martes, 21 de mayo de 2013

Música del desierto. Dennis Arita



Música del desierto



Uno de ellos estaba enfermo desde hacía ocho días y pasaba echado en el piso del refugio, los ojos cansados y enormes cubiertos de una película lechosa. Los demás caminaban frente a él, alegres, vivaces y llenos de energía, y era como estar dos veces encerrado, por el alambre de malla del refugio y por las patas que tijereaban sin cesar frente a él. Su pelo era de un naranja encendido y tenía grandes orejas que siempre estaban erguidas como antenas. Desde que lo había traído a la casa, Ramos se encariñó con él más que con los otros tres. Antes ya le había pasado eso, no tenía nada de raro. Tampoco era inusual que Ramos se preguntara si los demás se ponían celosos. Estaba seguro de que había desarrollado un instinto especial para reconocer cuál era el más inteligente de la camada y a ése le daba todo su cariño. Pensaba que los demás no eran lo bastante avispados para celar a su favorito temporal.
Era un perro hermoso, a pesar de estar flaco y tristón. Ramos se había quebrado la cabeza tratando de averiguar qué le pasaba y había ido tres veces esa semana a San Lorenzo en contra de su costumbre de no ir más de dos para comprar remedios en las tiendas agropecuarias. Las medicinas que compró funcionaron brevemente y Ramos se alegró casi tanto como él, que saltó a su alrededor y comió con ganas durante un solo día. Ramos fue feliz, pero la felicidad se le fue rápidamente. Al día siguiente el perro estaba enfermo de nuevo.
El segundo domingo de junio, Ramos se levantó como siempre a las cinco de la mañana, se bañó en el patio con el agua del pozo sin temor de ser visto porque la casa más cercana estaba a tres kilómetros, se vistió, hirvió la carne para la comida de ellos, se sentó un rato en el porche y a las seis y media salió con la olla para alimentarlos. Cocinaba toda la carne desde que la traía de San Lorenzo y la recalentaba dos veces al día, por la mañana y antes de irse a acostar. En la casa no había refrigeradora, pero de todas formas Ramos no la habría usado porque no tenía electricidad. Miró el cielo. Sólo unas cuantas nubes pegadas a las montañas, muy lejos. No llovía una gota desde hacía dos meses. A las nueve de seguro la temperatura iba a subir a treinta y tres grados y para asegurarse de que así sería, vería el termómetro de la sala a esa hora. Hoy no tendría que ir a la fábrica y eso le gustaba; era una molestia menos. Podría quedarse en la casa, cuidarlos y esperar. No iría a ningún lado porque tenía todo lo que necesitaba para él y ellos. Quería ver el atardecer y sentir la brisa en la cara, mientras tomaba ron y café y masticaba pedazos de carne salada. Le gustaba el lugar que había escogido para vivir porque le recordaba las postales de la Tierra Santa que había visto treinta años antes, a mediados de los sesenta, en casa de su abuela en San Pedro, y luego los paisajes africanos que ya no necesitó ver en estampas porque estuvo en África, caminó sobre la tierra quemada, bajo el cielo parecido a un enorme incendio. Por eso había venido al sur, sin que le importaran el calor ni la sequía. Le agradaban los árboles solitarios que miraba en el sur, retorcidos como si les doliera algo.
No se acordaba bien de cómo era San Pedro. Era un sitio lejano en el que había vivido casi hasta los veinte años y que había dejado atrás, sin remordimientos, cuando su abuela murió de un fallo respiratorio. Ella le dejó dos casas y un pequeño negocio en el que Ramos jamás se había interesado. Por suerte, su abuela era una mujer comprensiva que lo quería mucho y le dijo que podía hacer lo que quisiera con sus propiedades cuando ella ya no existiera. Ramos no estaba seguro de que la hubiera querido alguna vez, o quizá sí le tuvo cariño, pero fue un cariño fugaz. Lo vendió todo, metió casi todo el dinero en el banco y se embarcó, anduvo por medio mundo, se acostó con holandesas y africanas y ganó suficiente dinero para vivir tranquilo porque a los dieciocho ya lo había sorprendido el gusto que le estaba tomando a la soledad. Después de una docena de años de recorrer puertos, se dio cuenta de que nunca se había detenido lo suficiente en ningún lugar y decidió que gastaría una parte de lo que tenía en un viaje por África y el Medio Oriente. La soledad lo había sorprendido de nuevo en cada lugar donde ponía los pies. Estuvo en Jerusalén y miró su cielo claro y brillante y no le importó mucho. Ahora estaba de regreso en el sitio que había comparado desde su infancia con las áridas tierras orientales y se dio cuenta un día cualquiera, cuando ya llevaba meses de vivir solo en la casa ruinosa que le compró a un viejo casi moribundo, de que donde en realidad había deseado estar siempre era en un sitio parecido a Jerusalén y no en Jerusalén. Era un pensamiento tonto, pero tenía el derecho de pensar lo que le diera la gana. Por eso vivía solo, lejos de sus recuerdos, para fantasear sin problemas.
Los tres olieron la carne y salieron del refugio desde antes de las seis. Cuando Ramos salió de la casa con la paila llena de carne, lo rodearon dando saltos y él los insultó cariñosamente, alzando la paila para que no se la arrancaran de la mano de un cabezazo, dándoles palmadas en la cabeza y llamándolos por sus nombres: Tor y Abayo para los machos, Mouche para la única hembra. Los nombres de los machos pertenecían a un compañero de navío y a un taxista sudanés que le sirvió de guía en Marruecos y que le recomendó a un primo suyo, también taxista, por si iba a Egipto; el de la hembra era el de una puta que conoció en el Senegal. Cuando el taxista le dijo su nombre, Ramos oyó Abayo y le pidió al taxista que escribiera su nombre en la primera página de su guía turística. El africano escribió Adébayo, pero a Ramos se le hizo demasiado complejo y se quedó con Abayo. Mouche resultó fácil porque la puta le dio su “tarjeta”: un pedazo de cartulina rosada con su nombre en tinta dorada encima del dibujo de una gata. Le daba risa pensar lo que dirían sus amigos si supieran que les había puesto sus nombres a tres perros. Consideraba que todos tenían características que los hacían únicos y le agradaba que hicieran cosas inesperadas de las que él solía reírse a carcajadas. Pocas semanas antes, uno de ellos lo había empujado con el hocico y cuando él se dio vuelta para tocarle la cabeza, otro agarró la paila con los dientes y se la llevó al refugio. El ladrón dejó caer los pedazos de carne en el camino, uno de sus compañeros se detuvo para recogerlos y el otro lo siguió hasta el refugio para disputarse la paila casi vacía. Ramos persiguió al ladrón, aunque sabía que era inútil. Era como si los perros formaran una pequeña sociedad de la que Ramos no se sentía excluido. Nunca se enojaba con ellos y todo lo que hacían le parecía gracioso. Ramos repartió la carne en la bandeja de madera que había tallado en un tronco de roble. La limpiaba cada noche con un cepillo de metal.
