domingo, 9 de enero de 2011

El discreto encanto de la H (*). Mario Gallardo

William Kentridge

“No debes decir que me comprendes.”

Kafka en carta a Max Brod.


Cercado desde sus orígenes por la polémica, el absurdo y la modestia, su encanto, no obstante, se ha ido afirmando con la sorda persistencia que algunos envidiosos definen como característica inconfundible de los mediocres exitosos, condición sine qua non de quienes ven al mundo, pese a sus obvias limitaciones, como el teatro incuestionable de sus hazañas, el espacio vital en donde están predestinados a escribir la gesta inmarcesible de su doméstico triunfo histórico. Y así, con el discreto encanto del convidado de piedra, nombre y gentilicio campean a lo largo de las mejores páginas de la literatura universal, siempre asequibles para la pluma indecisa cuando de exhibir exóticos bizantinismos se trata.



Algo de su honda trascendencia atrajo a Vila-Matas, y al escribir Bartleby y compañía decidió incluir una referencia capciosa a un incierto colectivo de escritores hondureños que escribieron varias de las obras de B. B. Traven, el elusivo autor de El barco de la muerte y El tesoro de la Sierra Madre.



En su afán por resolver el enigma Traven (¿Quién fue Traven? ¿El cerrajero polaco llamado Feige? ¿O Ret Marut, el actor que se convirtió en periodista radical en la ciudad de Munich? ¿O el emigrante alemán o tal vez noruego que se llamaba Traven Torvsan y desembarcó en Tampico en 1942? ¿O sería el Hal Croves que en 1947 se presentó ante John Huston como el agente del autor de El tesoro de la Sierra Madre? ¿O, en otra desopilante versión, será que se trata del hijo ilegítimo, producto de los amoríos del Kaiser Guillermo con la actriz llamada Helen Mareck o Helen Maret?), Vila-Matas abreva de todas estas historias, pero es evidente que el narrador español se ve seducido por el discreto encanto al plantear la hipótesis que bajo el nombre B. Traven se escondía, en realidad, un colectivo de plumas nacionales, y así a la altura de la página 176 asegura: “Cuando se estrenó la película se puso de moda el misterio de la identidad de B. Traven. Se llegó a decir que detrás de ese nombre había un colectivo de escritores hondureños”. Tito Monterroso, a quien las narraciones de Vila-Matas le parecían poco menos que admirables, aseguró -en una entrevista publicada por la revista “Lateral” poco antes de su fallecimiento- que “la hipótesis no me parece tan descabellada, probablemente se trate de un grupo coordinado por mi viejo amigo Óscar Acosta, a quien siempre le han apasionado las ficciones misteriosas y retorcidas”.



Ni siquiera Borges pudo sustraerse a su encanto. En Borges. Esplendor y derrota, María Esther Vázquez afirma, en la página 350, que el ilustre narrador argentino pasó largos días cavilando sobre la posibilidad de ubicar el aleph a inmediaciones de la calle Honduras. Aunque Borges aclaró en su momento algunas claves personales que aparecen en “El Aleph”, Vázquez advierte que Georgie encontraba una “hermosa y bizarra analogía entre su esfera tornasolada de casi intolerable fulgor y la recia hondura del centroamericano onomástico, sin embargo, a última hora, en una decisión quizás influenciada por alguna charla con su madre, optó por la añeja casa de la calle Garay para que fuera el albergue del aleph de Carlos Argentino Daneri”. Esto no debe extrañarnos, ya conocemos la devoción de Borges por su madre y los gustos aristocráticos de doña Leonor que obviamente influyeron para que el nombre de la calle escogida evocara al segundo fundador de Buenos Aires: Juan de Garay (1528-1583), explorador y colonizador español.



Sobre este tema, el poeta Oscar Acosta, entrevistado por Carlos Rodríguez para la sección “El Personaje” de La Prensa, señaló que “en Borges quizás haya influido la fraterna amistad que desarrolló con el escritor hondureño Arturo Mejía Nieto, con quien compartieron intensas charlas en la sede de la Sociedad de Escritores Argentinos, junto a otros autores como Eduardo González Lanuza, Horacio Rega Molina, Evar Méndez, Conrado Nalé Roxlo, Norah Lange, Ricardo Molinari, Carlos Mastronardi, Roberto Arlt, Raúl González Tuñón, Nicolás Olivari, Jacobo Fijman y otros más.”



