domingo, 19 de mayo de 2013

Malamuerte. Eduardo Bähr


Eduardo Bähr en Utopía (1976)

Malamuerte


Uno

La historia de Malamuerte podría contarse en unos pocos hitos: Pueblo chico, blanco de cal viva, encerrado entre dos montañas y un farallón con pantanal; una entrada por salida hacia un vallejo donde una vez, en el principio del tiempo, hubo un mar. Agricultores que recogen hongos de la selva y viven del óxido blanco de las entrañas del paisaje. La llegada de un cura español, proveniente de alguna olvidada villa de Castilla-La Mancha. La maldición furibunda de un vendedor de libros y cobrador de a saber qué tipo de gabelas… El arribo de una maestra silenciosa que pasó a ser parte del alma pueblerina y, finalmente, bajo el calor de hoy, el de esta nube de polvo con dos faroles encendidos a las ocho de la mañana.

¿Qué más?… Una hermosa ermita, una escuela multigrado con unos muchachos y muchachas tan serios como no podría esperarse de su edad; un gran de árbol de oscuras, relucientes y constantemente verdes hojas en el centro de la plaza, como constante es este sol ardiente. Habría que decir que el camino de entrada y de salida estaba situado hacia el este, frente al pueblo  trazado en forma de herradura, cuyo envés daba al farallón del pantano, enorme, lejano, y a su neblina permanente y deletérea (brumal paisaje que nunca se disipa, y al cual los vecinos simplemente ignoraban).

El eco de la reverberación había entrado en la planicie hacía unas dos horas pero cuando el fenómeno comenzó serían las ocho y el sol, detrás de aquella nube de polvo que parecía avanzar hacia ellos, mostraba una protósfera naranja y fuego. Así que ya todos habían salido a curiosear y desde las ventanucas, las cercas de madera pintadas en cal, los jardines sin flores, la plaza con el solitario árbol “de hule” en el medio y el patio de la escuela, miraban en silencio aquello que se movía imperceptible, más por el marco y fogarada que por las luces desvaídas.

Maese también había salido. Se había echado sobre la silla mecedora de madera situada en el atrio y ceñudo miraba hacia la masa flotante. Agitaba la sotana para airearse y secaba el sudor espeso de la frente con el desteñido faldón. La fachada de la iglesia, con poco inclinada hacia el norte, lo protegía con una sombra en sesgo, como el hilo de su curiosidad. “Otro merolico —pensó—“.

“Vamos a ver si nos toca de a real o de a medio”.
Mas los primeros habían sido los habitantes de la escuela, que algo estaban siempre esperando y que, desde su posición en la altura de la plaza, comprobaron fácilmente que la nube de polvo no era provocada por la mensual caravana de mulas que partía cargada con sacos de cal blanquiazul y con los hongos secos cosechados antes del primer hervor de la madrugada, (para que vomitaran su veneno) empacados en hojas de tabaco silvestre; y que regresaba llena de mercadería, ropa,  alimentos, aguardiente, rapaduras de dulce, medicinas, espejos y espejuelos y uno que otro chunche sin utilidad visible.

Asimó, de unos doce años, pensó en voz alta:
—Han echado a andar el mecanismo antigravitacional.
—“Tatorio” —dijo Béberli, con voz suave.
— ¿Qué?
—Que se dice “gravitatorio”, no “gravitacional”.
—Es la misma mierda. ¿No ves cómo han dominado ya todo el campo magnético? —respondió con mirada volcánica—. Pero al darse cuenta de que la mujer que estaba a su lado le había dirigido una mirada ídem, se apresuró a susurrar, “perdón, maestra”, tan bajo como la voz de la niña.
—Las luces se estiran un poco erráticas —dijo Pol—, ¿no será que al descender se ha dañado algún instrumento?
—No seás pendejo —reclamó Asimó, mientras miraba de reojo a la maestra—.
Ellos tienen tecnología superior; todo está controlado por máquinas que piensan, no como vos. Pol musitó algo ininteligible, luego:
—Y, ¿por qué sólo se miran esas luces paliduchas?
—Porque lo controlan todo con ondas telepáticas, ya te dije —concluyó Asimó—. Éliso, Béster, Niven, Tall, Clark y hasta Orson Wels estaban allí, además de Ache Güel y Ray Brávori, mayores que los demás.

Durante un momento se mantuvieron silenciosos observando a la nube; pero el movimiento del aire entre sus cabellos avisaba que algo hervía: “Viene de Conoceros, de Eridanus o de Lagarto”. “No, por el débil resplandor esas luces deben provenir del Zodíaco”. “Ondulan a lo largo de la elíptica”. “Las figuras son del color de la arcilla y antropomorfas”. “Tal vez zoomorfas”. “Sus ojos sin rostro son ventanas que llevan hacia la oscuridad total”. “Son criaturas eternas, desnudas y resbaladizas; son el aceite en el espejo”. “Apuesto a que sus turbos son de estibina y arrojan fuego verde…”

Desde su mecedora, Maese miraba hacia la nube y sus faroles encendidos.
En una congelación de tiempo, y al unísono, todos parecieron hundir sus pensamientos en el pasado: Maese recordó claramente que así había llegado, tiempo atrás, el vendedor. Su carro era nuevo y brillante a pesar del polvo del camino.

Traía tres baúles llenos de libros y se la pasó todo un día bufando su faramalla para venderlos, pretendiendo además cobrar impuestos del Estado y hasta de la Santa Iglesia Romana. Con Maese se habían agarrado casi inmediatamente en pleito de retahílas de latín y hebreo antiguo de tal suerte que hacia el atardecer, después de una humillante derrota, ante la tenaz observación por parte de los pueblerinos y la evidente intención de la maestra y los muchachos por echarlo al pantanal del farallón, montó en su carro y fuese por donde vino, en-vuelto en una nube de ira y dejando los cajones bajo el árbol de hule, no sin antes lanzar puños de sal, cortar el aire con uñaradas ferales y tirar maldiciones y ventosidades que habían manchado la claridad de la tarde: “¡Os dejo los libros para que quemen vuestra alma, malditos incultos; pueblo de mala muerte!” vociferaba, mientras sus gritos se perdían en el camino, de regreso hacia la reverberación lejana.

La maestra también recordaba. Ella misma había llegado al pueblo mucho antes que el vendedor. Rápidamente la habían aceptado como era, pese a su habitual silencio, ya que quizá creyeron que era su mejor forma de comunicar con los jóvenes para enseñarles su sabiduría. Al recordar sonreía, mientras visualizaba la huida de aquel hombre iracundo. Recordaba cómo Maese le había dicho que el pueblo en realidad no tenía nombre, que el sonido poderoso de la palabra “malamuerte” le había gustado sobremanera. Ella se había encogido de hombros como una manera de asentir y los muchachos habían sacado a saber de dónde botellas de vino de hongos para celebrar.

Recordó la contienda y cómo, con los latinazos más sonoros, había compuesto canciones para sus alumnos, y que secretamente había guardado para reír se a solas, algunos con las más feroces connotaciones. El vendedor, con prepotencia de fuereño, había comenzado con “absit injuria verbo”, según dijo, para no ofender a lo presente. Pero Maese había replicado como un rayo que “abs tine et sustine”. Si el vendedor explicaba que tenía que vender libros y co-brar impuestos era porque “cum finis est licitus, etiam media sunt licita”. Maese replicaba, burlón, que no tenía para eso “vis comica”. Tomando pose de modesto, pero ya entrado en rabia, el vendedor, echando espumas, balbucía: “sic vos, non vobis, nidificatis, aves” y Maese, raudo y seguro: “vae victis”. Entonces el vendedor, verde, rojo y amarillo —no necesariamente en ese orden—, había espetado: “mala gallina, malum ovum”, y Maese: “nemo tenetur se ipsum accusare”. La maestra recordó que de ese jaez había continuado el duelo hasta que Maese, con grande aburrimiento, se había llevado la mano hacia la boca para sostener un no menor bostezo y en un farfullo había rematado: “acta est fabla”, para echarlo de la iglesia a sotanazo limpio.