El cuarto se quedó echado en el fondo del refugio de alambre y techo de tejas. Era un sitio espacioso en el que el aire circulaba sin dificultad. Las raras veces que llovía, los perros no dormían en el refugio, sino en el porche de la casa, encima de alfombras que Ramos limpiaba y desinfectaba cada tres semanas. Ramos había fabricado diez camas en el refugio, seis de ellas en el piso y cuatro adosadas a la única pared de madera. Les hizo un eje con un bolillo de madera y en cada esquina tenían un gancho. Desde el gancho partía una cadenilla fuerte de acero que se sostenía de otro gancho atornillado a la pared. Las había hecho así para cuando necesitara tener más espacio en el refugio, aunque en realidad lo que le gustaba era hacer algo, fabricar cosas. Sólo Tor aprendió a trepar en las camas empotradas en la pared del refugio; los otros permanecían echados en el piso de madera y veían desde ahí a Tor tendido como un rey a un metro del suelo. Ramos estaba resignado a pensar que hacía esas cosas por soledad, cuidaba perros porque estaba solo, construía refugios para ellos porque estaba solo. En más de una ocasión había gritado dentro de la casa “¡estoy solo, estoy solo, estoy solo!” hasta quedar ronco. Terminó de repartir la carne, asediado por los tres perros, y miró al enfermo. Le disgustaba saber que uno de ellos no estuviera feliz, pero eso no le impedía disfrutar de las travesuras de los otros. El más insistente era Tor, un pastor alemán de cinco años con el que Ramos había comenzado la camada. Luego vino Mouche y después Abayo, que era hijo de Tor y Mouche. Poco a poco había formado su grupo. Otros dos hijos de Tor y Mouche murieron antes de que naciera Abayo y tres más después de él. En los seis años que tenía de vivir en la casa vieja había traído a tres perros que encontró en la calle. Dos de ellos se murieron de vejez y el tercero desapareció cualquier día. Al menos fue capaz de saber qué causó la muerte de esos siete perros. Quizá no era un consuelo saberlo, pero era peor estar en la incertidumbre y no conocer el mal del que se estaba muriendo el enfermo. No le gustaba decir que sus animales eran parte de una jauría ni llamar perrera al sitio donde dormían; prefería llamarlo refugio.
Se limpió las manos con el agua y el jabón que tenía siempre preparados sobre una sección de tronco junto a la puerta del refugio, se las secó en un trapo limpio que colgaba de un gancho de metal y entró para ver al enfermo. No le había puesto nombre todavía. Lo había encontrado, sucio y hambriento, en un callejón de Langue, la lengua colgándole casi hasta el suelo, el lomo pegado a la pared de una cantina, huyendo del sol feroz bajo la delgada línea de sombra del alerón. Ese día, Ramos salió a comprar repuestos para su jeep, ron, café, carne enlatada y galletas para él y, para los perros, arroz, costilla y desperdicios de carne de vaca que los carniceros le vendían por casi nada. Los dos se vieron un rato y Ramos supo que tenía que llevárselo a la casa. Siempre hacía lo mismo cuando se encontraba con un perro callejero. Lo miraba atentamente y esperaba que pasara algo. Aguardaba que se le revelara si podía irse con él. Nunca había pensado que tenerlos en su casa era un privilegio para ellos y hasta creyó en algún momento que era lo contrario, que posiblemente se encontrarían mejor en la calle, donde serían libres, que en su casa, donde estarían sometidos a algo parecido a la disciplina.
—¿Qué tal, cabrón? –Ramos le acarició la cabeza y el perro lo miró. En los ojos del animal había una tristeza enorme. A Ramos le gustaba insultarlos: era una forma de mostrar cariño. Recordaba a algunos de sus amigos de adolescencia a los que insultaba también cariñosamente, pero eso parecía haber ocurrido hacía siglos.
Hizo las revisiones de rutina. Le buscó señales de picaduras de pulgas y le levantó las orejas para ver si había animales ocultos en los oídos. Le revisó las uñas en busca de hongos. Le palpó la panza para detectar algún signo de dolor, pero no se quejó ni intentó apartarse, sólo emitió gruñidos, replegó el hocico sobre los dientes y se lamió ruidosamente. Le abrió la boca y miró adentro. La lengua estaba menos blanquecina que el día anterior, pero eso no significaba nada para Ramos. Tres días después del comienzo de la enfermedad, le había lavado el estómago con un remedio muy caro que le habían mandado desde El Salvador. Aún tenía medio litro. Si sospechaba que uno de ellos se había envenenado, mezclaba el vomitivo con agua y lo obligaba a tragárselo. Luego se quedaba junto a él y lo veía descoyuntarse en vómitos y cagadas y terminar temblando en una esquina como si hubiera visto al diablo. Ramos pasaba fascinado por la expresividad de sus ojos. Lo mostraban todo, temor, angustia, felicidad, cólera, y hasta le parecía que sus miradas tenían más significado que las de los hombres. Una mirada de un perro moribundo era para él como acercarse realmente al otro mundo, poner un pie ahí y regresar. Alguien habría podido decir que se trataba de una experiencia mística. Se preguntaba a veces si era por eso que les daba refugio. Era posible. ¿Qué importaba si así era? Era una razón tan válida como cualquier otra. Tal vez los ojos de los perros eran expresivos para Ramos porque no podían hablar. La gente habla demasiado y no hay tiempo para verles los ojos, sólo para oírlos hablar y hablar.
—¿Qué tenés? –le preguntó. Él no alzó la cabeza; sólo se lamió el hocico y respiró como si acabara de correr. Estaba echado de lado, los ojos parpadeando en la gran cabeza anaranjada—. Te vas a morir y ni nombre te he puesto, pendejo.
Le acarició la cabeza y se sentó para estar más cómodo. Creía que la compañía era buena para un animal enfermo, pero, claro, no estaba seguro de que fuera así. Era posible que ellos prefirieran que los dejaran solos. Tal vez, pensó Ramos, habrían dicho algo así como “dejá de joder” si hubieran podido hablar. Sólo la gente cree que necesita compañía cuando ya casi le toca morirse; los animales no parecen preocupados por eso y sus amigos lo adivinan o lo saben, sienten en sus cuerpos y en su sangre que es hora de largarse y dejar tranquilo al que está a punto de irse del mundo.
Volteó a ver atrás. Los otros tres estaban sentados frente al refugio, las orejas erectas, las largas lenguas rojas colgando de los hocicos, las cabezas locas alzándose para olisquear el aire caliente. Ramos intentó adivinar cuál sería su intención. ¿Querían entrar para ver al enfermo? ¿Deseaban que el hombre se fuera de ahí y dejara que su amigo se muriera tranquilo? ¿Esperaban que él saliera para jugar con ellos? Los miró uno por uno. Tor se echó con la cabeza entre las patas sin dejar de ver a Ramos. Sus ojos eran menos cariñosos, por decirlo así, que los de los otros. Tenía de algún modo una cara ruda.
—¿Qué quieren? —les preguntó. No sonrió. Ellos permanecieron inmóviles, menos Abayo, que hizo un movimiento con la cabeza.
Se levantó y salió del refugio y caminó lentamente. Sin mover el cuerpo, siguieron con los ojos cada uno de los pasos de Ramos, que se detuvo a dos metros del refugio. El enfermo no se había movido. Ramos vio las pailas del agua y comprobó que estaban llenas hasta la cuarta parte. Fue al pozo, seguido por Abayo, sacó agua y llenó un tambo de plástico, lo llevó al refugio y lo vació en las pailas. Los tres estaban de nuevo inmóviles frente al refugio. El enfermo levantaba a veces la cabeza y los miraba. Por alguna razón parecía interesado en lo que hacían sus compañeros. Ramos los miró.
—¿Y qué quieren que haga, cabrones? —preguntó; lo vieron, se lamieron el hocico, pararon las orejas—. Ya hice todo lo que pude.
