿Y el viejo?
—No sé. Estuvo tocando un buen rato y mis amigos tuvieron que irse.
—¿No volvieron a verlo?
—No, claro, tuvieron que irse a agarrar el barco. No creo que lo hayan
visto otra vez.
—Qué triste.
—¿Por qué?
—Porque es triste. ¿No te parece triste?
—Pues sí, un poco —Ramos lo pensó un poco antes de contestar—, pero no
es ésa la idea de la historia.
—¿Y cuál es la idea?
—Cuando me lo contaron sólo era algo que les pasó en Marruecos, pero
para mí es otra cosa.
—¿Qué?
—Ya te dije, era como si esa gente que tocaba esos tambores estuviera
protegida por algo, era como si nada pudiera hacerles nada. Estaban en otro
mundo. Estaban acompañados y al mismo tiempo estaban solos.
—¿Vos estás solo?
Ramos la miró a los ojos.
—No sé. ¿Vos qué pensás?
—No —lo abrazó—. Estás conmigo —se quedó callada dos minutos y Ramos
pensó que eso era precisamente lo que esperaba que ella dijera—. ¿Y qué
significa esa historia?
—¿La historia del viejo?
—Pues sí, ¿qué otra?
—Nada.
—¿Nada?
—No, nada. No significa nada. ¿Por qué tiene que significar algo?
—Me hubiera gustado que quisiera decir algo.
—¿Para qué?
—Porque no me gusta que no quiera decir nada.
Ramos pensó que eso era lo que querían todas las mujeres que habían
estado con él y lo soportaron y lo quisieron o fingieron quererlo y a las que
él aguantó y con las que la pasó bien y mal y horriblemente mal: querían que
todo significara algo.
—No tenés que preocuparte porque no significa nada. Es sólo una cosa que
pasó y ya.
—Yo creía que significaba algo sobre nosotros —Fernanda parecía
verdaderamente triste y Ramos se sintió conmovido. Esperaba que eso no fuera
amor.
—No, no creo. Solamente es algo que pasó en África. Pasan miles de cosas
acá y allá y no tienen que significar nada para nosotros.
Lo pensó mejor y añadió:
—O tal vez todo tenga que ver con nosotros dos —fue como si de pronto
hubiera hecho un descubrimiento. Le brillaron los ojos y se sintió tonto.
—Eso sí no lo entiendo.
—Yo tampoco lo entiendo.
Se durmieron. Cuando se despertaron, ella hizo que se le parara, se
subió encima de él, los pies sobre la cama, lo guío hasta dentro y comenzó a
moverse lentamente, echándose hacia delante para que él le chupara los pezones.
Ramos se vino dentro de ella y no le preguntó si había tomado pastillas. Confió
en ella. Fue algo extraño, pero así sucedió. No tenía ganas de hacerse
demasiadas preguntas.
Fragmento del relato "Música del desierto"
Música del desierto (Orbis editores, 2011)
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