Eduardo Bähr en Utopía (1976)
Malamuerte
Uno
La historia
de Malamuerte podría contarse en unos pocos hitos: Pueblo chico, blanco de cal
viva, encerrado entre dos montañas y un farallón con pantanal; una entrada por
salida hacia un vallejo donde una vez, en el principio del tiempo, hubo un mar.
Agricultores que recogen hongos de la selva y viven del óxido blanco de las
entrañas del paisaje. La llegada de un cura español, proveniente de alguna olvidada
villa de Castilla-La Mancha. La maldición furibunda de un vendedor de libros y
cobrador de a saber qué tipo de gabelas… El arribo de una maestra silenciosa
que pasó a ser parte del alma pueblerina y, finalmente, bajo el calor de hoy, el
de esta nube de polvo con dos faroles encendidos a las ocho de la mañana.
¿Qué más?…
Una hermosa ermita, una escuela multigrado con unos muchachos y muchachas tan serios
como no podría esperarse de su edad; un gran de árbol de oscuras, relucientes y
constantemente verdes hojas en el centro de la plaza, como constante es este
sol ardiente. Habría que decir que el camino de entrada y de salida estaba
situado hacia el este, frente al pueblo trazado
en forma de herradura, cuyo envés daba al farallón del pantano, enorme, lejano,
y a su neblina permanente y deletérea (brumal paisaje que nunca se disipa, y al
cual los vecinos simplemente ignoraban).
El eco de
la reverberación había entrado en la planicie hacía unas dos horas pero cuando
el fenómeno comenzó serían las ocho y el sol, detrás de aquella nube de polvo
que parecía avanzar hacia ellos, mostraba una protósfera naranja y fuego. Así
que ya todos habían salido a curiosear y desde las ventanucas, las cercas de
madera pintadas en cal, los jardines sin flores, la plaza con el solitario
árbol “de hule” en el medio y el patio de la escuela, miraban en silencio aquello
que se movía imperceptible, más por el marco y fogarada que por las luces
desvaídas.
Maese
también había salido. Se había echado sobre la silla mecedora de madera situada
en el atrio y ceñudo miraba hacia la masa flotante. Agitaba la sotana para
airearse y secaba el sudor espeso de la frente con el desteñido faldón. La
fachada de la iglesia, con poco inclinada hacia el norte, lo protegía con una
sombra en sesgo, como el hilo de su curiosidad. “Otro merolico —pensó—“.
“Vamos a
ver si nos toca de a real o de a medio”.
Mas los
primeros habían sido los habitantes de la escuela, que algo estaban siempre
esperando y que, desde su posición en la altura de la plaza, comprobaron fácilmente
que la nube de polvo no era provocada por la mensual caravana de mulas que
partía cargada con sacos de cal blanquiazul y con los hongos secos cosechados
antes del primer hervor de la madrugada, (para que vomitaran su veneno)
empacados en hojas de tabaco silvestre; y que regresaba llena de mercadería,
ropa, alimentos, aguardiente, rapaduras
de dulce, medicinas, espejos y espejuelos y uno que otro chunche sin utilidad
visible.
Asimó, de
unos doce años, pensó en voz alta:
—Han echado
a andar el mecanismo antigravitacional.
—“Tatorio”
—dijo Béberli, con voz suave.
— ¿Qué?
—Que se
dice “gravitatorio”, no “gravitacional”.
—Es la
misma mierda. ¿No ves cómo han dominado ya todo el campo magnético? —respondió con
mirada volcánica—. Pero al darse cuenta de que la mujer que estaba a su lado le
había dirigido una mirada ídem, se apresuró a susurrar, “perdón, maestra”, tan
bajo como la voz de la niña.
—Las luces
se estiran un poco erráticas —dijo Pol—, ¿no será que al descender se ha dañado
algún instrumento?
—No seás
pendejo —reclamó Asimó, mientras miraba de reojo a la maestra—.
Ellos
tienen tecnología superior; todo está controlado por máquinas que piensan, no
como vos. Pol musitó algo ininteligible, luego:
—Y, ¿por
qué sólo se miran esas luces paliduchas?
—Porque lo
controlan todo con ondas telepáticas, ya te dije —concluyó Asimó—. Éliso,
Béster, Niven, Tall, Clark y hasta Orson Wels estaban allí, además de Ache Güel
y Ray Brávori, mayores que los demás.