No era del todo cierto. Aún no buscaba a un veterinario. Pero sí había hecho mucho para que ninguno se enfermara ni fuera atacado por otros animales. Un anciano le recomendó sembrar alrededor del refugio una planta que asustaba a las alimañas. No recordaba el nombre de la planta, pero sí estaba seguro de que funcionaba; lo había visto en la finca del anciano en Choluteca. Se quedó cinco semanas viviendo en su casa y nunca vio una araña ni una serpiente. “Es la mejor para este clima infernal”, dijo el viejo, y señaló su tierra limitada por un cerco apenas visible de pequeñas plantas de hojas de bordes serrados, “y no hay que cuidarla ni nada; sólo tiene que sembrarla y dejarla ahí y tener confianza. Ya va a ver que le sirve”. También le fue útil en su tierra: Ramos tenía años sin haber visto más que dos o tres tarántulas dentro de la casa y una que otra refugiada entre las piedras cerca del pozo. Si quería ver una serpiente, tenía que ir más allá de su terreno y no tardaba en hallarlas. Dedicaba muchas horas a la semana a mantener despejado su terreno. No era difícil hacerlo porque costaba que ahí crecieran las plantas. Sólo se daban bien los arbustos, el zacate y ciertos árboles. Era tierra para pastoreo y en más de una ocasión pensó traer vacas y caballos. Nunca lo hizo; no tenía experiencia de pastor y estaba casi seguro de que su ganado acabaría muriéndose por descuido o enfermedad, que en el fondo eran la misma cosa.
Ramos dejó el tambo en su sitio acostumbrado y entró en la casa. Poner las cosas en el sitio que les había asignado era un rito que respetaba. Vio el reloj y el termómetro. Eran las ocho y quince y estaban a treinta y cinco grados. Por la ventana contempló el aire claro, la tierra amarilla o anaranjada y una franja de cielo azul. Eso le gustaba del sur. No importa el calor que hiciera, el cielo siempre era una ilimitada bóveda de un azul cegador, casi irreal, punteado por las nubes que se deslizaban sigilosamente como en un estereoscopio. Cada dos o tres noches, de ocho a once, los rayos formaban gigantescos árboles de fuego durante horas, pero no llovía. En la madrugada terminaba el relampagueo y soplaba una brisa que duraba hasta el amanecer.
Sacó pan, un pedazo de queso y una lata de sardinas, tuvo la lata en la mano, leyó la etiqueta, decidió no abrirla y la volvió a poner en el armario. Lo puso todo en un plato, lo tapó con una manta limpia y lo dejó sobre el armario y no sobre la mesa donde muy pocas veces se sentaba a comer. Esperaba que le diera hambre más tarde. Arrastró su sillón preferido hacia la ventana desde donde podría ver el refugio y el camino apenas señalado por una sutil línea de pequeñas piedras en las orillas. Era como si los camiones y las carretas hubieran formado el camino a fuerza de moler piedras con las ruedas. De hecho, parecía que todo se había formado en esa tierra a golpes, reduciendo las cosas a polvo.
Sólo un perro paseaba sin rumbo por el patio y se detenía para lamer las pailas de agua; los demás estaban echados y acezando en el refugio. El termómetro señalaba treinta y siete grados.
Ramos tomó su Biblia y se sentó junto a la ventana. Tenía ocho libros en la casa y únicamente había leído dos de la primera a la última página: uno sobre experiencias paranormales y otro, muy grueso, con docenas de enseñanzas de carpintería, fontanería y electricidad. Era un libro muy útil, de eso estaba seguro, y ya no recordaba cuántas veces lo leyó, pero en el lugar donde escogió vivir le servía muy poco, salvo las secciones de carpintería y albañilería.
El libro sobre fantasmas era su favorito. Lo leyó docenas de veces. Desde que era niño sentía una fascinación especial por los muertos y los aparecidos y aunque ya tenía cuarenta y siete años, seguía esperando tener algún día el privilegio de ser visitado por un espectro. En cambio, no hojeaba la Biblia desde que en su adolescencia la leyó toda, hasta la concordancia y las notas, a veces intrigado por la voluntad divina y otras incluso excitado por algunas narraciones y aburrido la mayor parte del tiempo con las largas enumeraciones de familias de patriarcas. Su abuela solía leerle pasajes en su enorme Biblia de forro de piel. Ella no se atrevía a escribir una palabra en los márgenes de su Biblia; creía que eso habría sido un sacrilegio. Era, al fin y al cabo, el libro escrito por el dedo de Dios. No podría atreverse a mancharlo con vanas palabras humanas.
Ramos nunca leía la Biblia, sólo se la ponía en el regazo y la mantenía ahí un rato, calentándola, y luego la devolvía a la mesa. Era otro ritual. Había heredado la Biblia de su abuela cuando murió, pero perdió el libro. No recordaba cómo pasó; sencillamente un día la tenía y al siguiente no. Compró la que ahora tenía en el puesto de un librovejero. Era una Biblia sin comentarios, prólogos ni notas. La compró porque quería sustituir con ella el ejemplar de su abuela. Se lo dijo a sí mismo cuando levantó el libro en la carpa del vendedor de libros: “Para que esté en lugar de la otra”. No le gustaba engañarse. Antes de hacer algo que le parecía importante, se decía primero las razones para hacerlo. Era una forma de preservar la cordura, o eso creía. Aunque, viéndolo bien, ¿había tenido alguna vez la oportunidad de perderla? O más bien, ¿alguna vez la había tenido?
Vio la nube de polvo alzándose del camino a unos seis kilómetros y comprobó la hora. Las nueve. Era puntual. Dijo que estaría ahí a esa hora y así era. Ramos puso la Biblia en la mesa y se levantó para ir al frente de la casa. El termómetro seguía a treinta y siete.
De pie en el porche se arregló la camisa cuadriculada y se peinó con los dedos. Se tocó la cara. No se afeitaba desde el sábado por la mañana, pero ella decía que la barba no le quedaba mal. Se abotonó la camisa casi hasta la nuez de Adán y esperó. Los perros se habían repartido por el patio y estaban echados, parpadeando bajo el sol. Ramos sólo vio a dos y recorrió con la mirada el patio y la tierra amarillenta y no vio al que faltaba. Abayo. El más joven. El enfermo estaba quieto dentro del refugio. Ramos sintió el deseo de ir a verlo, pero se contuvo; era mejor esperar que ella se fuera. Se llamaba Fernanda, pero Ramos nunca la había llamado por su nombre. De hecho, cuando pensaba en ella, su nombre no le pasaba por la mente. En cambio, podía recordar siempre sin problemas el nombre de otras mujeres a las que conoció, pero olvidaba fácilmente cómo se llamaba la esposa del dueño de la fábrica en la que trabajaba desde hacía cinco años.
La camioneta se detuvo frente a la casa y Fernanda se bajó. Traía bolsas en las manos.
—¿No vas a ayudarme? —le preguntó a Ramos.
Él descendió del porche y fue tomando las tres bolsas de plástico que le pasó. Ramos supo que era comida; estaba acostumbrado a que le trajera provisiones. No se las pedía, pero tampoco las rechazaba. Ella se quedó con una bolsa en la mano derecha, se arregló el pelo detrás de las orejas y cerró la puerta de la camioneta. Ramos la dejó pasar y la miró pararse cuidadosamente en cada uno de los tres peldaños. Andaba puesto el vestido floreado que a él le gustaba. A Ramos le gustó mucho más cuando ella le contó que su marido despreciaba ese vestido. Tenía piernas demasiado delgadas. Era una de las cosas de la mujer que a él le parecían insatisfactorias. No la conocía tanto y esperaba con el tiempo tener más motivos para sentirse insatisfecho.
