domingo, 19 de mayo de 2013

Malamuerte. Eduardo Bähr


Eduardo Bähr en Utopía (1976)

Malamuerte


Uno

La historia de Malamuerte podría contarse en unos pocos hitos: Pueblo chico, blanco de cal viva, encerrado entre dos montañas y un farallón con pantanal; una entrada por salida hacia un vallejo donde una vez, en el principio del tiempo, hubo un mar. Agricultores que recogen hongos de la selva y viven del óxido blanco de las entrañas del paisaje. La llegada de un cura español, proveniente de alguna olvidada villa de Castilla-La Mancha. La maldición furibunda de un vendedor de libros y cobrador de a saber qué tipo de gabelas… El arribo de una maestra silenciosa que pasó a ser parte del alma pueblerina y, finalmente, bajo el calor de hoy, el de esta nube de polvo con dos faroles encendidos a las ocho de la mañana.

¿Qué más?… Una hermosa ermita, una escuela multigrado con unos muchachos y muchachas tan serios como no podría esperarse de su edad; un gran de árbol de oscuras, relucientes y constantemente verdes hojas en el centro de la plaza, como constante es este sol ardiente. Habría que decir que el camino de entrada y de salida estaba situado hacia el este, frente al pueblo  trazado en forma de herradura, cuyo envés daba al farallón del pantano, enorme, lejano, y a su neblina permanente y deletérea (brumal paisaje que nunca se disipa, y al cual los vecinos simplemente ignoraban).

El eco de la reverberación había entrado en la planicie hacía unas dos horas pero cuando el fenómeno comenzó serían las ocho y el sol, detrás de aquella nube de polvo que parecía avanzar hacia ellos, mostraba una protósfera naranja y fuego. Así que ya todos habían salido a curiosear y desde las ventanucas, las cercas de madera pintadas en cal, los jardines sin flores, la plaza con el solitario árbol “de hule” en el medio y el patio de la escuela, miraban en silencio aquello que se movía imperceptible, más por el marco y fogarada que por las luces desvaídas.

Maese también había salido. Se había echado sobre la silla mecedora de madera situada en el atrio y ceñudo miraba hacia la masa flotante. Agitaba la sotana para airearse y secaba el sudor espeso de la frente con el desteñido faldón. La fachada de la iglesia, con poco inclinada hacia el norte, lo protegía con una sombra en sesgo, como el hilo de su curiosidad. “Otro merolico —pensó—“.

“Vamos a ver si nos toca de a real o de a medio”.
Mas los primeros habían sido los habitantes de la escuela, que algo estaban siempre esperando y que, desde su posición en la altura de la plaza, comprobaron fácilmente que la nube de polvo no era provocada por la mensual caravana de mulas que partía cargada con sacos de cal blanquiazul y con los hongos secos cosechados antes del primer hervor de la madrugada, (para que vomitaran su veneno) empacados en hojas de tabaco silvestre; y que regresaba llena de mercadería, ropa,  alimentos, aguardiente, rapaduras de dulce, medicinas, espejos y espejuelos y uno que otro chunche sin utilidad visible.

Asimó, de unos doce años, pensó en voz alta:
—Han echado a andar el mecanismo antigravitacional.
—“Tatorio” —dijo Béberli, con voz suave.
— ¿Qué?
—Que se dice “gravitatorio”, no “gravitacional”.
—Es la misma mierda. ¿No ves cómo han dominado ya todo el campo magnético? —respondió con mirada volcánica—. Pero al darse cuenta de que la mujer que estaba a su lado le había dirigido una mirada ídem, se apresuró a susurrar, “perdón, maestra”, tan bajo como la voz de la niña.
—Las luces se estiran un poco erráticas —dijo Pol—, ¿no será que al descender se ha dañado algún instrumento?
—No seás pendejo —reclamó Asimó, mientras miraba de reojo a la maestra—.
Ellos tienen tecnología superior; todo está controlado por máquinas que piensan, no como vos. Pol musitó algo ininteligible, luego:
—Y, ¿por qué sólo se miran esas luces paliduchas?
—Porque lo controlan todo con ondas telepáticas, ya te dije —concluyó Asimó—. Éliso, Béster, Niven, Tall, Clark y hasta Orson Wels estaban allí, además de Ache Güel y Ray Brávori, mayores que los demás.

