Hace dos años, en una entrevista que Carlos Rodríguez realizó a Julio Escoto con motivo de la antología de cuentos “Puertos abiertos” (Fondo de Cultura Económica de México, 2011), cuyo antólogo es el reconocido escritor nicaragüense Sergio Ramírez, Escoto expresó que “en el caso de Honduras ocurrió una sustitución de autores”, lo cual sugiere que de haber sido el antólogo habría incorporado, imagino, a escritores afines a su tendencia literaria (realismo mágico, realismo socialista), lo que corrobora el sesgo particular que habría implicado su selección, la cual no es difícil de imaginar: parcial y sin el distanciamiento necesario para exponer un amplio y representativo panorama literario del cuento hondureño. Es cierto que su inclusión en la antología es indispensable, a pesar de que las generaciones de escritores posteriores a la suya, la del 84, denominada “posvanguardia” (los nacidos entre en 1954 y 1983) y la de los nacidos después del 1984, no sintonicen y reconozcan en él un modelo de escritura, un escritor que los haya influido. Escoto fue uno de los renovadores –para bien o para mal- de la narrativa nacional, aunque para mí la renovación estilística vino a través de Eduardo Bähr, con su estilo sobrio, nítido, lacónico, con esa fuerza y estilo narrativo heredado de la literatura inglesa, piénsese en Hemingway, piénsese en Joyce. Quizás en uno que otro autor de la posvanguardia se encuentren huellas afines de las que abrevó Escoto.
Su obra más
importante, “El árbol de los pañuelos” (1972), basada en una novela de Ramón
Amaya Amador, “Los brujos de Ilamatepeque”, y cuya estructura le debe una gran
influencia a la novela de Juan Rulfo, “Pedro Páramo” (1955), le acreditó un
lugar de ruptura en las letras hondureñas y un merecido lugar en las letras
centroamericanas. La implementación de las nuevas técnicas narrativas de
vanguardia en Latinoamérica y su obstinada búsqueda de la identidad nacional,
“revoluciones culturales o políticas y un amplio apego a la superstición”, temas
o motivos propios del realismo mágico, sumado a un lenguaje con reminiscencias
barrocas (piénsese en Carpentier), le mereció su importancia en la
historiografía nacional, en una época en donde el discurso latinoamericano
comenzaba a indagar en conceptos sobre “identidad”, vía Levy Strauss y otros
antropólogos y estudiosos centroamericanos que trataban de definir nuestra
herencia, tradiciones y cultura, en aras de definir una identidad regional.
Suponiendo que
Escoto era el responsable de la selección en Honduras y que, además, “no
autorizó” lo publicado en la antología, habría sido nefasto para la muestra de
la literatura hondureña que pretendía Sergio Ramírez y el Fondo de Cultura
Económica de México:
Ésta es, por tanto, una antología del siglo
XXI, y nos permite ver el cuento centroamericano lejos ya de sus viejas
fronteras. En cada uno de los autores elegidos, una selección necesariamente
rigurosa, hemos buscado, antes que nada, la excelencia de la individualidad
creadora que se basa en los recursos del lenguaje y la imaginación; es decir,
como en toda buena antología, la calidad de la expresión literaria. Y a través
de la manifestación de todas estas individualidades, un conjunto en el que
necesariamente dominan los escritores nacidos a partir de los años sesenta,
podemos advertir los sustratos que nos ayudan a identificar la realidad
social contemporánea de Centroamérica en su compleja diversidad. (El
subrayado es mío).
Rodríguez también
pregunta a Mario Gallardo (1962), uno de los escritores y críticos literarios
más notables de las últimas décadas en Honduras, también antologado, si
considera que la recopilación es representativa, a lo que contesta que, además
de serlo, “muestra un panorama amplio y representativo de la narrativa de corto
aliento que se está escribiendo en la región”, y puntualiza lo que el mismo
Sergio Ramírez aclara en el prólogo -y que cité anteriormente-: “tiende un
puente entre propuestas que marcaron el paso durante el siglo XX y las que se
encuentran en proceso aún de definirse en el siglo XXI.” Relectura importante
si se piensa en función de que cada generación nueva ha sido alimentada por las
mismas fuentes que su antecesora, pero que además posee otras herramientas de
interpretación que le brindan los estudios actuales. Gallardo pertenece a una
generación posterior a la de Escoto. El relato antologado por Sergio Ramírez es
“Las virtudes de Onán”, del que Hernán Antonio Bermúdez opina lo siguiente:
Se trata de un libro refrescante donde
proliferan los axiomas de la lujuria y el sexo es la única lingua franca.
Intensamente erótico, en buena parte de Las virtudes de Onán se asiste a una especie de rapacidad
sexual, narrada con desparpajo, como pocas veces se ha visto en la narrativa
hondureña. La única comparación posible sería con la desinhibición lúbrica que
ha solido desplegar en su obra Horacio Castellanos Moya. Fuera de éste,
nuestros mejores narradores, Marcos Carías, Eduardo Bähr, Julio Escoto y el
mismo Roberto Castillo, lucen recatados al lado de Mario Gallardo.