Pusieron las bolsas en la mesa. Ella volvió a salir y regresó con una caja que dejó en el piso. Ramos vio la caja y no preguntó nada.
Ella suspiró. Parecía cansada.
—¿Querés tomar algo? —preguntó Ramos.
—No. Ya tomé antes de venir. Ando agua embotellada en el carro —señaló la caja—. No querés saber qué es esto?
—¿Qué es?
—Un filtro de agua. Para que no te enfermés. Te tomás esa agua de pozo —movía mucho las manos y sus brazaletes eran como sonajas— y luego te ponés mal.
Ramos asintió.
—Sí, ¿verdad?
Ella lo miró como miraría a un niño.
—Sí.
—No tenés que molestarte. Además, casi no me enfermo.
—¿Quién dice? Te enfermás a cada rato. Ya no estás cipote y acá no tenés nada. Ni luz ni agua ni nada.
Eso ya lo sabemos los dos —Ramos alzó los hombros—. ¿Para qué lo decís otra vez?
Ella movió la cabeza y Ramos no dijo nada porque ya conocía ese movimiento entre desesperado y resignado.
—No sé para qué seguís viniendo acá —dijo Ramos, y recordó que era exactamente la decimoséptima vez que se lo decía; las llevaba contadas escrupulosamente— si no te gusta lo que mirás acá cuando venís.
Ella se sentó en una de las dos sillas del comedor y estuvo jugando con su pelo. Era hermosa pero no demasiado, con una belleza que parecía deberse más a la lozanía de sus pocos años que a la forma de su cara o de su cuerpo, tenía veinticinco años, veintidós menos que él, y era delgada, demasiado en realidad para el gusto de Ramos, que siempre las había preferido rellenas. Pero en los pocos meses que llevaba con ella aprendió a preferir la delgadez sobre la gordura y ahora le gustaba mucho que fuera flaca. El vestido le quedaba muy bien a pesar de sus piernas flacas y ese día se había hecho algo especial que Ramos era incapaz de determinar. Quizá era el pelo. Probablemente ella seguía esperando que Ramos detectara esos pequeños cambios en su apariencia y que le dijera algo sobre ellos, que la felicitara, que le diera un beso en la mejilla o en la frente. Pero Ramos jamás lo había hecho. Aún no sabía si era un hombre sentimental.
—Te traje comida —ella señaló las cuatro bolsas de plástico.
—Gracias.
—Ya no tenías nada para comer, ¿verdad?
—Todavía hay algo ahí.
Ella vio por la ventana a los dos perros echados en el patio.
—Pasás más preocupado por esos perros que por vos. Comen mejor.
—Y vos pasás más preocupada por mí que por vos.
—¿O por mi marido?
—Yo no dije eso.
—¿Pero ibas a decirlo?
—No. Ni me pasó por la mente.
—La verdad es que no paso tan preocupada por vos.
Ramos seguía de pie como un soldado.
—¿Por qué no te sentás? Ya  no vas a crecer más.
Ramos se sentó cuidadosamente. Miró por la ventana. Abayo no había vuelto. El enfermo seguía inmóvil en el piso del refugio.
—¿Estás seguro de que estás bien?
—Sí.
—Ya estás viendo otra vez a esos perros.
—¿No te gustan los perros? —Ramos ya había tenido muchas veces la misma conversación con Fernanda. Nunca había estado casado, pero sospechaba que esto que le ocurría era lo más cerca que estaría de la vida marital.
—Sí. Pero me parece raro que les pongás tanta atención.
—No le veo nada raro. Hay gente que se dedica a criar perros. ¿También esa gente te parece rara?
—Sí, también son raros. Vos y ellos son raros.
El techo comenzó a crujir por el calor. Fernanda alzó los ojos.
—Y cualquier día te cae encima el techo.
—No te preocupés —Ramos se rio suavemente—, hago otra casa. Ya aprendí cómo hacer una.
—¿De verdad?
—Sí.
—¿Y por qué mejor no te vas a una casa de ver? Ésta ya no sirve. Está vieja y podrida.
—A mí me gusta.
—No sé por qué te gusta.
—Porque está vieja y podrida. Por eso me gusta. Además así venís acá sin que nadie te mire.
—Siempre me puede ver alguien —Fernanda sonrió—, no importa que vivás tan lejos.
Ramos se dio cuenta de que había muchas cosas que no conocía bien aunque hubiera visitado tres continentes y padecido enfermedades que Fernanda jamás tendría y visto lugares que ella no vería nunca. Por ejemplo, no conocía el método o los métodos más seguros para acostarse con la esposa de su jefe ni la manera de mantener contenta a una mujer a la que le llevaba veinte años. En realidad ya se había dado cuenta de eso hacía unas semanas y esa idea estaba siempre de fondo cuando estaba pensando en otras cosas. Era como el coro de una canción o algo así. Estaba por ejemplo trabajando en la fábrica de ladrillos, tratando de recordar cuántos sacos de cemento debía pedir, y al fondo algo como una voz le repetía al oído que tenía que aprender a lidiar con el hecho de que una muchacha estuviera enamorada de él. Entonces miraba la casa de su jefe. Como si su jefe lo hubiera planeado todo para hacerlo sufrir aún más, había mandado a construir su casa en el mismo terreno de la fábrica, separadas por un alto muro de piedra coronado de alambre de púas. La casa tenía una especie de torrecilla con cuatro ventanas en los costados, como el campanario de una iglesia. Eso era lo único que Ramos podía ver desde la fábrica, en medio de los camiones que entraban y salían, los gritos de los obreros, el polvo de tierra y de cemento. Entonces acostumbraba pensar algo más: ¿realmente Fernanda estaba enamorada de él? Y luego más: ¿acaso eso importaba? Ya tenía cuarenta y siete años, mierda, debía dejar de pensar como un niño. Aunque vivieran en un sitio como éste, en medio de la nada, ella podría haber elegido a un joven y no a un tipo que estaba con un pie en la tumba. Así pensaba él a veces, que estaba a punto de morirse, que cualquier día le daría un infarto y caería redondo en el piso. No era miedo. De hecho, nunca había pensado en eso antes de conocer a Fernanda. 
—¿Sabés qué miré ahorita que venía para acá? —ella apoyó la barbilla en la mano, el codo sobre la mesa.
—No sé.
—Vi a aquellos muchachos.