Durante un
momento se mantuvieron silenciosos observando a la nube; pero el movimiento del
aire entre sus cabellos avisaba que algo hervía: “Viene de Conoceros, de
Eridanus o de Lagarto”. “No, por el débil resplandor esas luces deben provenir
del Zodíaco”. “Ondulan a lo largo de la elíptica”. “Las figuras son del color
de la arcilla y antropomorfas”. “Tal vez zoomorfas”. “Sus ojos sin rostro son
ventanas que llevan hacia la oscuridad total”. “Son criaturas eternas, desnudas
y resbaladizas; son el aceite en el espejo”. “Apuesto a que sus turbos son de estibina
y arrojan fuego verde…”
Desde su
mecedora, Maese miraba hacia la nube y sus faroles encendidos.
En una
congelación de tiempo, y al unísono, todos parecieron hundir sus pensamientos
en el pasado: Maese recordó claramente que así había llegado, tiempo atrás, el
vendedor. Su carro era nuevo y brillante a pesar del polvo del camino.
Traía tres
baúles llenos de libros y se la pasó todo un día bufando su faramalla para
venderlos, pretendiendo además cobrar impuestos del Estado y hasta de la Santa
Iglesia Romana. Con Maese se habían agarrado casi inmediatamente en pleito de
retahílas de latín y hebreo antiguo de tal suerte que hacia el atardecer,
después de una humillante derrota, ante la tenaz observación por parte de los
pueblerinos y la evidente intención de la maestra y los muchachos por echarlo
al pantanal del farallón, montó en su carro y fuese por donde vino, en-vuelto
en una nube de ira y dejando los cajones bajo el árbol de hule, no sin antes lanzar
puños de sal, cortar el aire con uñaradas ferales y tirar maldiciones y
ventosidades que habían manchado la claridad de la tarde: “¡Os dejo los libros
para que quemen vuestra alma, malditos incultos; pueblo de mala muerte!”
vociferaba, mientras sus gritos se perdían en el camino, de regreso hacia la reverberación
lejana.
La maestra
también recordaba. Ella misma había llegado al pueblo mucho antes que el
vendedor. Rápidamente la habían aceptado como era, pese a su habitual silencio,
ya que quizá creyeron que era su mejor forma de comunicar con los jóvenes para
enseñarles su sabiduría. Al recordar sonreía, mientras visualizaba la huida de
aquel hombre iracundo. Recordaba cómo Maese le había dicho que el pueblo en
realidad no tenía nombre, que el sonido poderoso de la palabra “malamuerte” le
había gustado sobremanera. Ella se había encogido de hombros como una manera de
asentir y los muchachos habían sacado a saber de dónde botellas de vino de
hongos para celebrar.
Recordó la
contienda y cómo, con los latinazos más sonoros, había compuesto canciones para
sus alumnos, y que secretamente había guardado para reír se a solas, algunos
con las más feroces connotaciones. El vendedor, con prepotencia de fuereño,
había comenzado con “absit injuria verbo”, según dijo, para no ofender a lo
presente. Pero Maese había replicado como un rayo que “abs tine
et sustine”. Si el vendedor explicaba que tenía que vender libros y co-brar
impuestos era porque “cum finis est licitus, etiam media sunt licita”. Maese replicaba,
burlón, que no tenía para eso “vis comica”. Tomando pose de modesto, pero ya
entrado en rabia, el vendedor, echando espumas, balbucía: “sic vos, non vobis,
nidificatis, aves” y Maese, raudo y seguro: “vae victis”. Entonces el vendedor,
verde, rojo y amarillo —no necesariamente en ese orden—, había espetado: “mala
gallina, malum ovum”, y Maese: “nemo tenetur se ipsum accusare”. La maestra
recordó que de ese jaez había continuado el duelo hasta que Maese, con grande
aburrimiento, se había llevado la mano hacia la boca para sostener un no menor
bostezo y en un farfullo había rematado: “acta est fabla”, para echarlo de la
iglesia a sotanazo limpio.
Cuando ya
el sonido del motor y el ruido de las maldiciones y los pedos se habían perdido
en lontananza se reunieron bajo el árbol para abrir los cajones.
El primero
estaba lleno de biblias. Maese examinó detenidamente las múltiples versiones:
“Aquí no hay un tan solo versículo en latín” dijo, y con gran regocijo para la
gente menuda, se hizo con aquellas hojas de papel cebolla una esplendorosa
hoguera que daba hermosos, casi divinos, tonos aterciopelados. Luego abrieron
el segundo y comprobaron con respetuoso silencio que estaba lleno de infolios
de materia médica homeopática, terapéutica y de apología herbolaria. “Éstos
—dijo Maese— no adolecen del pecado de apostasía, sin embargo yo mismo me
encargaré de quemarlos, en solitario, por si hay alguno que esté entre
ocultismo, inspirado por Belcebú”; y dicho esto los llevó para su iglesia, uno por
uno, cuidando delicadamente no maltratar lomos, pastas y carátulas de antiguo
cuero bruñido.