Durante un momento se mantuvieron silenciosos observando a la nube; pero el movimiento del aire entre sus cabellos avisaba que algo hervía: “Viene de Conoceros, de Eridanus o de Lagarto”. “No, por el débil resplandor esas luces deben provenir del Zodíaco”. “Ondulan a lo largo de la elíptica”. “Las figuras son del color de la arcilla y antropomorfas”. “Tal vez zoomorfas”. “Sus ojos sin rostro son ventanas que llevan hacia la oscuridad total”. “Son criaturas eternas, desnudas y resbaladizas; son el aceite en el espejo”. “Apuesto a que sus turbos son de estibina y arrojan fuego verde…”

Desde su mecedora, Maese miraba hacia la nube y sus faroles encendidos.
En una congelación de tiempo, y al unísono, todos parecieron hundir sus pensamientos en el pasado: Maese recordó claramente que así había llegado, tiempo atrás, el vendedor. Su carro era nuevo y brillante a pesar del polvo del camino.

Traía tres baúles llenos de libros y se la pasó todo un día bufando su faramalla para venderlos, pretendiendo además cobrar impuestos del Estado y hasta de la Santa Iglesia Romana. Con Maese se habían agarrado casi inmediatamente en pleito de retahílas de latín y hebreo antiguo de tal suerte que hacia el atardecer, después de una humillante derrota, ante la tenaz observación por parte de los pueblerinos y la evidente intención de la maestra y los muchachos por echarlo al pantanal del farallón, montó en su carro y fuese por donde vino, en-vuelto en una nube de ira y dejando los cajones bajo el árbol de hule, no sin antes lanzar puños de sal, cortar el aire con uñaradas ferales y tirar maldiciones y ventosidades que habían manchado la claridad de la tarde: “¡Os dejo los libros para que quemen vuestra alma, malditos incultos; pueblo de mala muerte!” vociferaba, mientras sus gritos se perdían en el camino, de regreso hacia la reverberación lejana.

La maestra también recordaba. Ella misma había llegado al pueblo mucho antes que el vendedor. Rápidamente la habían aceptado como era, pese a su habitual silencio, ya que quizá creyeron que era su mejor forma de comunicar con los jóvenes para enseñarles su sabiduría. Al recordar sonreía, mientras visualizaba la huida de aquel hombre iracundo. Recordaba cómo Maese le había dicho que el pueblo en realidad no tenía nombre, que el sonido poderoso de la palabra “malamuerte” le había gustado sobremanera. Ella se había encogido de hombros como una manera de asentir y los muchachos habían sacado a saber de dónde botellas de vino de hongos para celebrar.

Recordó la contienda y cómo, con los latinazos más sonoros, había compuesto canciones para sus alumnos, y que secretamente había guardado para reír se a solas, algunos con las más feroces connotaciones. El vendedor, con prepotencia de fuereño, había comenzado con “absit injuria verbo”, según dijo, para no ofender a lo presente. Pero Maese había replicado como un rayo que “abs tine et sustine”. Si el vendedor explicaba que tenía que vender libros y co-brar impuestos era porque “cum finis est licitus, etiam media sunt licita”. Maese replicaba, burlón, que no tenía para eso “vis comica”. Tomando pose de modesto, pero ya entrado en rabia, el vendedor, echando espumas, balbucía: “sic vos, non vobis, nidificatis, aves” y Maese, raudo y seguro: “vae victis”. Entonces el vendedor, verde, rojo y amarillo —no necesariamente en ese orden—, había espetado: “mala gallina, malum ovum”, y Maese: “nemo tenetur se ipsum accusare”. La maestra recordó que de ese jaez había continuado el duelo hasta que Maese, con grande aburrimiento, se había llevado la mano hacia la boca para sostener un no menor bostezo y en un farfullo había rematado: “acta est fabla”, para echarlo de la iglesia a sotanazo limpio.

Cuando ya el sonido del motor y el ruido de las maldiciones y los pedos se habían perdido en lontananza se reunieron bajo el árbol para abrir los cajones.

El primero estaba lleno de biblias. Maese examinó detenidamente las múltiples versiones: “Aquí no hay un tan solo versículo en latín” dijo, y con gran regocijo para la gente menuda, se hizo con aquellas hojas de papel cebolla una esplendorosa hoguera que daba hermosos, casi divinos, tonos aterciopelados. Luego abrieron el segundo y comprobaron con respetuoso silencio que estaba lleno de infolios de materia médica homeopática, terapéutica y de apología herbolaria. “Éstos —dijo Maese— no adolecen del pecado de apostasía, sin embargo yo mismo me encargaré de quemarlos, en solitario, por si hay alguno que esté entre ocultismo, inspirado por Belcebú”; y dicho esto los llevó para su iglesia, uno por uno, cuidando delicadamente no maltratar lomos, pastas y carátulas de antiguo cuero bruñido.