“Aquellos muchachos” eran los trabajadores más jóvenes de su marido. Formaban un grupo unido por sus hábitos. Bebían cerveza, iban al burdel en Choluteca, se reunían en las esquinas para gritarles a las muchachas que salían de los colegios y por alguna misteriosa razón parecían haberle jurado fidelidad eterna a su jefe. Algunos se drogaban, Ramos los había visto entrar en el baño de la fábrica de ladrillos y dejar sobre la taza de loza pequeñas bolsas de plástico en las que quedaban los residuos de alucinógeno. Las abandonaban a la vista del capataz como si estuvieran desafiándolo, pero Ramos no decía nada. No era su problema y de todos modos él también se había drogado cuando era apenas un muchacho. Al menos no le habían causado un problema en el trabajo. Todavía no. Algunas veces lo trataban como a un niño y otras como a un anciano; cuando estaban de buen humor, o sea muy raras veces, le decían abuelo, y cuando estaban de malas ni siquiera le hablaban. Ramos prefería no averiguar los motivos de aquel desprecio y sólo se habría alarmado si esa forma de dirigirse a él hubiera cambiado de repente, pero no había sucedido y por eso podía estar tranquilo. En cambio, al jefe lo trataban bien, le obedecían ciegamente y le hablaban con un respeto que algunas veces parecía una parodia del que los soldados muestran por un coronel o algo así. Ramos trató de entender a qué se debía ese respeto exagerado, pero era incapaz de saberlo. Al principio se preguntó qué tenía de especial el jefe para tener la simpatía de los muchachos de la fábrica. No era un tipo llamativo o extrovertido y nada lo hacía distinto de los demás, era común, incluso podría haberse dicho que era estúpido. Era de estatura más pequeña que la normal, se vestía con cualquier ropa, con camisas de botones que le quedaban demasiado grandes o demasiado pequeñas. Esas ideas lo llevaban a Fernanda. ¿Qué le había visto a ese hombre para casarse con él? Pero se cuidaba mucho de preguntárselo aunque ardía en ganas de hacerlo e incluso en un par de ocasiones se había imaginado que le hacía esa pregunta. Cuando pensaba en ese asunto casi siempre llegaba a la misma conclusión: el jefe se había ganado a los muchachos y a Fernanda precisamente porque no tenía nada especial. Pero ¿qué era Ramos? ¿No era un individuo común? Si era así, los trabajadores tendrían que haberle mostrado simpatía. Que a Ramos no le interesara ganarse su simpatía era harina de otro costal. De hecho, tenía que confesarse a sí mismo que los detestaba. Lo que importaba era explicarse el porqué de la alianza entre el jefe y los muchachos de la fábrica. También se preguntaba en ocasiones si Fernanda había visto en él a alguien aún más banal que su marido, pero tal vez le ocurría lo mismo que a ciertas mujeres: se engañan a sí mismas y a sus amantes diciéndoles que no han conocido a nadie tan especial como ellos.
Muchas veces, Ramos trató de recordar si en una época él se había sometido a algo o alguien. Siempre existían superiores, pero ése era otro cuento. Era necesario obedecer para que las cosas funcionaran. Era un axioma, una declaración sencilla, algo fácil de seguir. Obedecé y todo irá bien.
—¿Qué te dijeron?
—Lo mismo. Que me iban a cuidar.
—¿No te dijeron que tuvieras cuidado?
—No. Que me van a cuidar. Tampoco dijeron que me cuidara. Sólo eso, que me van a cuidar.
—¿No dijeron otra cosa?
—No te caen bien, ¿verdad?
—La verdad, no.
—¿Creés que sepan algo?
—Puede ser, o si no, pueden imaginarse cualquier cosa. No tienen nada que hacer —Ramos hizo una pausa—. Creo que lo mejor es que dejaras de venir acá. Me gusta que vengás, pero ya sabés que no es buena idea.
—No me venía siguiendo nadie. Di vueltas por la ciudad. Además ellos no tienen cómo seguirme. Si a vos te gusta que venga, entonces no hay problema.
—El problema va a estar aunque yo piense lo que piense.
—Ellos no van a hacernos nada.
—¿No?
—No. Ni él. No puede.
—¿Por qué no?
Fernanda no contestó. Tenía la mirada perdida. A Ramos no le agradaba que no le contestara, pero había terminado por acostumbrarse a algunos de sus caprichos. En todo caso, pensaba que no perdía nada con adaptarse a las vueltas que daba la imaginación de Fernanda. Tendría que acostumbrarse también a los caprichos de cualquier otra mujer, pero en el caso de Fernanda no se sentía obligado a nada.
—¿Estás leyendo la Biblia? —ella hojeó el libro y leyó en silencio o pareció leer un par de renglones que halló al azar.
—No —Ramos jamás le había mentido y esperaba no tener que hacerlo nunca.
—¿Y para qué la tenés?
—Porque me recuerda algo.
—¿Qué te recuerda?
—Algo.
—¿Qué?
—Algo.
—¿No podés decirme qué te recuerda?
—Sí puedo, claro que puedo, pero no sé para qué querés saberlo.
Fernanda lo miró fijamente y Ramos adivinó que ella no sabía qué responderle. Podía haberle dicho que insistía en saberlo para conocerlo mejor, pero ya adivinaba lo que Ramos contestaría, así que era ridículo insistir. Estaba claro, sin necesidad de decirlo, que ella estaba allí porque así lo deseaba y que él no quería decir más que lo necesario. Desde antes de conocer a Fernanda, a Ramos se le acabó el deseo de hablar de su pasado. Como siempre, él formuló claramente para sí la razón por la que no hablaba de su vida con Fernanda: estaba esperando confiar en ella. Se confesó a sí mismo que no le tenía confianza y para él no había nada peor que desconfiar de alguien a quien lo unía una relación, aunque esa relación fuera tan frágil como las que había tenido con todas las mujeres que se habían cruzado en su camino. En otras ocasiones se habían dicho casi lo mismo y Ramos sabía más o menos lo que Fernanda contestaría, pero esta vez ella no añadió nada. Ahora el problema era que Ramos no sabía hacia dónde derivaría su conversación. Estaba tenso.
—Hoy él se quedó en la casa —ella cerró la Biblia. Ramos ya sabía a quién se refería al decir “él”—. Es raro que quiera quedarse, siempre sale a hacer cosas. ¿Qué te parece eso?
—Quería descansar de seguro.
—¿No será que tal vez está sospechando algo?
—Yo qué sé. Qué importa. Ya sabíamos que tu marido podía darse cuenta. Yo te lo dije desde que nos conocimos.
—No fue desde que nos conocimos.
—Bueno —se corrigió Ramos—. Ya sabés qué quiero decir.
Nada le hubiera costado decir “después de haberme acostado con  vos  la primera vez”, pero ¿para qué hablar demasiado?
—Es cobarde —dijo Fernanda.
Ramos la miró sin acabar de entender.
—¿Quién?
—Él. Es cobarde.
—¿Por qué?
Ramos estaba realmente interesado en saber por qué el marido de Fernanda era un cobarde. Jamás le confesaría que le llamaba la atención la vida privada de su jefe, del tipo al que Fernanda le ponía los cuernos. También conocía perfectamente la razón de su curiosidad. Quería saberlo porque él le daba lástima. Era una sensación extraña. No se trataba de que a Ramos le remordiera la conciencia por hacerle el amor a la mujer de su jefe. Eso jamás le causó problemas. Tal vez era una señal de inmoralidad, pero no importaba. Ya antes dos mujeres habían engañado con él a sus maridos y Ramos llegó a la conclusión de que si lo hacían no era culpa de él ni de ellas, sino de ellos. Era distinto, una especie de vergüenza por él. De hecho, tuvo ese sentimiento desde que lo conoció cinco años antes. Le daba vergüenza verlo caminar, hablar, vestirse. Verlo vivir. Para eso Ramos era incapaz de hallar un motivo. Sabía que su interés dependía de la pena que le provocaba su jefe, pero no de qué dependía esa pena. Estaba seguro de que tarde o temprano sabría por qué le causaba ese sentimiento. Era más joven que él, tenía más dinero que él y estaba casado con una muchacha hermosa e insoportable que todavía no le daba un hijo. Ramos no envidiaba su dinero y, para ser sincero consigo mismo, tampoco le envidiaba a su mujer, pero sí envidiaba su juventud, como se la envidiaba a todos los que eran menores que él. Era una estupidez, pero no podía evitarlo.