Cuando ya el sonido del motor y el ruido de las maldiciones y los pedos se habían perdido en lontananza se reunieron bajo el árbol para abrir los cajones.

El primero estaba lleno de biblias. Maese examinó detenidamente las múltiples versiones: “Aquí no hay un tan solo versículo en latín” dijo, y con gran regocijo para la gente menuda, se hizo con aquellas hojas de papel cebolla una esplendorosa hoguera que daba hermosos, casi divinos, tonos aterciopelados. Luego abrieron el segundo y comprobaron con respetuoso silencio que estaba lleno de infolios de materia médica homeopática, terapéutica y de apología herbolaria. “Éstos —dijo Maese— no adolecen del pecado de apostasía, sin embargo yo mismo me encargaré de quemarlos, en solitario, por si hay alguno que esté entre ocultismo, inspirado por Belcebú”; y dicho esto los llevó para su iglesia, uno por uno, cuidando delicadamente no maltratar lomos, pastas y carátulas de antiguo cuero bruñido.

Cuando regresó de guardar el último ya la maestra y los muchachos habían abierto el tercero. Todos, menos ella, se hallaron de pronto muy sorprendidos.

Maese tomó de manera desaprensiva varios de esos libros y los hojeó al desgaire y dándose cuenta de que no entendía una tan sola palabra le dijo a la maestra que se los llevara para la escuela, que enseñara cómo no se debe leer, que hiciera con ellos lo que quisiese o que, finalmente, los quemara. Ella echó libros a la hoguera, mas no los del tercer baúl sino todos los textos escolares que había en los estantes. Desde entonces no enseñó más que estos nuevos. Así fue como los niños y las niñas aprendieron a releer, a escribir, a pensar y a maravillarse con cada letra, cada línea, cada cuento y narración, y cada novela de la ciencia ficción. Se memorizaron con felicidad una a una las páginas de cada libro; olvidaron sus propios nombres y adoptaron los de autoras y autores sin atender a sus grafías extranjeras y, cuando no había adultos cerca, hablaban en una algazara de sonidos, invenciones y admiraciones universales.
—Puros merolicos, dijo Maese. —También se van a ir echando diablos por el culo.


Dos

El lamento agudo de un animal a punto de morir retrotrajo a todos desde el embobamiento. La nube de polvo había desaparecido y al mismo tiempo, junto al campo de juegos del árboldehule y frente a la iglesia se había estacionado con ruido de latas y alaridos de bocina un antiguo camioncito, re sucio y des-co lo rido, con los faroles encendidos y el mágico esplendor polvoso del camino.

De él bajaron con toda naturalidad un hombre viejo barbado, un fornido hombre joven y una mujer embarazada con el cabello negro y largo extendido hasta los talones. Se movieron con estudiada diligencia y en cuestión de minutos sembraron el campo con toda clase de trebejos: maletas de latón, cuerdas grasientas, lámparas de oxígeno, telas multicolores; sacones llenos de aserrín, papelillo y serpentinas; tablones carcomidos por el uso y el abuso, lonas rotas y cuanto bártulo indescriptible se pudiese imaginar. Para lo último, y sin algún miramiento o problema de logística, tiraron desde la podrida carrocería al caballejo más flaco, endeble, feo y legañoso de la historia y lo ataron al árbol, bajo su sombra, en donde inmediatamente se cagó.

Pese a ese novedoso y maloliente entorno los jóvenes lo rodearon, lo examinaron y lo acariciaron, con la esperanza de encontrar en él algún abultamiento, corno escondido, tercer ojo y pata coja que les diera pista acerca de su sideral origen apartando, mediante la amorosa operación, una tupida bola de abejorros, zánganos, moscas y aves zancudas para encontrarle ojos y orejas, tristísimos los unos y largas y peludas las otras.

Aquéllos, en tanto, armaron con las lonas llenas de parches, remiendos, retoques y rasgaduras dos carpas sin techo; la más pequeña de las cuales aparentemente serviría de habitación. Fuéronse después hacia donde, impasible, les miraba Maese de cuya negra investidura adivinaron era la autoridad, el alcalde, el regidor y el escribano. Le plantearon su designio y objetivo de realizar dos funciones diarias, una por la tarde, otra por la noche, a la luz de las lámparas, a veinte céntimos la entrada de los cuales dos serían para la iglesia y tres para la escuela. Sin esperar respuesta volvieron a sus tendaleras, se vistieron con trajes de colores, blandieron y empuñaron melladas pitoretas y astillados tambores y salieron a dar vueltas alrededor del campo avisando, gritando, riendo y can tan-do las señaladas distracciones y divertimientos. Hicieron con piedras un fogón, hirvieron un potaje de garbanzos a modo de cena; comieron muy serios y en silencio y se acostaron a dormir bajo el cielo amarillo sin nubes y a esperar la hora de la chacota y el alboroto.
Maese trasladó, por primera vez, la mirada puesta sobre aquellos personajes hacia la masa de curiosos con lo que se entendió que era la hora de dispersarse y así, dormidos bajo el todavía hiriente sol quedaron, sin siquiera sentirlo, infinitamente solos.

Como estaba previsto, se hizo la función de la tarde pero no acudió una sola alma. Antes de que cayera del todo la noche, destrabaron otra vez la bullaranga alrededor del campo y avisaron que serían presentados el león indomable, la jirafa voladora y el corcel andaluz. La función, sin alguien que la viera, transcurrió lenta pero ruidosa. Hacia la medianoche, cuando estaban apagando los últimos candiles, aparecieron la maestra y los muchachos. Llevaban viandas, bebidas, colchas y almohadas. Estuvieron contando incógnitas y chilindrinas y riéndose hasta la madrugada. Maese tampoco había dormido; estuvo todo el tiempo sentado en su mecedora, echando espuma bermeja por los ojos.

Al siguiente día, por la mañana, anunciaron que habría una sola función nocturna, que iba a ser para beneficio total de la escuela y que los pobladores “amantes del arte y el espectáculo” podrían entrar con sólo presentar un poco de comida o un recipiente con agua. Después del parco almuerzo el hombre joven y la mujer se fueron hacia la escuela, donde todos los estaban esperando.

El hombre viejo se encaminó hacia la iglesia, solicitó a Maese la venia para una entrevista y estuvo con él durante largas horas. Cuando salió, casi a la hora de la función, Maese lo acompañó hasta la carpa y le hizo prometer que después se llegaría nuevamente a la iglesia para continuar la platicona.