Cuando regresó de guardar el último ya la maestra y los muchachos habían abierto el tercero. Todos, menos ella, se hallaron de pronto muy sorprendidos.

Maese tomó de manera desaprensiva varios de esos libros y los hojeó al desgaire y dándose cuenta de que no entendía una tan sola palabra le dijo a la maestra que se los llevara para la escuela, que enseñara cómo no se debe leer, que hiciera con ellos lo que quisiese o que, finalmente, los quemara. Ella echó libros a la hoguera, mas no los del tercer baúl sino todos los textos escolares que había en los estantes. Desde entonces no enseñó más que estos nuevos. Así fue como los niños y las niñas aprendieron a releer, a escribir, a pensar y a maravillarse con cada letra, cada línea, cada cuento y narración, y cada novela de la ciencia ficción. Se memorizaron con felicidad una a una las páginas de cada libro; olvidaron sus propios nombres y adoptaron los de autoras y autores sin atender a sus grafías extranjeras y, cuando no había adultos cerca, hablaban en una algazara de sonidos, invenciones y admiraciones universales.
—Puros merolicos, dijo Maese. —También se van a ir echando diablos por el culo.


Dos

El lamento agudo de un animal a punto de morir retrotrajo a todos desde el embobamiento. La nube de polvo había desaparecido y al mismo tiempo, junto al campo de juegos del árboldehule y frente a la iglesia se había estacionado con ruido de latas y alaridos de bocina un antiguo camioncito, re sucio y des-co lo rido, con los faroles encendidos y el mágico esplendor polvoso del camino.

De él bajaron con toda naturalidad un hombre viejo barbado, un fornido hombre joven y una mujer embarazada con el cabello negro y largo extendido hasta los talones. Se movieron con estudiada diligencia y en cuestión de minutos sembraron el campo con toda clase de trebejos: maletas de latón, cuerdas grasientas, lámparas de oxígeno, telas multicolores; sacones llenos de aserrín, papelillo y serpentinas; tablones carcomidos por el uso y el abuso, lonas rotas y cuanto bártulo indescriptible se pudiese imaginar. Para lo último, y sin algún miramiento o problema de logística, tiraron desde la podrida carrocería al caballejo más flaco, endeble, feo y legañoso de la historia y lo ataron al árbol, bajo su sombra, en donde inmediatamente se cagó.

Pese a ese novedoso y maloliente entorno los jóvenes lo rodearon, lo examinaron y lo acariciaron, con la esperanza de encontrar en él algún abultamiento, corno escondido, tercer ojo y pata coja que les diera pista acerca de su sideral origen apartando, mediante la amorosa operación, una tupida bola de abejorros, zánganos, moscas y aves zancudas para encontrarle ojos y orejas, tristísimos los unos y largas y peludas las otras.

Aquéllos, en tanto, armaron con las lonas llenas de parches, remiendos, retoques y rasgaduras dos carpas sin techo; la más pequeña de las cuales aparentemente serviría de habitación. Fuéronse después hacia donde, impasible, les miraba Maese de cuya negra investidura adivinaron era la autoridad, el alcalde, el regidor y el escribano. Le plantearon su designio y objetivo de realizar dos funciones diarias, una por la tarde, otra por la noche, a la luz de las lámparas, a veinte céntimos la entrada de los cuales dos serían para la iglesia y tres para la escuela. Sin esperar respuesta volvieron a sus tendaleras, se vistieron con trajes de colores, blandieron y empuñaron melladas pitoretas y astillados tambores y salieron a dar vueltas alrededor del campo avisando, gritando, riendo y can tan-do las señaladas distracciones y divertimientos. Hicieron con piedras un fogón, hirvieron un potaje de garbanzos a modo de cena; comieron muy serios y en silencio y se acostaron a dormir bajo el cielo amarillo sin nubes y a esperar la hora de la chacota y el alboroto.
Maese trasladó, por primera vez, la mirada puesta sobre aquellos personajes hacia la masa de curiosos con lo que se entendió que era la hora de dispersarse y así, dormidos bajo el todavía hiriente sol quedaron, sin siquiera sentirlo, infinitamente solos.