También sabía que a Fernanda le agradaba crear pequeños dramas y no la culpaba. En ese pueblo no había mucho que hacer y seguramente, cuando ella aún vivía con su familia, un drama por insignificante que fuera era una garantía de que se aburrirían menos.
—Porque no quiere tener un hijo.
Ramos estaba sorprendido. Ella jamás había mencionado eso.
—¿Tenés café? —preguntó ella.
—Sí —Ramos se levantó, encendió la estufa y puso a calentar la cafetera.
—Dámelo frío, no te molestés en calentarlo —ella salió y medio minuto después regresó con fósforos y un paquete de cigarrillos. Se sentó y encendió uno. Ramos ya estaba sirviendo el café caliente.
—El café frío no sirve para nada —dijo Ramos.
—Me duele la cabeza —Fernanda se masajeó las sienes con las yemas de los dedos, el cigarrillo colgándole de los labios.
—Tampoco sirve para el dolor de cabeza.
—Tené —ella arrojó sobre la mesa el paquete de cigarrillos y los fósforos—. Fumate uno.
—Ya sabés que no fumo —Ramos terminó de servir el café y puso la cafetera de nuevo en la estufa aún caliente. A ella le gustaba verlo moverse por la casa. Era una de las cosas que más le agradaban de él. Ramos miró el refugio por la ventana. Lo mismo. Dos echados, la lengua fuera del hocico, los ojos achinados bajo el sol, esperando, mientras el enfermo seguía echado de costado en el piso de madera.
—Yo no sé nada de vos —Fernanda agarró la taza y sopló dentro de ella para enfriar el café. Ramos vio las leves arrugas entre la nariz y sus labios que se le formaban al soplar y por alguna razón le pareció más hermosa que nunca antes, o mejor dicho fue en ese instante cuando comenzó a parecerle verdaderamente hermosa. Fernanda jugó con el paquete, apoyó el índice en una esquina del paquete y con otro dedo le dio golpecitos para hacerlo girar sobre la mesa. No parecía que se estuviera quejando. De todas maneras, Ramos no quería decir nada más. Ella tenía veinticinco años, suficientes para entender que él deseaba decir sólo lo necesario de sí mismo; nada más.
—Ahora sabés que ya no fumo.
—Ah, eso ya es algo. Yo creía que nunca habías fumado.
—Sí, hace tiempos fumaba —Ramos se sentó.
—¿Dónde fue eso?
—En un montón de lugares. Por ejemplo, en San Pedro.
—¿Viviste ahí?
—Ya te conté.
Era cierto, ésa era una de las cosas que le había contado.
—¿Tenías muchos amigos allá?
—Uno que otro. Los que tiene toda gente.
—No te creo.
—¿Por qué?
—No parecés muy amistoso.
—Puede ser. ¿Y eso no te molesta?
—No. Él tampoco es amistoso —hizo una pausa—. ¿Y nunca te han dado ganas de fumar otra vez?
—No. Pero ahorita puedo fumarme uno y no volver a fumar jamás.
—¿De verdad? —ella se rio.
—De verdad.
—¿Y por qué dejaste de fumar?
—Sólo quise dejar de fumar y ya.
—¿Así nomás?
—Pues sí, así nomás.
A ella también le gustaba su cara, incluso cuando no se afeitaba. Era un rostro duro con largas y profundas marcas a los lados de la nariz y la boca. Tenía anchas entradas en el cabello y su piel era correosa, como si hubiera estado años bajo el sol y el viento. Todo en él era rudo, casi vulgar, pero a ella le gustaba y creía que bajo su exterior endurecido había un centro suave y maleable, como el de un niño. Él sabía lo que ella pensaba de él y no le importaba demasiado. A veces incluso lo disfrutaba.
—Vaya pues —ella deslizó el paquete hacia él—. Fumate uno.
Ramos sonrió, tomó el paquete y sacó un cigarrillo, se lo puso en la boca, lo encendió y empezó a fumar, sin dejar de ver a Fernanda. Ella se estiró en la silla, los pechos erguidos apretados contra la tela de su vestido, los muslos suaves y al mismo tiempo duros, de piel tan clara como sus pantorrillas. Ramos se sintió tentado, pero supo soportarlo y sonrió al ver el desaliento en el rostro de Fernanda. Terminó de fumar y tiró la colilla por la ventana.
—Qué calor hace —dijo ella y se abrió un botón del vestido. Él pudo verle el comienzo de un pecho—. Ahora fumate otro.
Ramos sacó otro cigarrillo y lo encendió. Estaba empezando a hacer calor de verdad. El termómetro marcaba treinta y nueve grados y apenas eran las nueve y media. Se acabó el segundo cigarrillo. Los perros ya se habrían bebido toda el agua y estarían esperando que les llenara las pailas. Podrían esperar un poco más.
—Ahora otro. Vaya.
—No, ya no.
—Y entonces ¿qué hacemos?
—Vámonos a la cama —Ramos le apretó un pecho y después el otro y vio cómo se arqueaba el cuerpo de Fernanda y su vientre se alzaba debajo del vestido.




Ramos lo intentó una vez y se dejó caer en la cama junto a Fernanda. Ella tomó una de sus manos y se la puso en el pecho izquierdo, miró la gran cabeza de perfil de Ramos y dijo su primer nombre en voz baja. Ramos, por algún motivo, le agradeció que hiciera eso. Era la segunda vez que le pasaba con Fernanda y tenía que aceptar que no sabía qué hacer en ese caso. Aunque todas las otras veces que él había hecho el amor con ella no tuvo problemas y la proporción de dos contra treinta, o incluso de dos contra mil, no debería preocupar a nadie, al menos en teoría, el hecho innegable es que sí lo preocupaba. En ese aspecto, Ramos era asombrosamente vulgar. Un hombre, aparentemente, deja de ser hombre si no puede penetrar a una mujer y a nadie le sirve la coartada de que esa mujer sea la esposa de otro. La única reacción de Ramos podía ser el silencio. Ningún hombre le cuenta a otro que en un par de ocasiones ha sido impotente; eso es tabú. Sólo las mujeres lo saben y los hombres confían en que ellas no se lo contarán a nadie, pero es imposible estar seguro de que guardarán el secreto. En realidad ¿por qué deberían guardarlo? De hecho, una mujer de la que él se enamoró estúpidamente cuando aún era un muchacho se lo contó todo sobre los hombres con que había dormido. Si Ramos no recordaba mal, dos de esos hombres fueron incapaces de hacerle el amor. Aún así, ella guardaba un hermoso recuerdo de los dos.
Se sentía súbitamente solo. No estaba triste; únicamente solo. Hasta era posible que se hallara en un estado parecido a la felicidad. Era como si estuviera cayendo en un pozo lleno de luces hermosas, lenta, infinitamente.
—¿No querés tocarme? —ella puso ambas manos sobre la palma abierta de Ramos y él sintió el calor del pecho y la dureza del pezón.     
—Bien sabés que sí.
—Pues tocame —ella lo besó.
La acarició. Primero los pechos y luego los muslos y cuando parecía que pondría su mano entre las piernas de Fernanda y le tocaría la vulva, la hizo subir hasta su pelo y miró sus ojos húmedos. No pudo soportarlo. ¿Por qué no podía ser hermosa y quedarse en ese punto, intacta, que no la manchara ni el llanto ni siquiera la felicidad?