A esta función sólo fueron los adultos. Los muchachos, casi todos encaramados en las ramas del árboldehule, disfrutaron más de lejos que aquéllos de cerca. Pero fue una función protocolar. Los chistes se dijeron en serio y el llanto del payaso, tan viejo y encorvado, pareció muy genuino. La mujer embarazada no bailó esta vez la conga sobre la cuerda floja. En su defecto, balanceose hasta el peligro al ritmo fúnebre, bastante desafinado, de un valse polaco. El hombre joven hizo contorsiones sobre el lomo del caballo y en varias ocasiones las patas de éste se enredaron tan espectacularmente como el ovillo de brazos y piernas que tenía encima. No duró las dos horas programadas porque el hombre viejo, semidesnudo y con un holgado turbante, se había dormido sobre la tabla erizada de clavos oxidados. Pero no dejó de ir a su cita con Maese y se presentó con cuaderno y lápiz porque su amigo tendría que dictarle algunas recetas de su muy especial conocimiento. Así fue como el hombre viejo se educó durante un cursillo intensivo y supo de las misteriosas bondades de la Flora Maga. Escribió con gran dedicación remedios para la debilidad en la memoria, con la manía o inclinación a blasfemar horriblemente; para la disposición sentimental del ánimo en las noches de luna, particularmente por el amor estático; para el dolor en la cabeza como si estuviese magullada en todos los huesos de ella y hacia abajo hasta la raíz de la lengua.
Para esto Maese había recomendado la estafisagria, el opio y la ipecacuana.
Para el dolor presivo intenso en los globos oculares y el profuso lagrimeo al aire libre, la espigelia y la pulsatilla. Para la afección del tubo de Eustaquio, cuan-do sintiese silbidos, rugidos y chasquidos, con dureza de oído al roncar, el pe-tró leum. Para el abultamiento del abdomen y borborigmos, la licopodia. Para fisuras y dolor en el recto, cuando dura horas después de defecar, el nitrato acidulado. Para la orina amarillenta obscura, turbia y rojo morenusca al salir, la calidonia. Para el corazón palpitante y ruidoso, la veratrix virga. Para el onanismo y consecuencias de las pérdidas seminales excesivas, la quina. Para el varicocele y dolor u orquitis por el cordón espermático hasta el testículo izquierdo, comúnmente llamado “güevo”, la hamamelis y el agnus. Para lascivia e irresistible deseo del coito, el fósforo y el caladio. Le dio también receta para la mujer joven embarazada por si padeciera alguna vez de leucorrea profusa o meancina hasta los pies, en cuyo caso tendría que hervir y tomar gotas calientes de chipilín. Y para el hombre joven, en el caso de gonorrea en el tercer período con escurrimiento espeso, la hidrastia, el rododendro y el mercurocromo pasado en sol.

Tres

Habida cuenta de que la primera había salido cachiflín porque el viejo se había dormido sobre los clavos y porque “mañana nos vamos” la segunda función del último día en Malamuerte fue adelantada dos horas, pero duró tres más de lo que se había programado.
En un principio todo iba muy bien, con un lleno tal que dejó al pueblo vacío. Un cielo claro de luna llena e hipnótica se hinchó con la música y el estruendo, con las risas y redobles. Salió un mago que hizo desaparecer a la joven con todo y vientre ante la mismísima nariz y mirada de asombro de Maese, sentado en primera fila. Hubo pulsadores, equilibristas y trapecistas, casi siempre en número de tres. Hubo payasos y payasita, nigromantes y adivinos telépatas… De todo, en fin.
Para el momento en que se anunció al león indomable había un silencio tan espeso que a lo lejos la neblina venenosa del farallón comenzó a destilarse en la roca. El león se llegó hasta el centro del escenario, sacudió su melena alborotada y abrió la boca en la que brillaban grandes dientes caballunos para dejar salir, con inspirado acento, un rugido fonográfico de tal modo convincente, que erizó los cabellos presentes y allá disipó para nunca jamás el miasma y la ponzoña… Como si aquello hubiera sido poco apareció después, de punta en blanco, con plumas de avestruz en las orejas y serpentinas en la cola, galo-pan do y caracoleando en el redondel con un garbo inimitable, al son de un tango en bandoneón.

Todos esperaban en contenido espacio porque tenía que hacer la jirafa voladora, el punto culminante de su actuación. El animalito, con su traje de motas, volvía sus ojos tristes hacia la galería donde se agolpaban los muchachos y muchachas, sin poder agradecer nada más con su mirada tanto aplauso. Subió por el plano inclinado hacia una plataforma de dos metros, tomó con sus enormes dientes la cuerda que lo transportaría hacia la otra por los aires y, cuando sonaron los redobles y se encendieron los fuegos multicolores, inesperadamente se soltó, en pleno vuelo; cayó al suelo cubierto con aserrín rojo y ocre y se destartaló tirando huesos y costillar por todos lados.

Tuvieron que suspender por un tiempo la fiesta para ir a enterrarlo bajo el árboldehule y regresaron, a instancias de los artistas, porque “la función debe continuar”. Pero casi de inmediato hubo que parar de nuevo porque esta vez el faquir se había dormido nuevamente, y ya no pudo despertar. Quisieron enterrar lo junto al caballo pero Maese pidió que lo llevaran a la iglesia, donde él personalmente lo sepultaría en sagrado. Después el espectáculo siguió hasta el último minuto, en el más secreto y callado de los silencios.

Al siguiente día, muy temprano, el hombre joven y la mujer embarazada liaron sus bultos. Colocaron sobre la podrida carrocería los cerdos, las aves, los alimentos y los regalos que les habían llevado. Enfundaron en los papeles de colores que sobraron de la noche anterior la botella de vino de hongos, que los muchachos habían sacado de no se sabe dónde.

Tal vez eran las ocho de la mañana cuando se perdieron entre una nube de polvo, sonando su bocina como un animal herido, difuminándose hacia el este, entre un sol que abrasaba…
“Tomaron la forma humana menos conveniente”, dijo Béster.
“Tal vez ese era su escudo contra las radiaciones”, dijo Niven.
“Para nada —terció Ray Brávori—. Esas maltrechas figuras nunca estuvieron disfrazadas. Es el aspecto verdadero que tienen en su hogar, dentro del racimo de soles, de donde vinieron”.
“Cierto, dijo Hache Güel: quizá del viejo Orión, con su garrote en alto y su espadín al cinto. O del trono de Casiopea, o del morro espumoso de Pegasso; tal vez de la cola del Can Menor… Ni sería raro que hubiesen venido directamente de Alcor y Nizar”.
—Mimetismo puro —dijo la maestra

Malamuerte, 1997

Lea completo en digital El cuento de la guerra

Próximamente "Crónica de un corresponsal no alineado" (El cuento de la guerra)

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EDUARDO BÄHR
(Tela, 1940)

Licenciado en Lengua y Literatura, con posgrado en Letras Hispánicas en la Universidad de Cincinnati. Ha dirigido compañías de teatro universitario y actuado en teatro y cine en su país. Su obra incluye cuentos y guiones de teatro. Con su libro El Cuento de la Guerra recibió en 1970 el Premio Nacional de Literatura Martínez Galindo; en 1995, la Medalla Gabriela Mistral del Gobierno de Chile. Su obra narrativa incluye también Fotografía del Peñasco (1969) y La Flora Maga (1999), así como los libros de literatura infantil Mazapán (1982), El Diablillo Achís (1991), Malamuerte (1997) y El niño de la montaña de la Flor (2003).

lunes, 13 de mayo de 2013

Tres cuentistas hondureños nacidos en los 60s: María Eugenia Ramos, Mario Gallardo y Dennis Arita



Portada de la antología Puertos abiertos. 


Hace dos años, en una entrevista que Carlos Rodríguez realizó a Julio Escoto con motivo de la antología de cuentos “Puertos abiertos” (Fondo de Cultura Económica de México, 2011), cuyo antólogo es el reconocido escritor nicaragüense Sergio Ramírez, Escoto expresó que “en el caso de Honduras ocurrió una sustitución de autores”, lo cual sugiere que de haber sido el antólogo habría incorporado, imagino, a escritores afines a su tendencia literaria (realismo mágico, realismo socialista), lo que corrobora el sesgo particular que habría implicado su selección, la cual no es difícil de imaginar: parcial y sin el distanciamiento necesario para exponer un amplio y representativo panorama literario del cuento hondureño. Es cierto que su inclusión en la antología es indispensable, a pesar de que las generaciones de escritores posteriores a la suya, la del 84, denominada “posvanguardia” (los nacidos entre en 1954 y 1983) y la de los nacidos después del 1984, no sintonicen y reconozcan en él un modelo de escritura, un escritor que los haya influido. Escoto fue uno de los renovadores –para bien o para mal- de la narrativa nacional, aunque para mí la renovación estilística vino a través de Eduardo Bähr, con su estilo sobrio, nítido, lacónico, con esa fuerza y estilo narrativo heredado de la literatura inglesa, piénsese en Hemingway, piénsese en Joyce. Quizás en uno que otro autor de la posvanguardia se encuentren huellas afines de las que abrevó Escoto. 