Como estaba previsto, se hizo la función de la tarde pero no acudió una sola alma. Antes de que cayera del todo la noche, destrabaron otra vez la bullaranga alrededor del campo y avisaron que serían presentados el león indomable, la jirafa voladora y el corcel andaluz. La función, sin alguien que la viera, transcurrió lenta pero ruidosa. Hacia la medianoche, cuando estaban apagando los últimos candiles, aparecieron la maestra y los muchachos. Llevaban viandas, bebidas, colchas y almohadas. Estuvieron contando incógnitas y chilindrinas y riéndose hasta la madrugada. Maese tampoco había dormido; estuvo todo el tiempo sentado en su mecedora, echando espuma bermeja por los ojos.

Al siguiente día, por la mañana, anunciaron que habría una sola función nocturna, que iba a ser para beneficio total de la escuela y que los pobladores “amantes del arte y el espectáculo” podrían entrar con sólo presentar un poco de comida o un recipiente con agua. Después del parco almuerzo el hombre joven y la mujer se fueron hacia la escuela, donde todos los estaban esperando.

El hombre viejo se encaminó hacia la iglesia, solicitó a Maese la venia para una entrevista y estuvo con él durante largas horas. Cuando salió, casi a la hora de la función, Maese lo acompañó hasta la carpa y le hizo prometer que después se llegaría nuevamente a la iglesia para continuar la platicona.

A esta función sólo fueron los adultos. Los muchachos, casi todos encaramados en las ramas del árboldehule, disfrutaron más de lejos que aquéllos de cerca. Pero fue una función protocolar. Los chistes se dijeron en serio y el llanto del payaso, tan viejo y encorvado, pareció muy genuino. La mujer embarazada no bailó esta vez la conga sobre la cuerda floja. En su defecto, balanceose hasta el peligro al ritmo fúnebre, bastante desafinado, de un valse polaco. El hombre joven hizo contorsiones sobre el lomo del caballo y en varias ocasiones las patas de éste se enredaron tan espectacularmente como el ovillo de brazos y piernas que tenía encima. No duró las dos horas programadas porque el hombre viejo, semidesnudo y con un holgado turbante, se había dormido sobre la tabla erizada de clavos oxidados. Pero no dejó de ir a su cita con Maese y se presentó con cuaderno y lápiz porque su amigo tendría que dictarle algunas recetas de su muy especial conocimiento. Así fue como el hombre viejo se educó durante un cursillo intensivo y supo de las misteriosas bondades de la Flora Maga. Escribió con gran dedicación remedios para la debilidad en la memoria, con la manía o inclinación a blasfemar horriblemente; para la disposición sentimental del ánimo en las noches de luna, particularmente por el amor estático; para el dolor en la cabeza como si estuviese magullada en todos los huesos de ella y hacia abajo hasta la raíz de la lengua.
Para esto Maese había recomendado la estafisagria, el opio y la ipecacuana.
Para el dolor presivo intenso en los globos oculares y el profuso lagrimeo al aire libre, la espigelia y la pulsatilla. Para la afección del tubo de Eustaquio, cuan-do sintiese silbidos, rugidos y chasquidos, con dureza de oído al roncar, el pe-tró leum. Para el abultamiento del abdomen y borborigmos, la licopodia. Para fisuras y dolor en el recto, cuando dura horas después de defecar, el nitrato acidulado. Para la orina amarillenta obscura, turbia y rojo morenusca al salir, la calidonia. Para el corazón palpitante y ruidoso, la veratrix virga. Para el onanismo y consecuencias de las pérdidas seminales excesivas, la quina. Para el varicocele y dolor u orquitis por el cordón espermático hasta el testículo izquierdo, comúnmente llamado “güevo”, la hamamelis y el agnus. Para lascivia e irresistible deseo del coito, el fósforo y el caladio. Le dio también receta para la mujer joven embarazada por si padeciera alguna vez de leucorrea profusa o meancina hasta los pies, en cuyo caso tendría que hervir y tomar gotas calientes de chipilín. Y para el hombre joven, en el caso de gonorrea en el tercer período con escurrimiento espeso, la hidrastia, el rododendro y el mercurocromo pasado en sol.