El dormitorio de Ramos era la parte más fresca de su casa. Una de las ventanas daba al norte, sobre la tierra anaranjada y amarilla, hasta los cerros sin árboles, y por ella entraba la dulce brisa de la tarde y de la noche y, con suerte, casi siempre en los últimos meses del año, el viento seco y cargado de electricidad. La casa tenía ventanas grandes sin barrotes, tapadas con tela metálica que Ramos mantenía limpia desde que remplazó las persianas de madera que puso el antiguo dueño. En ese momento entró la brisa afilada como un largo cuchillo transparente y movió las cortinas blancas que él ponía cuando sabía que Fernanda lo visitaría. A ella le gustaban mucho. No hizo lo que haría otra mujer: comprar las cortinas y quizá ponerlas ella misma. Sólo miraba la ventana fijamente cada vez que llegaba a la casa y susurraba, espléndidamente desnuda, que le hubiera gustado ver ahí unas cortinas de tela suave y blanca, que ese color y esa suavidad iban bien con el calor y con la tierra anaranjada.
La primera vez que Ramos no pudo hacerle el amor prefirió permanecer en silencio y esperar. No tenía nada que decirle. Estuvo inmóvil, la vista fija en las vigas del techo, mucho tiempo, quizá una hora. Aceptó, siempre en silencio, que se sentía mal. Antes de Fernanda, aquello le había ocurrido dos veces. La primera fue con una mujer que conoció en una ferretería de Langue el primer año que vivió en el sur. No la llevó a la vieja casa; ni siquiera necesitó proponer un sitio donde verse. Parecía que a ella no le interesaba saber dónde vivía y a él le dio igual. Ella misma propuso encontrarse con él en San Marcos. “Conozco un lugar allá; te va a gustar, amor”, dijo. Lo llamó así al tercer día de conocerse. Extrañamente, Ramos se sintió viejo cuando se lo dijo. Quizá se debió a que ella era casi de su edad; tenía que aceptar que se había sentido muy bien las pocas veces que una muchacha le había dicho amor
Entonces sucedió algo extraño: Ramos comenzó a hablar de algo que había ocurrido en África. Nunca antes había mencionado ese continente y la única concesión que le había hecho a Fernanda era contarle algunos sucesos inconexos, separados por largos periodos, de su vida en San Pedro y en Tegucigalpa. No pudo contenerse y mientras contaba su anécdota africana trataba de no mirar la cara de Fernanda. Ella le preguntó si a él le había ocurrido aquello y Ramos respondió rápidamente que no, que lo que le estaba relatando se lo había contado alguien que había estado en África y había visto con sus propios ojos lo que le estaba relatando.
—¿Quién te lo contó?
—No importa.
—Ojalá hubieras sido vos el que estuvo ahí.
—Eso no interesa. Lo que interesa es lo que te quiero contar. ¿Querés que te cuente?
—Vaya pues —ella puso su cabeza en el pecho de Ramos y le acarició el vello sobre el pecho y la barriga.
—Era una aldea chiquita, quince casas y ya, aunque unas eran de dos pisos, todas blancas, casi te quedás ciego al ver las paredes debajo del sol. Acá es una gran ciudad si lo comparás con aquello. Allá es puro polvo y montañas de arena y piedras y para hallar agua hay que hacer un pozo bien hondo o esperar que caiga lluvia, pero el problema es que en Marruecos es fregado que llueva. De noche hace un frío horrible cuando te metés en el desierto y en el día aquel calor. La gente sale y se toma un té en el patio. Eso les gusta, tomar té y sentarse en el patio debajo de unas grandes lonas de colores puestas encima de palos. Entonces empieza a soplar el viento en la tarde y se mueven las lonas y la gente se está ahí sentada para que no les dé el sol. Cuando no tienen nada que hacer, les gusta estar así.
—Qué bueno.
—Sí. Otra cosa que les gusta mucho es la música. Pasan tocando en las calles con tambores. Casi todo el mundo parece que pudiera tocar el tambor y cantar. El amigo que anduvo en Marruecos estuvo ahí cuatro días con otro tipo y me contó que una vez fue a tomarse un té en una cafetería que parecía cerrada. Adentro estaba todo muy oscuro, casi como si fuera de noche, como si todos adentro estuvieran durmiendo o algo así. Nomás entró y le parecía que se iba a cocinar ahí dentro, pero no. Estaba fresco y me dijo que se parecía a estar en un cuarto tranquilo, como si estuvieras alistándote para dormir. Así dice que fue. Fue a sentarse en una esquina y miró las ventanas tapadas con unas telas gruesas que no dejaban entrar el sol y miró para todos lados y cuando ya miraba mejor en ese sitio tan oscuro, se dio cuenta de que la cafetería esa estaba casi llena, pero nadie hablaba o creo que hablaban en voz baja, pero sólo fue al comienzo. Al rato ya hablaban normal, nada de susurros. Le sirvieron té y ahí al lado estaba un viejito tomándose algo que echaba en una taza con un porroncito de plata. Llenaba la taza y se tomaba aquella cosa que de seguro era té muy fuerte porque hasta la mesa les llegaba el olor. Algo hecho con hierbas, pero bien fuerte. Era casi una droga lo que se estaba tomando. Mi amigo dice que una vez le dieron té muy suave para acompañar una pipa de marihuana, pero el té que se estaba tomando el viejo tal vez no era nada más té.
La cuestión es que mi amigo miró tanto al viejo que el viejo al final se dio cuenta y le sonrió. Se miraba amistoso y tenía la cara arrugada, como cuando apretás papel. Más arrugada que eso todavía. Imaginate la cosa más arrugada del mundo y así era la cara de aquel viejo.
El viejo les hizo señas para que se fueran a su mesa y fueron a sentarse con él y compartieron el té que estaban tomándose. Como ya te dije, el té del viejo era muy fuerte y a mis amigos no les gustó mucho porque se echaba de ver que tal vez era el más barato que ahí vendían, pero hicieron señas de que les gustaba mucho y el viejo va de ponerles más y más té. La verdad es que además del porroncito ese tenía uno grande encima de una cosa de metal llena de brasas y de ahí ponía para tres tacitas dentro del porroncito de plata. El ancianito se terminó de cinco tragos el té de mis amigos que les vendieron bien caro y estaban sospechando que los habían estafado. También se comió unos dulces que ellos habían pedido y que era como si les hubieran echado harina encima o una cosa parecida, como los alcitrones que venden acá, nada más que menos duros. Y no dejaba de hablar, primero estaba alegre y les tocaba los brazos y el pecho a mis amigos y tomaba té y se comía los dulces harinados y seguía hablando y tomaba más té. Mis amigos se reían porque lo miraban riéndose y no sabían de qué estaba hablando, pero qué otra cosa podían hacer.
El viejo recogió del suelo un atado de tela y lo abrió y hacía señas y hablaba. De repente ya no se miraba tan feliz y seguía dale que dale hablando, pero se notaba que ya no estaba tan feliz como cuando empezó a platicar. Mis amigos no son gente muy educada y no pensaron que estaban molestando al viejo ni nada o que estaban viendo alguna cosa que mejor no tenían que ver y se quedaron sentados esperando a ver qué pasaba.