Cuando
regresó de guardar el último ya la maestra y los muchachos habían abierto el
tercero. Todos, menos ella, se hallaron de pronto muy sorprendidos.
Maese tomó
de manera desaprensiva varios de esos libros y los hojeó al desgaire y dándose cuenta
de que no entendía una tan sola palabra le dijo a la maestra que se los llevara
para la escuela, que enseñara cómo no se debe leer, que hiciera con ellos lo
que quisiese o que, finalmente, los quemara. Ella echó libros a la hoguera, mas
no los del tercer baúl sino todos los textos escolares que había en los
estantes. Desde entonces no enseñó más que estos nuevos. Así fue como los niños
y las niñas aprendieron a releer, a escribir, a pensar y a maravillarse con
cada letra, cada línea, cada cuento y narración, y cada novela de la ciencia
ficción. Se memorizaron con felicidad una a una las páginas de cada libro;
olvidaron sus propios nombres y adoptaron los de autoras y autores sin atender
a sus grafías extranjeras y, cuando no había adultos cerca, hablaban en una
algazara de sonidos, invenciones y admiraciones universales.
—Puros
merolicos, dijo Maese. —También se van a ir echando diablos por el culo.
Dos
El lamento
agudo de un animal a punto de morir retrotrajo a todos desde el embobamiento.
La nube de polvo había desaparecido y al mismo tiempo, junto al campo de juegos
del árboldehule y frente a la iglesia se había estacionado con ruido de latas y
alaridos de bocina un antiguo camioncito, re sucio y des-co lo rido, con los
faroles encendidos y el mágico esplendor polvoso del camino.
De él
bajaron con toda naturalidad un hombre viejo barbado, un fornido hombre joven y
una mujer embarazada con el cabello negro y largo extendido hasta los talones.
Se movieron con estudiada diligencia y en cuestión de minutos sembraron el
campo con toda clase de trebejos: maletas de latón, cuerdas grasientas,
lámparas de oxígeno, telas multicolores; sacones llenos de aserrín, papelillo y
serpentinas; tablones carcomidos por el uso y el abuso, lonas rotas y cuanto
bártulo indescriptible se pudiese imaginar. Para lo último, y sin algún miramiento
o problema de logística, tiraron desde la podrida carrocería al caballejo más
flaco, endeble, feo y legañoso de la historia y lo ataron al árbol, bajo su
sombra, en donde inmediatamente se cagó.
Pese a ese
novedoso y maloliente entorno los jóvenes lo rodearon, lo examinaron y lo
acariciaron, con la esperanza de encontrar en él algún abultamiento, corno
escondido, tercer ojo y pata coja que les diera pista acerca de su sideral
origen apartando, mediante la amorosa operación, una tupida bola de abejorros,
zánganos, moscas y aves zancudas para encontrarle ojos y orejas, tristísimos
los unos y largas y peludas las otras.
Aquéllos,
en tanto, armaron con las lonas llenas de parches, remiendos, retoques y
rasgaduras dos carpas sin techo; la más pequeña de las cuales aparentemente
serviría de habitación. Fuéronse después hacia donde, impasible, les miraba
Maese de cuya negra investidura adivinaron era la autoridad, el alcalde, el
regidor y el escribano. Le plantearon su designio y objetivo de realizar dos funciones
diarias, una por la tarde, otra por la noche, a la luz de las lámparas, a veinte
céntimos la entrada de los cuales dos serían para la iglesia y tres para la escuela.
Sin esperar respuesta volvieron a sus tendaleras, se vistieron con trajes de
colores, blandieron y empuñaron melladas pitoretas y astillados tambores y salieron
a dar vueltas alrededor del campo avisando, gritando, riendo y can tan-do las
señaladas distracciones y divertimientos. Hicieron con piedras un fogón, hirvieron
un potaje de garbanzos a modo de cena; comieron muy serios y en silencio y se
acostaron a dormir bajo el cielo amarillo sin nubes y a esperar la hora de la
chacota y el alboroto.
Maese
trasladó, por primera vez, la mirada puesta sobre aquellos personajes hacia la
masa de curiosos con lo que se entendió que era la hora de dispersarse y así,
dormidos bajo el todavía hiriente sol quedaron, sin siquiera sentirlo, infinitamente
solos.