Su obra más importante, “El árbol de los pañuelos” (1972), basada en una novela de Ramón Amaya Amador, “Los brujos de Ilamatepeque”, y cuya estructura le debe una gran influencia a la novela de Juan Rulfo, “Pedro Páramo” (1955), le acreditó un lugar de ruptura en las letras hondureñas y un merecido lugar en las letras centroamericanas. La implementación de las nuevas técnicas narrativas de vanguardia en Latinoamérica y su obstinada búsqueda de la identidad nacional, “revoluciones culturales o políticas y un amplio apego a la superstición”, temas o motivos propios del realismo mágico, sumado a un lenguaje con reminiscencias barrocas (piénsese en Carpentier), le mereció su importancia en la historiografía nacional, en una época en donde el discurso latinoamericano comenzaba a indagar en conceptos sobre “identidad”, vía Levy Strauss y otros antropólogos y estudiosos centroamericanos que trataban de definir nuestra herencia, tradiciones y cultura, en aras de definir una identidad regional.

Suponiendo que Escoto era el responsable de la selección en Honduras y que, además, “no autorizó” lo publicado en la antología, habría sido nefasto para la muestra de la literatura hondureña que pretendía Sergio Ramírez y el Fondo de Cultura Económica de México:

Ésta es, por tanto, una antología del siglo XXI, y nos permite ver el cuento centroamericano lejos ya de sus viejas fronteras. En cada uno de los autores elegidos, una selección necesariamente rigurosa, hemos buscado, antes que nada, la excelencia de la individualidad creadora que se basa en los recursos del lenguaje y la imaginación; es decir, como en toda buena antología, la calidad de la expresión literaria. Y a través de la manifestación de todas estas individualidades, un conjunto en el que necesariamente dominan los escritores nacidos a partir de los años sesenta, podemos advertir los sustratos que nos ayudan a identificar la realidad social contemporánea de Centroamérica en su compleja diversidad. (El subrayado es mío).

Rodríguez también pregunta a Mario Gallardo (1962), uno de los escritores y críticos literarios más notables de las últimas décadas en Honduras, también antologado, si considera que la recopilación es representativa, a lo que contesta que, además de serlo, “muestra un panorama amplio y representativo de la narrativa de corto aliento que se está escribiendo en la región”, y puntualiza lo que el mismo Sergio Ramírez aclara en el prólogo -y que cité anteriormente-: “tiende un puente entre propuestas que marcaron el paso durante el siglo XX y las que se encuentran en proceso aún de definirse en el siglo XXI.” Relectura importante si se piensa en función de que cada generación nueva ha sido alimentada por las mismas fuentes que su antecesora, pero que además posee otras herramientas de interpretación que le brindan los estudios actuales. Gallardo pertenece a una generación posterior a la de Escoto. El relato antologado por Sergio Ramírez es “Las virtudes de Onán”, del que Hernán Antonio Bermúdez opina lo siguiente:

Se trata de un libro refrescante donde proliferan los axiomas de la lujuria y el sexo es la única lingua franca. Intensamente erótico, en buena parte de Las virtudes de Onán se asiste a una especie de rapacidad sexual, narrada con desparpajo, como pocas veces se ha visto en la narrativa hondureña. La única comparación posible sería con la desinhibición lúbrica que ha solido desplegar en su obra Horacio Castellanos Moya. Fuera de éste, nuestros mejores narradores, Marcos Carías, Eduardo Bähr, Julio Escoto y el mismo Roberto Castillo, lucen recatados al lado de Mario Gallardo.
Y es que así labora la historia literaria: cada generación subsana los vacíos de sus antecesores (Gallardo es cinco años menor que Castellanos Moya y doce años menor que Roberto Castillo), cada generación –así como cada escritor individual- formula sus propias demandas a la literatura, y posee sus propios apremios expresivos. (…) “Las virtudes de Onán es un libro clave para entender las entrevisiones de una nueva generación literaria hondureña.”
(“Por fin, la noche sampedrana”; 2008.)

Retomando el juicio anterior, me hace volver a otra de las respuestas de Julio Escoto al sugerir que “‘Sombra’, de Arturo Martínez Galindo, debería encabezar toda recopilación de cuentos hondureños”, con lo que cada narrador hondureño estará de acuerdo con unanimidad. Pero ya ha sido esclarecido el criterio que primaba en la antología, que era sólo sobre escritores vivos: “Era una necesidad... Solo son autores vivos. Esto le da cierto límite, si no serían infinitas, y le da más peso a los jóvenes” (S. Ramírez, prólogo a “Puertos abiertos”). Si analizamos bien la respuesta de Escoto, de que Galindo debería encabezar cada antología de narradores, dice una gran verdad, pero también engendra una contradicción en su propio argumento: puesto que a consideración mía solo el relato de M. Gallardo puede equipararse a “Sombra” de M. Galindo. Si su apreciación no estuviera condicionada o prejuiciada –o tristemente desfasada- se daría cuenta que era necesario e indispensable que saliera “Las virtudes de Onán”, publicado casi con un siglo de diferencia, relato que, a mi ver, trascenderá su tiempo al igual que lo hizo “Sombra”. Podría percibir lo que un grupo de escritores y críticos han encontrado en su obra, entre ellos: H. A. Bermúdez, crítico y ensayista hondureño, Giovanni Rodríguez, escritor y ensayista hondureño, Helen Umaña, crítica hondureña, Rodolfo Pastor Fasquelle, historiador hondureño, y su servidor, Gustavo Campos. Leería en función de qué nuevos aportes técnicos y narrativos ofrece a la literatura nacional y de la región, el cambio de perspectiva con el cual retoma esporádicamente el contexto de la época de los desaparecidos y las militancias ideológicas, se me ocurre en este momento M. Kundera, tema ya tan manido y que ha sabido recrear y relegar esa necesidad de ubicar un texto contextualmente, y que para mí puede ser leído tanto como a comienzos del auge doctrinario de los movimientos sociales a mediados del siglo XIX como a principios del XX, así como en épocas de posguerra y guerras fría y en la época contemporánea, y es por la forma y el desprejuicio y desenfado con el que está narrado lo que lo nutre de intemporalidad, además de ese hálito de vida de los personajes que viven su cotidianidad fundada en los placeres y el pasar de la vida, ajenos a militancias ideológicas, y a su vez también es un texto por donde transitan interdiscursividad e intertextualidad cultural, signos posmodernos. El texto de Gallardo ha sabido cumplir con algunos postulados definidos por Derrida, en cuanto a obra se refiere, claro, tomado el concepto para nuestro pequeño mundo centroamericano: la obra vista como algo que permanece, que no es del todo traducible, que tiene un lugar, cierta consistencia: algo que se archiva, a lo que se puede volver y puede repetir en un contexto distinto; algo que todavía podría leerse en contextos en que las condiciones de lectura habrán cambiado, en otra palabras, supo borrar los contornos de su “contexto individual”. Su texto se suma a un hálito por el que pasan autores como Castellanos Moya, Rey Rosa, hay que puntuar que tardíamente, pues su único libro de relatos data del 2007; al grupo antes mencionado habría que sumarle el joven Maurice Echeverría. (Léase “Onán, un aventurero espiritual”, ensayo en donde expuse algunas ideas respecto al libro de Gallardo.)

