Cuando el cielo se oscureció, yo empezaba apenas a quitarme la ropa. Marcos me vio, sonrió con pereza y dijo:
—Va a llover.
—Sí —le contesté—. Así es mejor.
Aquella noche las cigarras cantaban con un toque especial, como a gritos. Había hecho demasiado calor durante el día. El sudor nos había pegado la ropa al cuerpo.
Cuando se empezaron a escuchar los primeros golpes en el techo de cinc, yo estaba cantando en mi interior una canción de Phil Collins, poniéndole la letra que se me antojó. Marcos estaba lejos, tal vez caminando sobre alguna duna. Cuando los golpes se hicieron demasiado fuertes, dejé de cantar y pellizqué a Marcos para que regresara. Él volvió con desgano, con un gesto de sufrimiento, como un niño al que desprenden abruptamente del pecho.
—¿Qué es eso? —pregunté.
—Granizo —había fastidio en su voz.
Pero entonces los golpes ya no eran aislados, sino un solo rumor, de avalancha cada vez más próxima. Salté de la cama y traté de ver por la ventana, pero la luz incierta de las seis de la tarde ya no estaba. En su lugar había una masa negra, y sentí una hebra helada que se me escurría dentro del corazón. Tragué saliva y me volví hacia Marcos.
—Marcos, ¿qué está pasando?
—Pues que está lloviendo, ¿no oís?
—No, es otra cosa —quería gritar, pero mi voz apenas se escuchaba. Quise apartar la cortina para mostrarle lo que no había, pero lo hice bruscamente y el trozo de tela floreada se me quedó en la mano.
—¿Qué estás haciendo? —se irritó Marcos—. ¿No ves que estoy desnudo? ¿Querés que nos vean e afuera?
—Pero Marcos, es que no hay nada, quiero decir, no se ve nada. No está.
—Estás loca. ¿Quién no está? —y se tiró de la cama, sábana en mano, para cubrir la ventana desnuda.
—La noche. Se llevaron la noche.
Él me miró y pude ver pasar por sus ojos la burla primero, después la incredulidad y por último un inicio de miedo.
—¿Estás tomando algo, o qué? Solo está lloviendo, ¿no entendés?
Me quedé callada. Él me tomó por un brazo, con cierta brusquedad.
—Vení, volvamos a la cama. Vamos a jugar de caballito.
—Marcos, por favor. Te digo que no está la noche.
—Qué joder, carajo. Te estás inventando esa estupidez. Si no querías acostarte conmigo, no hubieras venido.
—No, te juro que es cierto. Acercate, mirá.
—No, mirá vos —y sin soltarme el brazo, descorrió el pasador, abrió la ventana y me obligó a sacar la mano—. ¿Ves? ¿Sentís la lluvia?
—¡No, por favor!
Aunque Marcos me hacía estirar la mano con la palma hacia arriba, yo sentía que los dedos me rebotaban en una especie de colchón elástico. Definitivamente, el aire, la lluvia, las cigarras, el calor, la noche entera, ya no estaban.
Él me soltó despacio y comenzó a vestirse, diciéndome:
—Yo creo que estás jugando conmigo —su voz tenía un tono de rencor—. Tengo mucho que hacer y solo vine a estar un rato con vos. ¿No podés entender eso? Pero está bien, si no querés, no volvamos a vernos.
—Marcos, no te vayás, por favor. No podés irte. No hay adónde ir.
—Quedate vos con tu locura, si querés. Me voy.
Tiró la puerta con tanta violencia que la sábana mal puesta sobre la ventana cayó al suelo. Yo la tomé, me acurruqué en la cama y me envolví toda para no ver eso que estaba afuera en lugar de la noche. Y aquí estoy desde entonces, esperando que pasen las horas y que cualquiera de los dos, o juntos, Marcos y la noche, vuelvan por mi.
(De Una cierta nostalgia, Editorial Iberoamericana, Tegucigalpa, 2010. Segunda edición.)
Hay que agarrarse duro la peluca leyendo esto. Lo disfruté
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