Más adelante, Acosta le dice a Rodríguez: “Tal vez fue durante una de esas tertulias que Borges supo de Honduras –a través de Mejía Nieto- y pensó en ubicar su aleph en la calle Honduras, para reforzar el simbolismo, pero luego pudo más la influencia de su madre y se decidió por la calle Garay, como refiere la señora María Esther Vázquez en su libro, aunque le aconsejo que investigue otras versiones, por ejemplo, le recomiendo la biografía de Borges escrita por Volodia Teitelboim, tal vez allí encuentre nuevos datos.”



Pero otro porteño de nuevo cuño, Alan Pauls, se dejó querer por la musicalidad abisal de su nombre y lo escogió para una de las últimas direcciones conocidas de ese vampiro detestable llamado Sofía, precisamente adonde se llevará al pequeño Lucio, disparatado secuestro que marca el final del matrimonio de Rímini y Carmen y, además, se convierte en el simbólico primer escaño del protagonista en su desbocado descenso a los infiernos. El episodio es entrecortado y sibilante -como la tos de un enfermo de enfisema- pero su simbología es clara, la asociación del nombre con el inicio de la debacle de Rímini: “Finalmente subió, mientras rumiaba una vaga represalia contra la zapatería o la marca, y al oír la dirección que daba Rímini –“Bulnes y Beruti, por favor”- corrigió: “Honduras al 3100”. Ante la sorpresa de Rímini, ese espectro vengador llamado Sofía le explicará que fue desalojada de su anterior apartamento mientras estaba en Alemania, pero la declaración final es alegórica in extremis: “Y conseguí Honduras, que tiene mil veces mejor vista”. Y así, en la página 305 de El pasado nos encontramos con que la sima insondable se ha esfumado, como por arte de magia, ante la irrupción de la panorámica altura.



Definido por Roberto Bolaño como un "melancólico que escribe como si viviera en el fondo de alguno de los muchos volcanes de su país", Horacio Castellanos Moya -desde su refugio en Frankfurt- le refirió a Deutsche Welle que, conocedor de su origen centroamericano, Pauls le había preguntado por esa nación de nombre tan recóndito. Castellanos Moya entonces se vio obligado a darle un crash course sobre su país de nacimiento (Tegucigalpa, 21 de noviembre de 1957), aunque le aclaró que, por formación cultural y afinidad electiva, era más salvadoreño que Roque Dalton, declaración que dicho sea de paso cayó como un balde de agua fría sobre los ingenuos pedagogos nacionales, seguidores acérrimos del jus solis, que para ese entonces planeaban otorgarle a HCM un doctorado honoris causa al estilo que acuñaron con Tito Monterroso, a quien importunaron con protocolares razones en su refugio mexicano apenas acabaron de leer Los buscadores de oro. Pero esa es otra historia, lo cierto es que Castellanos Moya le habló a Pauls, quien le seguía con contenida atención, sobre una historia compartida, acerca de la gratuidad del crimen, de los abusos de la derecha y de la izquierda, del deterioro de las utopías revolucionarias y el desencanto que comparten las naciones del istmo centroamericano. Una vez terminó de hablar Lacho, y tras darle una larga chupada a su cigarro, Pauls se limitó a decir: “Es un buen nombre para albergar a Sofía”.

Y ya que unas líneas atrás mencionamos al recordado Roberto Bolaño, justo es reconocerle la elegancia con que se dejaba seducir por el discreto encanto y la manera sutil y ligera con que desgranaba gentilicios a lo largo de las páginas de sus novelas más conocidas. Como en la página 57 de Los detectives salvajes, donde debemos rastrear el antecedente para no perdernos el sentido de la composición o, mejor dicho, del ménage à trois que representan Ernesto San Epifanio, el muchacho rubio (a quien luego conoceremos como Billy) y su hermana mayor: “Aproximadamente por la foto número veinte el muchacho rubio comenzaba a vestirse con la ropa de su hermana...a partir de la treinta o treintaicinco San Epifanio también se desnudaba...Las fotos siguientes mostraban a San Epifanio besando el cuello del adolescente rubio, sus labios, sus ojos, su espalda, su verga a media asta, su verga enhiesta (una verga, por lo demás, notable en un muchacho de apariencia tan delicada), bajo la siempre atenta mirada de su hermana...Tal y como temía las siguientes fotos mostraban al lector de Brian Patten enculando al adolescente rubio...El rostro del muchacho enculado se retorcía en una mueca que presumí de placer y de dolor mezclados”. Quizás la extensión y naturaleza de la cita anterior molesten a más de algún silvestre narrador vernáculo, pero era imprescindible para que comprendiéramos más cabalmente la siguiente afirmación, que cae como un bloque de mármol sobre nuestra lectura: “Es el hijo del embajador de Honduras -dijo San Epifanio lanzándome una mirada funesta-. Pero no se lo digas a nadie -añadió después, arrepentido de haberme confesado su secreto.”