Respecto a la escritora incluida en la antología y nacida tres años antes que Gallardo, María Eugenia Ramos, fue seleccionada por un grupo de editores y organizadores de la FIL como una de los “25 secretos mejor guardados de Latinoamérica”, su sola inclusión en este listado latinoamericano avala su aporte a las letras centroamericanas. Ya antes había sido incluida en Pequeñas resistencias 2, elaborada por Enrique Jaramillo Levi (Madrid, 2003); en Huellas ignotas, antología de cuentistas centroamericanas Vol. II, por Willy Muñoz (Costa Rica, 2009), entre otras.

“Cuando se llevaron la noche” es el cuento incluido de María Eugenia Ramos, un texto donde la tensión existencial y la angustia del personaje van configurando ese mundo que va entre el onirismo y lo fantástico, que nos recuerda cierta incapacidad de los personajes de Kafka de traducir experiencias inquietantes. Y en su libro Una cierta nostalgia (HN, 2000) casi todos sus cuentos están madejados por un profundo proceso de extrañamiento, algunos de ellos con elementos fantásticos, donde también aparecen ambientes de humor absurdo, a cierta manera de Stevenson o Chesterton. Según Helen Umaña es un “libro que contiene once cuentos de pulcra factura y de una fuerza expresiva que emana del aparente distanciamiento con que se cuentan las historias que, evitando la reiteración de patrones realistas, barajan las cartas de lo simbólico y alegórico”. En “Cuando se llevaron la noche” podrían rastrearse algunos simbolismos de origen irlandés: la casa o la habitación significa la actitud y la posición del hombre o mujer frente a las fuerza del otro mundo, o bien como apunta Bachelard, la casa significa el ser interior, pero también es símbolo femenino. La personaje manifiesta una honda angustia al entrar a la habitación con su amante, la cual se acrecienta al ir percibiendo poco a poco que lo que parece noche no es noche sino su ausencia, y que su mundo, su interior, ha quedado encerrado para siempre en la habitación, identificando y creando una fusión entre ambiente y su preocupación interior al verse impotente ante las fuerzas del mundo exterior. La tensión que se maneja en el cuento, los diálogos extraños, las distintas maneras de ver a través de una ventana, que funciona como receptor ya sea de conciencia, va entre lo metafísico, la percepción y lo indeterminado, hace que este texto se convierta realmente en una pieza extraña de un valor incalculable en la literatura nacional. Al igual que en el caso de Gallardo, este texto junto a “Para elegir la muerte”, pueden leerse en distintos contextos, archivarse, se podrá volver a ellos una y otra vez y encontrar nuevos significados.
También Sara Rolla se ha referido al libro de M. E. Ramos: “evidencia, en síntesis, una destreza en el oficio narrativo que enaltece no sólo a la autora, sino a la literatura hondureña en general, al constituirse en una de sus voces más frescas y estéticamente responsables.”
(“El oficio narrativo de María Eugenia Ramos”; 2001).

María Eugenia Ramos (1959) y Mario Gallardo (1962) son los que mejor representan nuestra literatura de los últimos años, sus libros Una cierta nostalgia (2000) y Las virtudes de Onán (2007), aparecidos en los últimos 12 años, han buscado renovar nuestra ya apagada y agotada literatura, refrescándola, explorando otras fuentes y otros lenguajes más cercanos a nuestro tiempo, dejando atrás ese arte prestidigitador y artificioso de lenguaje barroco, abrumante; más cercanos a Martínez Galindo, Óscar Acosta y Eduardo Bähr, Ramos y Gallardo han sabido elegir su herencia narrativa y cultural y comunicárnosla, cada quien desde su óptica, uno más relacionado a la vida y a la interacción y desmitificación de la sociedad y de mártires y desenmascaramiento de falsas virtudes e hipocresías morales, y la otra más arraigada a lo fantástico, a lo onírico, en defensa o en respuesta al cansancio que producían ese obligado “pacto testimonial” y esa “alianza de la literatura con los sectores populares” y la búsqueda de nuestra “identidad”, que como decía Campra en América Latina: la identidad y la máscara: solo el latinoamericano se obsesiona en buscarse o sentirse parte de una identidad inventada por la conquista, “es por eso que al acercarse a la literatura latinoamericana, suele dirigirse mas que a su literariedad, al mundo que la produce y la exige”.

No sabemos qué nombres son los “no autorizados” por Escoto; pero, previendo o imaginando cuáles han de ser, decidí aventarme a escribir este artículo, no en defensa de Ramos y Gallardo, pues su obra no necesita ser defendida, mucho menos ellos, sino por una razón específica: cumplir una de las labores que debe tener la crítica: guiar e intermediar entre obra y lector. También debido a la carencia de estudios sobre la producción literaria de los últimos años y para que los lectores menos avezados o prejuiciados se animen a leer a estos dos autores. 

Nota: Caso que amerita mención aparte es el caso de Dennis Arita (1969), escritor que se suma al dúo antes mencionado. Ha publicado dos libros de cuentos: el primero Final de invierno (2008) y el segundo Música del desierto (2011), en los cuales deja ver mundos más cercanos a Onetti, según H. A. Bermúdez, y en donde es reconocible su veta del relato anglosajón, en términos de lenguaje, en términos de historias sin concluir, elípticas, extrañas, pero que también es parte de esa actitud de experimentación y dar la espalda a ese “sueño” de escribir sobre nuestra “herencia” o tradiciones populares. Y agrego a Dennis porque considero que con él sucede algo curioso: por estar entre generaciones, pareciera que la mayoría de las veces suele escapársele a antólogos nacionales o extranjeros que definen bases de selección en razón de fechas específicas, según políticas editoriales, quedando relegado por no haber nacido unos 5 años antes o después de 1969 (año que se impregna de algún malditismo por sus últimos tres dígitos, según intuirá más de algún fanático religioso).

 San Pedro Sula, 2011

jueves, 18 de abril de 2013

Arturo Martínez Galindo en Nueva Orleans.



Boda del escritor Arturo Martínez Galindo con la señorita Luisa Bennaton, Nueva Orleans, 30 de septiembre de 1929. (Colección poeta José González). 
Fuente: Jorge Alberto Amaya
 


sábado, 20 de octubre de 2012

Flash back (Post scriptum). Giovanni Rodríguez





FLASH BACK (Post scriptum)
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¡Huele a mierda! ¡Inexplicablemente huele a mierda! Todo huele siempre a mierda. Si estoy aquí, sentado obstinadamente frente a la pantalla de mi computadora, dispuesto a escribir después de todo este tiempo, es sólo porque me vienen a la mente viejos recuerdos, recuerdos de cuando era demasiado joven y creía aún en las posibilidades de cambiar el mundo. Tendría acaso unos dieciocho años y no soñaba siquiera con mantener una relación seria con ninguna mujer. Había conocido a tres amigos y había conformado con ellos un singular grupo con la firme –y loca, absurda, arriesgada- intención de derrocar el poder eclesiástico del país. 

Trataré de decir esto de la manera más rápida posible. Es urgente que lo haga. Seré breve. Un día un periódico local publicó la nota curiosa de los mensajes escritos en las paredes de una iglesia, y a partir de entonces a la prensa nacional le interesó sacarle todo el provecho posible a la idea morbosa de que el máximo líder religioso del país pudiera ser, antes que un santo, un hombre impulsado por causas diabólicas. 

Todavía conservo el recorte, que en aquel momento significó para nosotros cuatro una especie de homenaje, junto con los recortes de las noticias posteriores. 

Ahora que puedo ver hacia atrás, después de haber leído una y otra vez eso que ahora constituye la historia de Los Herejes, he de aceptar que en esencia lo que en el libro se cuenta es absolutamente cierto. Y digo “en esencia” porque aunque los hechos no se hayan producido exactamente de la misma manera en que son referidos en el libro, sí aparecen representados en él al menos como nosotros hubiésemos querido que sucedieran.