Como estaba
previsto, se hizo la función de la tarde pero no acudió una sola alma. Antes de
que cayera del todo la noche, destrabaron otra vez la bullaranga alrededor del
campo y avisaron que serían presentados el león indomable, la jirafa voladora y
el corcel andaluz. La función, sin alguien que la viera, transcurrió lenta pero
ruidosa. Hacia la medianoche, cuando estaban apagando los últimos candiles,
aparecieron la maestra y los muchachos. Llevaban viandas, bebidas, colchas y
almohadas. Estuvieron contando incógnitas y chilindrinas y riéndose hasta la
madrugada. Maese tampoco había dormido; estuvo todo el tiempo sentado en su
mecedora, echando espuma bermeja por los ojos.
Al
siguiente día, por la mañana, anunciaron que habría una sola función nocturna,
que iba a ser para beneficio total de la escuela y que los pobladores “amantes
del arte y el espectáculo” podrían entrar con sólo presentar un poco de comida
o un recipiente con agua. Después del parco almuerzo el hombre joven y la mujer
se fueron hacia la escuela, donde todos los estaban esperando.
El hombre
viejo se encaminó hacia la iglesia, solicitó a Maese la venia para una entrevista
y estuvo con él durante largas horas. Cuando salió, casi a la hora de la
función, Maese lo acompañó hasta la carpa y le hizo prometer que después se
llegaría nuevamente a la iglesia para continuar la platicona.
A esta
función sólo fueron los adultos. Los muchachos, casi todos encaramados en las
ramas del árboldehule, disfrutaron más de lejos que aquéllos de cerca. Pero fue
una función protocolar. Los chistes se dijeron en serio y el llanto del payaso,
tan viejo y encorvado, pareció muy genuino. La mujer embarazada no bailó esta
vez la conga sobre la cuerda floja. En su defecto, balanceose hasta el peligro
al ritmo fúnebre, bastante desafinado, de un valse polaco. El hombre joven hizo
contorsiones sobre el lomo del caballo y en varias ocasiones las patas de éste
se enredaron tan espectacularmente como el ovillo de brazos y piernas que tenía
encima. No duró las dos horas programadas porque el hombre viejo, semidesnudo y
con un holgado turbante, se había dormido sobre la tabla erizada de clavos
oxidados. Pero no dejó de ir a su cita con Maese y se presentó con cuaderno y
lápiz porque su amigo tendría que dictarle algunas recetas de su muy especial
conocimiento. Así fue como el hombre viejo se educó durante un cursillo
intensivo y supo de las misteriosas bondades de la Flora Maga. Escribió con
gran dedicación remedios para la debilidad en la memoria, con la manía o
inclinación a blasfemar horriblemente; para la disposición sentimental del
ánimo en las noches de luna, particularmente por el amor estático; para el dolor
en la cabeza como si estuviese magullada en todos los huesos de ella y hacia
abajo hasta la raíz de la lengua.
Para esto
Maese había recomendado la estafisagria, el opio y la ipecacuana.
Para el
dolor presivo intenso en los globos oculares y el profuso lagrimeo al aire
libre, la espigelia y la pulsatilla. Para la afección del tubo de Eustaquio,
cuan-do sintiese silbidos, rugidos y chasquidos, con dureza de oído al roncar,
el pe-tró leum. Para el abultamiento del abdomen y borborigmos, la licopodia.
Para fisuras y dolor en el recto, cuando dura horas después de defecar, el
nitrato acidulado. Para la orina amarillenta obscura, turbia y rojo morenusca
al salir, la calidonia. Para el corazón palpitante y ruidoso, la veratrix
virga. Para el onanismo y consecuencias de las pérdidas seminales excesivas, la
quina. Para el varicocele y dolor u orquitis por el cordón espermático hasta el
testículo izquierdo, comúnmente llamado “güevo”, la hamamelis y el agnus. Para
lascivia e irresistible deseo del coito, el fósforo y el caladio. Le dio
también receta para la mujer joven embarazada por si padeciera alguna vez de
leucorrea profusa o meancina hasta los pies, en cuyo caso tendría que hervir y
tomar gotas calientes de chipilín. Y para el hombre joven, en el caso de gonorrea
en el tercer período con escurrimiento espeso, la hidrastia, el rododendro y el
mercurocromo pasado en sol.
Tres
Habida
cuenta de que la primera había salido cachiflín porque el viejo se había dormido
sobre los clavos y porque “mañana nos vamos” la segunda función del último día
en Malamuerte fue adelantada dos horas, pero duró tres más de lo que se había
programado.