Lo que pasó es que el viejo sacó dos fotos de un muchacho. Eran fotos en blanco y negro, tomadas a saber con qué clase de cámara, de seguro de las más viejas, de ésas que a duras penas sirven. Las fotos estaban bien cuidadas y eran de las que tienen orillas como sierra, no sé si las has visto. En una estaba el muchacho solo y en la otra estaba junto a unas cabras o chivos, con un bastón, como un pastor. Andaba vestido con la ropa que llevaban ahí, muchas rayas de colores, ropa suelta, como ponchos, y gorritos en la cabeza. El viejo les pasó las fotos y ellos las miraron y dijeron algo, ¿es su hijo?, ¿es su nieto?, cosas así, pero el viejo claro que no entendía y seguía señalando las fotos mientras mis amigos las miraban, se señalaba él mismo, hacía muchos movimientos con las manos de acá para allá, señalando todo, y mientras hablaba la corría la saliva por los labios y le caía en la camisa. Le faltaban casi todos los dientes. En eso se fijaron mis amigos. Le devolvieron las fotos y el viejo a esas alturas ya casi estaba llorando. Uno de mis amigos le tocó la espalda como para consolarlo aunque no sabía de qué. ¿Será que se le murió el nieto?, le preguntó a mi otro amigo. Pues a saber, dijo el otro.
Mis amigos pidieron más té y unas como empanadas de carne que vendían ahí y más dulces y el viejo se comió una empanada y se tomó el té. Le encantaba el té, de eso estaban seguros mis amigos. Ya se miraba tranquilo, guardó las fotos en el atado de tela y se puso a decir algo bajito, como cantando, sólo haciéndole “hmmm, hmmm” y tocándose el pecho y la cabeza, según mis amigos. Ellos se quedaron callados y siguieron tomando té. Pensaban que al viejo de seguro le había pasado algo malo y comenzaba a caerles bien.
Tenían que irse y el viejo como que podía quedarse ahí todo el día porque no tenía nada más que hacer, por eso se levantaron y se pusieron a hacer señales de que ya se iban y el viejo como que se despertó y dijo a saber qué en su idioma y les tocó los brazos.
Al día siguiente mis amigos andaban en el mercado. Era el último día que les tocaba estar en ese pueblo porque tenían que regresar al puerto y agarrar barco. Les habían robado casi todo en el hotel donde se quedaron pero más bien se rieron cuando se dieron cuenta. Así eran ellos. Era como si fueran niños.
Compraron más cosas para llevar, todas bien baratas y que de seguro no servían para nada, pero no preguntaban ni probaban las cosas, sólo pagaban y ya y se reían con los vendedores. Cuando llegaron a una plaza vieron un café abierto con unas como tiendas con techos de lona y oyeron que estaban tocando unos tambores y algo como guitarras, pero no eran guitarras. Era otro instrumento, no me acuerdo cómo se llama. Fueron a ver a los que tocaban, aunque nunca antes se habían interesado en oír música, pero andaban alegres por algo, tal vez porque ya se iban. Eran gente rara. Les gustaba estar en Marruecos, pero también les gustaba irse de ahí volando. Yo nunca los entendí.
—Sí, qué raros —dijo Fernanda.
—El asunto es que se pusieron a ver a la gente que estaba tocando y en eso vieron al viejo que se hallaron en el café y les enseñó las dos fotos. Estaba tocando el tambor. Lo tocó un gran rato con los ojos cerrados, dándole duro. Mis amigos decían que más bien era relajo y no música de verdad, cada quien por su lado pegándole al tambor, y otra gente esperando el turno para hacer lo mismo porque parecía que ese día tenía algo especial y cualquiera que le quería dar golpes a un tambor se los daba, no importaba, todos estaban invitados a darle. Pero entonces me dijeron una cosa que yo no esperaba. 
—¿Qué? —Fernanda bostezó.
—Mis amigos me dijeron que era como si cada quien estuviera buscando algo al pegarle al tambor, no era asunto de sacar música y parecía más importante que eso. Claro que la música es importante, pero lo que hacía esa gente en el desierto era como si dándole al tambor estuvieran sacándose algo. El viejo igual. Le pegaba al tambor y tenía la cara levantada y los ojos cerrados y hasta parecía que estaba sonriendo, tenía cara de estar feliz. O sea que cada quien estaba en ese grupo de gente que tocaba música, pero también estaba solo, estaba buscando algo dentro de él, de su cuerpo o su mente. Al rato es una tontera, pero eso es lo que pensé yo cuando mis amigos me dijeron eso. ¿Entendés?
—No.
—Yo tampoco.
—¿Y el viejo?
—No sé. Estuvo tocando un buen rato y mis amigos tuvieron que irse.
—¿No volvieron a verlo?
—No, claro, tuvieron que irse a agarrar el barco. No creo que lo hayan visto otra vez.
—Qué triste.
—¿Por qué?
—Porque es triste. ¿No te parece triste?
—Pues sí, un poco —Ramos lo pensó un poco antes de contestar—, pero no es ésa la idea de la historia.
—¿Y cuál es la idea?
—Cuando me lo contaron sólo era algo que les pasó en Marruecos, pero para mí es otra cosa.
—¿Qué?
—Ya te dije, era como si esa gente que tocaba esos tambores estuviera protegida por algo, era como si nada pudiera hacerles nada. Estaban en otro mundo. Estaban acompañados y al mismo tiempo estaban solos.
—¿Vos estás solo?
Ramos la miró a los ojos.
—No sé. ¿Vos qué pensás?
—No —lo abrazó—. Estás conmigo —se quedó callada dos minutos y Ramos pensó que eso era precisamente lo que esperaba que ella dijera—. ¿Y qué significa esa historia?
—¿La historia del viejo?
—Pues sí, ¿qué otra?
—Nada.
—¿Nada?
—No, nada. No significa nada. ¿Por qué tiene que significar algo?
—Me hubiera gustado que quisiera decir algo.
—¿Para qué?
—Porque no me gusta que no quiera decir nada.
Ramos pensó que eso era lo que querían todas las mujeres que habían estado con él y lo soportaron y lo quisieron o fingieron quererlo y a las que él aguantó y con las que la pasó bien y mal y horriblemente mal: querían que todo significara algo.
—No tenés que preocuparte porque no significa nada. Es sólo una cosa que pasó y ya.
—Yo creía que significaba algo sobre nosotros —Fernanda parecía verdaderamente triste y Ramos se sintió conmovido. Esperaba que eso no fuera amor.
—No, no creo. Solamente es algo que pasó en África. Pasan miles de cosas acá y allá y no tienen que significar nada para nosotros.
Lo pensó mejor y añadió:
—O tal vez todo tenga que ver con nosotros dos —fue como si de pronto hubiera hecho un descubrimiento. Le brillaron los ojos y se sintió tonto.
—Eso sí no lo entiendo.
—Yo tampoco lo entiendo.
Se durmieron. Cuando se despertaron, ella hizo que se le parara, se subió encima de él, los pies sobre la cama, lo guío hasta dentro y comenzó a moverse lentamente, echándose hacia delante para que él le chupara los pezones. Ramos se vino dentro de ella y no le preguntó si había tomado pastillas. Confió en ella. Fue algo extraño, pero así sucedió. No tenía ganas de hacerse demasiadas preguntas.




 Fragmento del relato "Música del desierto"
Música del desierto (Orbis editores, 2011)

Para descargar o leer el relato completo en digital: 

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Reseña sobre el libro Música del desierto por Hernán Antonio Bermúdez en http://dsph.uiowa.edu/iowa-literaria/?p=935