Eran los días de la locura, de la insensatez, pero eran también los días de vivir la vida no como simples observadores, sino como protagonistas. Imagínenme entonces con toda esa fuerza vital que no doy muestras de poseer ahora, queriendo agarrarle los huevos a Dios.

No voy a contradecir lo que está escrito en las páginas de ese libro biográfico de nuestro grupo. Soy consciente de que al final de cuentas la historia depende del punto de vista del cual se la mire. Pero ahora que me vienen los recuerdos de esos días, me da por aportar otros puntos de vista, no para modificar la historia, sino, quizá, para enriquecerla.

La noche de los disparos no se nos ocurrió otra cosa que llevarnos al herido a un motel de paso en las afueras de la ciudad. Todavía me río pensando en todo lo que pudo haberse imaginado el administrador al ver llegar a cuatro “machos” empapados a su motel. Después de levantar la cortina metálica para que introdujéramos el carro, cerró tras nuestro y apareció unos minutos después en la ventanita de la parte posterior de la habitación con cuatro toallas y cuatro cajitas de preservativos de tres unidades cada una. Nos dijo que por tratarse de cuatro y no de dos, como usualmente ocurría, tendría que cobrarnos el doble de la tarifa normal. Rápidamente reunimos los seiscientos lempiras para que el tipo se esfumara y nos permitiera concentrarnos en la herida que la bala le había producido a Simón en la parte anterior del muslo derecho. Por fortuna ésta no se había alojado dentro, pero el roce provocó que perdiera mucha sangre. Simón, desde el momento del disparo, sólo había emitido un grito de dolor, y toda su euforia inicial se había transformado en un letargo que le hacía parecer indiferente ante su propia circunstancia; pero aun así, si uno ponía atención, podía descubrir en su rostro una combinación de dolor, vergüenza y frustración. Mientras limpiábamos y examinábamos la herida, uno de nosotros buscó al administrador del motel para pedirle algunas cosas de su botiquín. Lo convenció de colaborar y guardar silencio con dos billetes de cien. Luego volvió a la habitación, desinfectamos la herida y la vendamos. Al amanecer, fuimos a dejar el carro a una gasolinera para que el hermano de Ricardo lo recogiera, y partimos, de bus en bus, hacia el norte.

Durante más de cinco meses nos dedicamos a recorrer buena parte del país. Empezamos por los morenales de la costa norte, en donde nunca fuimos mal recibidos. Parecíamos los últimos turistas de una generación a punto de extinguirse. Subsistíamos con poco: restos de nuestros ahorros y los envíos de la madre de Simón. Nos suponíamos buscados por la policía, pero en realidad la policía nacional no era tan hábil como para deducir que las simultáneas desapariciones de cuatro muchachos que vivían en cuatro distintos puntos de la ciudad se derivaban del intento de secuestro a un pastor evangélico famoso. Cada uno de nosotros había hecho sus respectivas llamadas telefónicas justificando su desaparición ante familiares y amigos, y aunque ninguno percibió en sus interlocutores el tipo de alarma que temía, optamos todos por no confiarnos demasiado.

Durante esos primeros días de la huida en los morenales nuestra amistad se volvió más firme que nunca. Para entonces ya no compartíamos solamente las mismas ideas, sino también los mismos secretos y los mismos temores. Los cuatro experimentamos una especie de vuelta a la semilla. Poco a poco nos fuimos olvidando de nuestros ideales, de nuestro hartazgo por la idiotez popular, como dice en las páginas del libro, y fuimos cayendo en un agradable estado de complacencia con todo lo que nos rodeaba. Llegamos a un punto en que nos olvidamos de la razón por la que estábamos ahí y no en la ciudad, en nuestras casas, con nuestras ocupaciones diarias. Fue una conveniente involución. Crecieron nuestras barbas y nuestras cabelleras. Nos bañábamos en los riachuelos que bordeaban los morenales y desembocaban en el mar, comíamos la comida y bebíamos la bebida que nos ofrecían los negros, nos emborrachábamos y bailábamos en la arena, bajo champas construidas con troncos y palmeras de coco o bajo el resplandor metálico de la luna, nos acostábamos con las mujeres jóvenes y no pensábamos en el amor o en las vidas posibles, éramos sólo fragmentos de una existencia remota más allá del tiempo y de nosotros mismos.


Pero no podíamos permanecer mucho tiempo en el mismo lugar y nos movíamos siempre. Éramos cuatro puntitos en permanente fuga.


En Tornabé decidimos que debíamos ir a las Islas, y nos fuimos. Nos subimos a una lancha barata que nos llevó, junto a otros cuatro tripulantes, desde La Ceiba hasta Roatán. Todos recordábamos las palabras de Valdo al describir el lugar: “Esa isla es un paraíso. Ahí te olvidás de todo, sólo querés ver y beber, ver y beber, desde que llegás hasta que te vas”. Y nos la pasamos viendo y bebiendo durante cuatro días, hasta que el dinero empezó a escasear de nuevo y no había posibilidades inmediatas de que la mamá de Simón hiciera una nueva transferencia bancaria. Cuando veníamos de regreso en otra lancha los cuatro, como si de pronto la felicidad colectiva se hubiera puesto de acuerdo para extinguirse al mismo tiempo, vomitamos sobre el mar, mientras muy cerca de nosotros los delfines jugaban a acompañar nuestro viaje.

¿De dónde viene este olor a mierda? Dirijo mi olfato hacia todas direcciones y no logro dar con ese maldito olor a mierda que se ha vuelto insoportable, no por el olor en sí sino por no saber de dónde proviene.

Sigo escribiendo. Aún con este molesto olor a mierda sigo escribiendo. De hecho, cada vuelta a la conciencia de la existencia de este olor a mierda es lo que me permite establecer pausas entre lo que escribo. Porque no soy de los que escriben mucho de un tirón. No soy de los que pueden sentarse a escribir durante dos horas seguidas. Soy, más bien, un escritor de rachas cortas, de los que escriben unas pocas líneas y toman aire para no ahogarse. Escribo esto porque es una necesidad que me vino de repente. No es que necesite reivindicarme de alguna forma por lo que hice o pude haber hecho mal, pero creo que quizá valga la pena aportar algunos datos adicionales sobre esa curiosa historia que construimos con nuestras irreverencias juveniles. 

Sabíamos que la policía consideraba delito un intento de secuestro. Nosotros no lo considerábamos así. Al menos no considerábamos que joderle la vida a un pastor evangélico debiera representar una infracción a la ley. En nuestro particular código moral considerábamos un deber social joderle la vida a ese pastor. Así de grande era nuestro compromiso con la sociedad. 

¡Otra vez se me viene este olor a mierda! Pero no parece haber mierda por ningún lado aquí cerca. Ha de ser una mierda sicológica, o metafísica.

He querido reproducir en estas páginas esos recuerdos juveniles no porque considere que esa vieja historia tenga algo de importancia, sino solamente para ofrecer a quien las lea un panorama de lo que fue mi vida, y la vida de mis tres amigos, en sus años más auténticos, más vitales.

A estas alturas ya no voy a andar haciendo travesuras herejes. Soy algo mayorcito para eso. Aquellos días, si bien no me arrepiento de haberlos vivido de esa manera, fueron días de una juventud enfebrecida en los que todavía pensaba que podía ayudar a cambiar el mundo con mis acciones. Casi todos los jóvenes, en su momento, piensan lo mismo, pero muy pocos se deciden a actuar como nosotros lo hicimos. No estoy arrepentido. Y sé que nuestro disparatado aporte a la sociedad pudo quizá no haber significado nada para ésta, pero al menos esa forma de vida que llevábamos por aquellos días nos ayudó a nosotros mismos. Nos ayudó a encontrarle un poco de significado a nuestras vidas. Nos ayudó a pasar los tiempos difíciles en el espíritu de un solo propósito. Teníamos una razón para vivir y para seguir luchando, más allá de los problemas de cada uno. Nos ayudó, en fin, a justificar, aunque fuera de manera arriesgada, nuestra pobre existencia.