En un
principio todo iba muy bien, con un lleno tal que dejó al pueblo vacío. Un
cielo claro de luna llena e hipnótica se hinchó con la música y el estruendo,
con las risas y redobles. Salió un mago que hizo desaparecer a la joven con
todo y vientre ante la mismísima nariz y mirada de asombro de Maese, sentado en
primera fila. Hubo pulsadores, equilibristas y trapecistas, casi siempre en
número de tres. Hubo payasos y payasita, nigromantes y adivinos telépatas… De
todo, en fin.
Para el
momento en que se anunció al león indomable había un silencio tan espeso que a
lo lejos la neblina venenosa del farallón comenzó a destilarse en la roca. El
león se llegó hasta el centro del escenario, sacudió su melena alborotada y
abrió la boca en la que brillaban grandes dientes caballunos para dejar salir,
con inspirado acento, un rugido fonográfico de tal modo convincente, que erizó
los cabellos presentes y allá disipó para nunca jamás el miasma y la ponzoña…
Como si aquello hubiera sido poco apareció después, de punta en blanco, con
plumas de avestruz en las orejas y serpentinas en la cola, galo-pan do y
caracoleando en el redondel con un garbo inimitable, al son de un tango en
bandoneón.
Todos
esperaban en contenido espacio porque tenía que hacer la jirafa voladora, el
punto culminante de su actuación. El animalito, con su traje de motas, volvía
sus ojos tristes hacia la galería donde se agolpaban los muchachos y muchachas,
sin poder agradecer nada más con su mirada tanto aplauso. Subió por el plano
inclinado hacia una plataforma de dos metros, tomó con sus enormes dientes la
cuerda que lo transportaría hacia la otra por los aires y, cuando sonaron los
redobles y se encendieron los fuegos multicolores, inesperadamente se soltó, en
pleno vuelo; cayó al suelo cubierto con aserrín rojo y ocre y se destartaló
tirando huesos y costillar por todos lados.
Tuvieron
que suspender por un tiempo la fiesta para ir a enterrarlo bajo el árboldehule
y regresaron, a instancias de los artistas, porque “la función debe continuar”.
Pero casi de inmediato hubo que parar de nuevo porque esta vez el faquir se
había dormido nuevamente, y ya no pudo despertar. Quisieron enterrar lo junto
al caballo pero Maese pidió que lo llevaran a la iglesia, donde él personalmente
lo sepultaría en sagrado. Después el espectáculo siguió hasta el último minuto,
en el más secreto y callado de los silencios.
Al
siguiente día, muy temprano, el hombre joven y la mujer embarazada liaron sus
bultos. Colocaron sobre la podrida carrocería los cerdos, las aves, los alimentos
y los regalos que les habían llevado. Enfundaron en los papeles de colores que
sobraron de la noche anterior la botella de vino de hongos, que los muchachos
habían sacado de no se sabe dónde.
Tal vez
eran las ocho de la mañana cuando se perdieron entre una nube de polvo, sonando
su bocina como un animal herido, difuminándose hacia el este, entre un sol que
abrasaba…
“Tomaron la
forma humana menos conveniente”, dijo Béster.
“Tal vez
ese era su escudo contra las radiaciones”, dijo Niven.
“Para nada
—terció Ray Brávori—. Esas maltrechas figuras nunca estuvieron disfrazadas. Es
el aspecto verdadero que tienen en su hogar, dentro del racimo de soles, de
donde vinieron”.
“Cierto,
dijo Hache Güel: quizá del viejo Orión, con su garrote en alto y su espadín al
cinto. O del trono de Casiopea, o del morro espumoso de Pegasso; tal vez de la
cola del Can Menor… Ni sería raro que hubiesen venido directamente de Alcor y
Nizar”.
—Mimetismo
puro —dijo la maestra
Malamuerte, 1997
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Próximamente "Crónica de un corresponsal no alineado" (El cuento de la guerra)
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EDUARDO BÄHR
(Tela, 1940)
Licenciado en Lengua y
Literatura, con posgrado en Letras Hispánicas en la Universidad de Cincinnati.
Ha dirigido compañías de teatro universitario y actuado en teatro y cine en su
país. Su obra incluye cuentos y guiones de teatro. Con su libro El Cuento de la Guerra recibió en 1970
el Premio Nacional de Literatura Martínez Galindo; en 1995, la Medalla Gabriela
Mistral del Gobierno de Chile. Su obra narrativa incluye también Fotografía del Peñasco (1969) y La Flora Maga (1999), así como los
libros de literatura infantil Mazapán
(1982), El Diablillo Achís (1991), Malamuerte (1997) y El niño de la montaña de la Flor (2003).