Tres

Habida cuenta de que la primera había salido cachiflín porque el viejo se había dormido sobre los clavos y porque “mañana nos vamos” la segunda función del último día en Malamuerte fue adelantada dos horas, pero duró tres más de lo que se había programado.
En un principio todo iba muy bien, con un lleno tal que dejó al pueblo vacío. Un cielo claro de luna llena e hipnótica se hinchó con la música y el estruendo, con las risas y redobles. Salió un mago que hizo desaparecer a la joven con todo y vientre ante la mismísima nariz y mirada de asombro de Maese, sentado en primera fila. Hubo pulsadores, equilibristas y trapecistas, casi siempre en número de tres. Hubo payasos y payasita, nigromantes y adivinos telépatas… De todo, en fin.
Para el momento en que se anunció al león indomable había un silencio tan espeso que a lo lejos la neblina venenosa del farallón comenzó a destilarse en la roca. El león se llegó hasta el centro del escenario, sacudió su melena alborotada y abrió la boca en la que brillaban grandes dientes caballunos para dejar salir, con inspirado acento, un rugido fonográfico de tal modo convincente, que erizó los cabellos presentes y allá disipó para nunca jamás el miasma y la ponzoña… Como si aquello hubiera sido poco apareció después, de punta en blanco, con plumas de avestruz en las orejas y serpentinas en la cola, galo-pan do y caracoleando en el redondel con un garbo inimitable, al son de un tango en bandoneón.

Todos esperaban en contenido espacio porque tenía que hacer la jirafa voladora, el punto culminante de su actuación. El animalito, con su traje de motas, volvía sus ojos tristes hacia la galería donde se agolpaban los muchachos y muchachas, sin poder agradecer nada más con su mirada tanto aplauso. Subió por el plano inclinado hacia una plataforma de dos metros, tomó con sus enormes dientes la cuerda que lo transportaría hacia la otra por los aires y, cuando sonaron los redobles y se encendieron los fuegos multicolores, inesperadamente se soltó, en pleno vuelo; cayó al suelo cubierto con aserrín rojo y ocre y se destartaló tirando huesos y costillar por todos lados.

Tuvieron que suspender por un tiempo la fiesta para ir a enterrarlo bajo el árboldehule y regresaron, a instancias de los artistas, porque “la función debe continuar”. Pero casi de inmediato hubo que parar de nuevo porque esta vez el faquir se había dormido nuevamente, y ya no pudo despertar. Quisieron enterrar lo junto al caballo pero Maese pidió que lo llevaran a la iglesia, donde él personalmente lo sepultaría en sagrado. Después el espectáculo siguió hasta el último minuto, en el más secreto y callado de los silencios.

Al siguiente día, muy temprano, el hombre joven y la mujer embarazada liaron sus bultos. Colocaron sobre la podrida carrocería los cerdos, las aves, los alimentos y los regalos que les habían llevado. Enfundaron en los papeles de colores que sobraron de la noche anterior la botella de vino de hongos, que los muchachos habían sacado de no se sabe dónde.

Tal vez eran las ocho de la mañana cuando se perdieron entre una nube de polvo, sonando su bocina como un animal herido, difuminándose hacia el este, entre un sol que abrasaba…
“Tomaron la forma humana menos conveniente”, dijo Béster.
“Tal vez ese era su escudo contra las radiaciones”, dijo Niven.
“Para nada —terció Ray Brávori—. Esas maltrechas figuras nunca estuvieron disfrazadas. Es el aspecto verdadero que tienen en su hogar, dentro del racimo de soles, de donde vinieron”.
“Cierto, dijo Hache Güel: quizá del viejo Orión, con su garrote en alto y su espadín al cinto. O del trono de Casiopea, o del morro espumoso de Pegasso; tal vez de la cola del Can Menor… Ni sería raro que hubiesen venido directamente de Alcor y Nizar”.
—Mimetismo puro —dijo la maestra

Malamuerte, 1997

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Próximamente "Crónica de un corresponsal no alineado" (El cuento de la guerra)

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EDUARDO BÄHR
(Tela, 1940)

Licenciado en Lengua y Literatura, con posgrado en Letras Hispánicas en la Universidad de Cincinnati. Ha dirigido compañías de teatro universitario y actuado en teatro y cine en su país. Su obra incluye cuentos y guiones de teatro. Con su libro El Cuento de la Guerra recibió en 1970 el Premio Nacional de Literatura Martínez Galindo; en 1995, la Medalla Gabriela Mistral del Gobierno de Chile. Su obra narrativa incluye también Fotografía del Peñasco (1969) y La Flora Maga (1999), así como los libros de literatura infantil Mazapán (1982), El Diablillo Achís (1991), Malamuerte (1997) y El niño de la montaña de la Flor (2003).