Es difícil escribir cuando se tiene hambre. Más difícil todavía si además de hambre hay un olor a mierda que proviene de cualquier punto de la habitación. Que digan lo que quieran los demás, yo no soy de los que puede escribir algo decente si tiene en su estómago ese continuo joder que es el hambre. He de aceptar que muchas veces me he quedado escribiendo algo durante varias horas sin preocuparme de que aún no haya caído nada al estómago. Pero es distinto. Si lo primero que vino a la mente y por ende a todo el organismo fue el impulso de la escritura, ese impulso habrá de mantenerse por encima de la conciencia del hambre. Pero si es el hambre y la conciencia del hambre lo que llegó primero, como es el caso de ahora, me resulta imposible pensar en escribir y mucho menos disponerme a hacerlo ya sentado frente a la computadora, con la pantalla en blanco. Microscópicos seres parasitarios se alimentan mientras tanto de mi necesidad de alimento, conspiran, se unen contra mi disposición literaria. Y me rindo ante ellos.

Pasé hambre en el pasado. Hambre de todo tipo, no sólo de comida. Mi apetito voraz se manifestaba en muchas otras cosas. Quería ser diferente a todos los demás, no quería que me consideraran parte de todo aquello que perteneciera a lo común, a lo corriente, a lo vulgar, y por eso me lanzaba a las acciones extremas. Estaba dispuesto en ese tiempo a lanzarme con paracaídas desde un helicóptero, a lanzarme de un puente con una soga elástica atada a mis pies, a probar todas las drogas posibles, todo para poder decirme a mí mismo y decirle también al resto del mundo que había viajado a los límites de la vida y había vuelto ileso, que era un loco, sí, pero con pasaje de ida y vuelta a la locura. Tenía hambre de gloria y hacía cualquier cosa con tal de alcanzarla. Creía todavía en La Gloria Mayor y por querer aprehenderla fracasaba rotundamente. Poseía una imaginación desbocada. Emprendía grandes proyectos y ninguno de ellos llegaba a concretarse. No había una disciplina, lo echaba todo a perder. Y con las mujeres ocurría igual. No era capaz de amar a una sola, las quería a todas y en cada una de ellas encontraba una cualidad extraordinaria, y la suma de todas esas cualidades extraordinarias constituía a la mujer extraordinaria, precisamente a la mujer que no podía tener. Por eso, muchos años después, cuando conocí a V, ya no era un muchacho de mirada horizontal, concentrado únicamente en ese punto de fuga personal que me impedía percibir lo que estaba ocurriendo a mi alrededor, entonces ya me detenía a observar mis pasos con una atención insólita, como si en el acto cotidiano de caminar se hallaran todos los secretos de la existencia, como en espera de que en cualquier momento me tropezaría con una piedra y ese tropiezo me obligaría a caer, y por primera vez caería consciente de mi propia caída, y eso representaría el principio de un nuevo modo de existir. Así fue como ella me encontró, absorto en la contemplación de la piedra en la que recién había tropezado, pero aún sin ser del todo feliz por el tropiezo, esa parte le correspondía a ella procurármela.

Pero no es mi historia con ella la que quiero contar ahora. Para ella habrá tiempo después, ella tendrá su propia historia. La historia que quiero contar ahora ustedes los lectores de este libro ya la conocen, es la historia de cuatro muchachos a quienes todos llamaban Los Herejes, es la historia que han leído antes de llegar a este apartado titulado “post scriptum”, es la historia que prometí contarle a Rodríguez, el encargado de reorganizar los papeles que una vez recibió en su oficina para que los publicara si el material era de su agrado. En los primeros días de enero de este 2008, casi un par de años después de haber acabado todo, me he comunicado con Rodríguez. Lo llamé primero a la oficina de la Secretaría de Cultura, pero me informaron que ya no trabajaba ahí y que ahora vivía en España. Me proporcionaron un número telefónico de la casa de sus padres. Llamé ahí y su mamá, después de explicarle el motivo de mi llamada, me dio el número de su celular en España. Cuando al fin pude escuchar su voz le dije mi nombre y le dije que quería saludarlo personalmente. No le dije que yo era el narrador de la historia de Los Herejes. Sí le dije que conocía los papeles sobre los que él estaba trabajando y le hablé también de mi intención de escribir un texto adicional para esa historia. Hizo varias preguntas que me negué a responder en ese momento. Un post scriptum, dijo finalmente, como analizando mi oferta, y yo dije bueno, eso, un post scriptum. No es mala idea, dijo él, ¿tiene información adicional?, agregó, y yo dije sí, información valiosa, pero me gustaría dársela personalmente. Por ahora no se puede, me dijo, pero en febrero estaré en Honduras; si quiere, nos ponemos de acuerdo desde ahora. Perfecto, le dije, dónde preferiría que nos encontráramos, pregunté. Si le parece, que sea el 24 de febrero en el café Pamplona, dijo, y yo dije sí, en El café de los artistas. En el qué, dijo él, y yo dije nada, nada, sé que así lo llama usted en una novela que mantiene inédita y que así le llamó Valdo a un café guatemalteco en uno de sus cuentos. ¿Ha leído mi novela?, dijo él, sí, dije yo. ¿Pero cómo es posible? Bueno, ¿y qué le pareció?, preguntó. Bueno…, mascullé. No tiene que decir nada, total, es una novelita de juventud, un ejercicio de aprendizaje, ya quedó en el pasado, se apresuró a decir antes que yo le contestara algo concreto. Yo también me dedico a la literatura, dije, tengo algunas cosas escritas y una de ellas usted la conoce mejor que yo… ¿Cómo?, dijo él, ¿quiere decir que es usted escritor?, ¿y por qué dice que yo conozco ese escrito suyo?, agregó, y yo le contesté bueno, sí, algo de eso hay, pero mejor acordemos la hora en que nos veremos ese 24 de febrero y ahí me podrá preguntar lo que quiera. Sí, claro, disculpe, dijo, es que me llamó mucho la atención lo que acaba de decirme, ¿le parece bien a las once de la mañana?, preguntó, y le contesté que sí, que a las once estaba bien, y eso fue todo. 

Así que después que Rodríguez aceptara incorporarle un texto adicional a la historia de Los Herejes, le envié por correo electrónico, en unas diez cuartillas y fuente Garamond 12 puntos, esto que ahora leen ustedes. Pero en la conversación no le dije toda la verdad, preferí dejarlo para el final, es decir, cuando por fin leyera este texto que ahora escribo para él y para ustedes los lectores. Pero no deben ustedes dar ahora el previsible salto a los últimos párrafos de este escrito para descubrir esa verdad de la que hablo. Permítanse la oportunidad de sospecharlo, de ir atando cabos, de aventurarse a imaginar cuál será esa verdad de la que hablo, no cedan a su curiosidad de lectores hembra, continúen leyendo por estas líneas y no salten, eso no beneficiará en nada su lectura.

Los cuatro personajes herejes existimos verdaderamente, es decir, existimos no sólo en el libro que ustedes acaban de leer, sino también en la realidad, en la realidad objetiva. ¿Comprenden? Digo pues que Wilmerio, Simón, Ricardo y Alfredo sí existimos, y en este momento andamos por ahí, cada uno por su lado, acordándonos de toda esta pendejada nuestra de juventud. Yo mismo soy la prueba de que lo que digo es cierto. Si no, ¿quién más podría contarles esta historia?