Y es que así labora la historia literaria:
cada generación subsana los vacíos de sus antecesores (Gallardo es cinco años
menor que Castellanos Moya y doce años menor que Roberto Castillo), cada
generación –así como cada escritor individual- formula sus propias demandas a
la literatura, y posee sus propios apremios expresivos. (…) “Las virtudes de Onán es un libro clave para entender las
entrevisiones de una nueva generación literaria hondureña.”
(“Por
fin, la noche sampedrana”; 2008.)
Retomando el
juicio anterior, me hace volver a otra de las respuestas de Julio Escoto al
sugerir que “‘Sombra’, de Arturo Martínez Galindo, debería encabezar toda
recopilación de cuentos hondureños”, con lo que cada narrador hondureño estará
de acuerdo con unanimidad. Pero ya ha sido esclarecido el criterio que primaba
en la antología, que era sólo sobre escritores vivos: “Era una necesidad...
Solo son autores vivos. Esto le da cierto límite, si no serían infinitas, y le
da más peso a los jóvenes” (S. Ramírez, prólogo a “Puertos abiertos”). Si
analizamos bien la respuesta de Escoto, de que Galindo debería encabezar cada
antología de narradores, dice una gran verdad, pero también engendra una
contradicción en su propio argumento: puesto que a consideración mía solo el
relato de M. Gallardo puede equipararse a “Sombra” de M. Galindo. Si su
apreciación no estuviera condicionada o prejuiciada –o tristemente desfasada-
se daría cuenta que era necesario e indispensable que saliera “Las virtudes de
Onán”, publicado casi con un siglo de diferencia, relato que, a mi ver,
trascenderá su tiempo al igual que lo hizo “Sombra”. Podría percibir lo que un
grupo de escritores y críticos han encontrado en su obra, entre ellos: H. A.
Bermúdez, crítico y ensayista hondureño, Giovanni Rodríguez, escritor y ensayista
hondureño, Helen Umaña, crítica hondureña, Rodolfo Pastor Fasquelle,
historiador hondureño, y su servidor, Gustavo Campos. Leería en función de qué
nuevos aportes técnicos y narrativos ofrece a la literatura nacional y de la
región, el cambio de perspectiva con el cual retoma esporádicamente el contexto
de la época de los desaparecidos y las militancias ideológicas, se me ocurre en
este momento M. Kundera, tema ya tan manido y que ha sabido recrear y relegar
esa necesidad de ubicar un texto contextualmente, y que para mí puede ser leído
tanto como a comienzos del auge doctrinario de los movimientos sociales a
mediados del siglo XIX como a principios del XX, así como en épocas de
posguerra y guerras fría y en la época contemporánea, y es por la forma y el
desprejuicio y desenfado con el que está narrado lo que lo nutre de
intemporalidad, además de ese hálito de vida de los personajes que viven su
cotidianidad fundada en los placeres y el pasar de la vida, ajenos a
militancias ideológicas, y a su vez también es un texto por donde transitan
interdiscursividad e intertextualidad cultural, signos posmodernos. El texto de
Gallardo ha sabido cumplir con algunos postulados definidos por Derrida, en
cuanto a obra se refiere, claro, tomado el concepto para nuestro pequeño mundo
centroamericano: la obra vista como algo que permanece, que no es del todo
traducible, que tiene un lugar, cierta consistencia: algo que se archiva, a lo
que se puede volver y puede repetir en un contexto distinto; algo que todavía
podría leerse en contextos en que las condiciones de lectura habrán cambiado,
en otra palabras, supo borrar los contornos de su “contexto individual”. Su
texto se suma a un hálito por el que pasan autores como Castellanos Moya, Rey
Rosa, hay que puntuar que tardíamente, pues su único libro de relatos data del
2007; al grupo antes mencionado habría que sumarle el joven Maurice Echeverría.
(Léase “Onán, un aventurero espiritual”, ensayo en donde expuse algunas ideas
respecto al libro de Gallardo.)
Respecto a la
escritora incluida en la antología y nacida tres años antes que Gallardo, María
Eugenia Ramos, fue seleccionada por un grupo de editores y organizadores de la
FIL como una de los “25 secretos mejor guardados de Latinoamérica”, su sola
inclusión en este listado latinoamericano avala su aporte a las letras
centroamericanas. Ya antes había sido incluida en Pequeñas resistencias 2, elaborada por Enrique Jaramillo Levi
(Madrid, 2003); en Huellas ignotas,
antología de cuentistas centroamericanas Vol. II, por Willy Muñoz (Costa Rica,
2009), entre otras.