Cuando agotamos el mar y la arena no nos quedó otra que hacer turismo en el interior del país. De La Ceiba pasamos por San Pedro Sula (fue la única vez que corrimos ese riesgo después de lo ocurrido algunos meses antes) hacia Copán. Allá también nos la pasábamos borrachos y felices y no necesitábamos de mucho para lograrlo. Un día nos encontramos en el parque arqueológico a un europeo que andaba con los ojitos perdidos de tanta marihuana fumada. Nos dijo que le gustaba Honduras, que se había establecido en un hotel céntrico de San Pedro Sula para de ahí partir a Islas de la Bahía y Copán, los dos sitios que le habían llamado la atención desde que se informó en Austria, su país de origen, sobre las opciones turísticas en Centroamérica. Nos contó una historia extraña sobre un desierto de Israel y un amigo mexicano que le había ayudado a sobrellevar sus días aciagos. Dijo que extrañaba a aquel amigo mexicano y que en homenaje a su amistad nunca había dejado de hacer sus ejercicios. No entendimos a qué se refería. Lo dejamos mientras observaba, minucioso, la estela A del lado oeste del parque, como si de ella creyera poder extraer el sentido de una verdad profunda, inalcanzable para nosotros. No creo que haya notado nuestra partida.

Una nueva pausa. Si esto se alarga no me culpen, trato de escribir con un ritmo contenido; de todas maneras, no debo escribirlo todo de un tirón, las pausas son mi recurso para no ceder a la tentación de revelarles ahora mi secreto, pero terminaré haciéndolo, porque de eso se trata al fin y al cabo este texto que ahora escribo, esa fue la razón (debo confesar eso al menos por ahora) por la que llamé a Rodríguez. Necesito decirles quién soy y para qué escribo.

Sigamos. No crean que me he olvidado del hambre ni del olor a mierda. Sobre todo del olor a mierda. Ahora, incluso, me parece que se ha vuelto más fuerte. Es como si alguien invisible trajera hasta mi nariz un pedacito de mierda invisible para obligarme a olerlo mientras escribo. Ahora que lo pienso, ese debe ser mi fantasma personal, mi odradek. Mi odradek es un odradek de mierda, y además, invisible. Pero sigamos.

Después de un recorrido apresurado por Copán, Gracias, La Campa, La Esperanza, Comayagua y algunos pueblos de Santa Bárbara, nuestras respectivas familias empezaron a preguntar demasiadas cosas. A nadie le había parecido sensato que de repente decidiéramos largarnos de casa por un tiempo indefinido, excepto a la familia de Simón, porque éste una vez había hecho algo parecido: se fue con unos mochileros a recorrer el mundo, aunque el recorrido duró poco porque lo abandonaron en Panajachel, en Guatemala, y de ahí tuvo que ingeniárselas para volver. Así que no todos estaban dispuestos a justificar nuestra pendejada por mucho tiempo. Habían pasado casi cinco meses, tiempo suficiente para que los más suspicaces miembros de nuestras familias empezaran a sospechar que en aquella huida repentina había algo raro, además del espíritu aventurero que pretextábamos. Nos preguntaron si andábamos metidos en negocios de drogas, si estábamos relacionados con gente peligrosa, si pensábamos seguir así toda la vida, si no íbamos a seguir estudiando, etcétera, etcétera, etcétera. Ya no resultaba reconfortante llamar a casa para preguntar por la familia, por el pulso del mundo allá donde el mundo continuaba de la misma manera; ahora había que aguantar regaños, puteadas, súplicas o llantos, todo para que los señoritos de la casa volvieran sanos y salvos. Entonces, de repente, como si todas las recriminaciones familiares hubieran surtido el efecto deseado, el mundo se convirtió en un país extranjero donde ya no había necesidad de huir ni de volver a casa. Y decidimos volver, aunque no fuera tampoco eso lo que quisiéramos hacer. Lo que pasó es que nos entró un bajón de primera, un bajón moral al fin y al cabo, y empezamos a sentir que nuestras aventuras llegaban a sus últimos días. 

Ahora los cuatro nos dedicamos a actividades más o menos sensatas. Uno de nosotros a la publicidad en la capital. Otro se casó con una jovencita mucho menor que él y se fue a vivir con ella a un pueblo remoto en el oriente del país, en donde, al parecer, se dedica a la docencia. Del tercero sabemos que un día se fue a estudiar a Chile o a España o a México, no sabemos adónde, y perdimos la comunicación con él. El cuarto y último de nosotros terminó siendo, contra todos los pronósticos, profesor en la universidad. Yo, como ven, soy uno de ellos o quizá los cuatro, pero antes que uno de ellos soy la conciencia de ellos cuatro, quizá el odradek de ellos cuatro. Me dedico a escribir desde el día en que decidí contar esta historia por primera vez, aunque entonces era un odradekscritor inexperto y sólo lo hacía por un impulso vital, sin saber nada del dominio técnico y de muchas otras cosas. Por eso le envié mi manuscrito a Rodríguez, para que él lo revisara, lo ordenara y lo publicara en el caso de resultarle interesante. Y ya ven, he aquí la historia que un día decidí primero contarme a mí mismo para no olvidar y que después creí necesario publicar. Me dedico entonces a escribir, una actividad no menos insensata que secuestrar personas, pero por la que al menos no tengo que huir de nadie, sino al contrario, me permite perseguir a los seres humanos y sus fantasmas, como durante el tiempo en que escribí nuestra historia, siguiendo hacia atrás el rastro de nuestras vidas pasadas y siguiendo además el hilo de mis propios recuerdos. 

Ésta es nuestra historia, mi versión particular de una historia compartida. He dicho todo lo que debía decir. Iba a decirles más acerca de quién soy y para qué escribo, pero creo que no será necesario; ya deben ustedes, lectores inteligentísimos, sospecharlo. Y la verdad es que no importa quién soy. Importa quizá que conozcan esta historia hereje de nosotros cuatro. Si alguien más podría desmentirme, ese sería alguno de nosotros cuatro o el tiempo que acaba por desmentirlo o confirmarlo todo, como esos vientos fuertes que en un momento dado descubren para nuestro regocijo algún vestigio, algún instante de un pasado remoto y desconocido. Pero no creo que mis amigos herejes quieran volver al pasado de la misma forma que yo, es decir reviviéndolo, sintiéndolo, siendo una vez más parte de él; y el tiempo tampoco tiene mejores recuerdos que los míos; nadie ni nada han estado tan cerca de esta historia como lo he estado yo durante todo este tiempo. Así que doy por descontado que éste es, ahora sí, su punto final. Adiós.

San Pedro Sula, marzo de 2008



de Ficción hereje para lectores castos (mimalapalabra editores, 2009)


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(San Luis, Santa Bárbara, 1980) Estudió Letras en la UNAH-VS. Es miembro fundador de mimalapalabra y editor del blog www.mimalapalabra.com. Durante 2007 y 2008 coeditó la sección literaria del mismo nombre en diario La Prensa. En 2011 fundó la revista cultural Tercer Mundo. Ha publicado los libros de poesía Morir todavía (Letra Negra, Guatemala, 2005), Las horas bajas (SCAD, Tegucigalpa, 2007) y la antología personal Melancolía inútil (mimalapalabra, San Pedro Sula, 2012); la novela Ficción hereje para lectores castos (mimalapalabra editores, 2009) y una colección de artículos y reseñas literarias bajo el título Café y Literatura (mimalapalabra editores, 2012). Con Las horas bajas ganó en 2006 el Premio Hispanoamericano de los Juegos Florales de Quetzaltenango, Guatemala. En 2008 fue uno de los ganadores del certamen de poesía La voz + Joven, de Madrid. Poemas y cuentos suyos han aparecido en diarios y revistas de España. Fue columnista del diario Hoy de Guatemala entre 2008 y 2009. Residió en España entre 2007 y 2010. Antologado en Entre el parnaso y la maison. muestra de la nueva narrativa sampedrana (Editorial Nagg y Nell, 2011). Actualmente ejerce la docencia en la UNAH-VS.