“Cuando se
llevaron la noche” es el cuento incluido de María Eugenia Ramos, un texto donde
la tensión existencial y la angustia del personaje van configurando ese mundo
que va entre el onirismo y lo fantástico, que nos recuerda cierta incapacidad
de los personajes de Kafka de traducir experiencias inquietantes. Y en su libro
Una cierta nostalgia (HN, 2000) casi
todos sus cuentos están madejados por un profundo proceso de extrañamiento, algunos
de ellos con elementos fantásticos, donde también aparecen ambientes de humor
absurdo, a cierta manera de Stevenson o Chesterton. Según Helen Umaña es un “libro que contiene once cuentos de pulcra
factura y de una fuerza expresiva que emana del aparente distanciamiento con
que se cuentan las historias que, evitando la reiteración de patrones
realistas, barajan las cartas de lo simbólico y alegórico”. En “Cuando se
llevaron la noche” podrían rastrearse algunos simbolismos de origen irlandés:
la casa o la habitación significa la actitud y la posición del hombre o mujer
frente a las fuerza del otro mundo, o bien como apunta Bachelard, la casa
significa el ser interior, pero también es símbolo femenino. La personaje
manifiesta una honda angustia al entrar a la habitación con su amante, la cual se
acrecienta al ir percibiendo poco a poco que lo que parece noche no es noche
sino su ausencia, y que su mundo, su interior, ha quedado encerrado para
siempre en la habitación, identificando y creando una fusión entre ambiente y
su preocupación interior al verse impotente ante las fuerzas del mundo
exterior. La tensión que se maneja en el cuento, los diálogos extraños,
las distintas maneras de ver a través de una ventana, que funciona como
receptor ya sea de conciencia, va entre lo metafísico, la percepción y lo
indeterminado, hace que este texto se convierta realmente en una pieza extraña
de un valor incalculable en la literatura nacional. Al igual que en el caso de
Gallardo, este texto junto a “Para elegir la muerte”, pueden leerse en
distintos contextos, archivarse, se podrá volver a ellos una y otra vez y
encontrar nuevos significados.
También Sara Rolla se ha referido al libro
de M. E. Ramos: “evidencia, en síntesis, una destreza en el oficio
narrativo que enaltece no sólo a la autora, sino a la literatura hondureña en
general, al constituirse en una de sus voces más frescas y estéticamente
responsables.”
(“El
oficio narrativo de María Eugenia Ramos”; 2001).
María Eugenia Ramos (1959) y Mario Gallardo
(1962) son los que mejor representan nuestra literatura de los últimos años,
sus libros Una cierta nostalgia (2000) y Las virtudes de Onán (2007),
aparecidos en los últimos 12 años, han buscado renovar nuestra ya apagada y
agotada literatura, refrescándola, explorando otras fuentes y otros lenguajes
más cercanos a nuestro tiempo, dejando atrás ese arte prestidigitador y
artificioso de lenguaje barroco, abrumante; más cercanos a Martínez Galindo,
Óscar Acosta y Eduardo Bähr, Ramos y Gallardo han sabido elegir su herencia
narrativa y cultural y comunicárnosla, cada quien desde su óptica, uno más
relacionado a la vida y a la interacción y desmitificación de la sociedad y de mártires
y desenmascaramiento de falsas virtudes e hipocresías morales, y la otra más
arraigada a lo fantástico, a lo onírico, en defensa o en respuesta al cansancio
que producían ese obligado “pacto testimonial” y esa “alianza de la literatura
con los sectores populares” y la búsqueda de nuestra “identidad”, que como
decía Campra en América Latina: la identidad y la máscara: solo el
latinoamericano se obsesiona en buscarse o sentirse parte de una identidad
inventada por la conquista, “es por eso que al acercarse a la literatura
latinoamericana, suele dirigirse mas que a su literariedad, al mundo que la
produce y la exige”.
No sabemos qué nombres son los “no
autorizados” por Escoto; pero, previendo o imaginando cuáles han de ser, decidí
aventarme a escribir este artículo, no en defensa de Ramos y Gallardo, pues su
obra no necesita ser defendida, mucho menos ellos, sino por una razón
específica: cumplir una de las labores que debe tener la crítica: guiar e
intermediar entre obra y lector. También debido a la carencia de estudios sobre
la producción literaria de los últimos años y para que los lectores menos
avezados o prejuiciados se animen a leer a estos dos autores.
Nota: Caso que amerita mención aparte es el
caso de Dennis Arita (1969), escritor que se suma al dúo antes mencionado. Ha
publicado dos libros de cuentos: el primero Final de invierno (2008) y
el segundo Música del desierto (2011), en los cuales deja ver mundos más
cercanos a Onetti, según H. A. Bermúdez, y en donde es reconocible su veta del
relato anglosajón, en términos de lenguaje, en términos de historias sin
concluir, elípticas, extrañas, pero que también es parte de esa actitud de
experimentación y dar la espalda a ese “sueño” de escribir sobre nuestra
“herencia” o tradiciones populares. Y agrego a Dennis porque considero que con
él sucede algo curioso: por estar entre generaciones, pareciera que la mayoría
de las veces suele escapársele a antólogos nacionales o extranjeros que definen
bases de selección en razón de fechas específicas, según políticas editoriales,
quedando relegado por no haber nacido unos 5 años antes o después de 1969 (año
que se impregna de algún malditismo por sus últimos tres dígitos, según intuirá
más de algún fanático religioso).
San Pedro Sula, 2011