Y páginas más adelante, exactamente en la 59, un aire de misterio complementa la revelación: “Así que el hijo del embajador de Honduras se llamaba Billy; muy apropiado, pensé”. No pueden ser más inescrutables las razones que tiene Juan García Madero –el poeta real visceralista cuya voz narrativa predomina en esta parte de la novela titulada “Mexicanos perdidos en México (1975)”- para afirmar que resulta “muy apropiado” que el hijo del embajador de Honduras, maricón para más señas y amante de otro poeta real visceralista, Antonio San Epifanio, se llame Billy. No obstante, G. Domínguez -anodino gacetillero que formó parte durante varios años de la sala de redacción de un diario nacional- me aseguró que no era más que una evidente alusión a cierto columnista de gustos sodomitas, quien medró en las páginas sociales de ese periódico durante la década perdida. Domínguez también me contó que dicho personaje era “el consentido” del jefe de redacción, un dipsómano empedernido de sonrisa perpetua sobre la faz inexpresiva, a quien el columnista aberrado y Sarah Dobles -su amiga del alma y conocida rufiana, que labró su fortuna “consiguiendo carne fresca de concurso de belleza” (sic) para los jefes militares de la década perdida- convidaban cada fin de semana a francachelas inacabables en su casa de playa, herencia que la compañía bananera había dejado al padre del sodomita, a quien se consideraba, además de obediente lamesuelas de los jerarcas de Cincinnati, coautor de la nefasta “Carta Rolston”. Según Domínguez, el columnista aberrado había vivido en México durante la época en que Bolaño ambienta su novela y quizás pudo servir de modelo para el “Billy” de San Epifanio, ya que de manera consuetudinaria desgranaba en sus “escritos” melancólicos recuerdos de su paso por “la región más transparente del aire”. Quizás los investigadores literarios del próximo siglo logren aclarar éste y otros misterios que concita la narrativa de Roberto Bolaño.

Pero otro tanto ocurre en su obra póstuma, 2666, donde el influjo del onomástico insondable es de mayor envergadura. Sin embargo, no debemos comer ansias, su discreta aparición se hará esperar hasta las últimas instancias de la novela, entre las páginas 1071 y 1073, en el segmento titulado “La parte de Archimboldi”, el cual citamos íntegro para después elaborar algunos comentarios pertinentes:

“Muchos años después, cuando su fortuna era más que considerable, Popescu se enamoró de una actriz centroamericana llamada Asunción Reyes, una mujer de una belleza extraordinaria, con la que se casó. La carrera de Asunción Reyes en el cine europeo (tanto en el francés como en el italiano y en el español) fue breve, pero las fiestas que dio y a las que asistió fueron, literalmente, innumerables. Un día Asunción Reyes le pidió que, ya que tenía tanto dinero, hiciera algo por su patria. Al principio Popescu creyó que Asunción se refería a Rumanía pero luego se dio cuenta de que hablaba de Honduras. Así que aquel año, por navidades, viajó con su mujer a Tegucigalpa, una ciudad que a Popescu, admirador de lo bizarro y de los contrastes, le pareció dividida en tres grupos o clanes bien diferenciados: los indios y los enfermos, que constituían la mayoría de la población, y los así llamados blancos, en realidad mestizos, que era la minoría que ostentaba el poder.

Todos gente simpática y degenerada, afectados por el calor y por la dieta alimenticia o por la falta de dieta alimenticia, gente abocada a la pesadilla.

Posibilidades de negocio había, de eso se dio cuenta en el acto, pero la naturaleza de los hondureños, incluso de los educados en Harvard, tendía al robo, a ser posible el robo con violencia, por lo que trató de olvidar su idea inicial. Pero Asunción Reyes insistió tanto que en el segundo viaje navideño que realizó se puso en contacto con las autoridades eclesiásticas del país, las únicas en las que confiaba. Una vez hecho el contacto y después de hablar con varios obispos y con el arzobispo de Tegucigalpa, Popescu estuvo meditando en qué ramo de la economía invertir el capital. Allí lo único que funcionaba y daba ganancias ya estaba en manos de los norteamericanos. Una tarde, sin embargo, durante una velada con el presidente y con la mujer del presidente, Asunción Reyes tuvo una idea genial. Se le ocurrió, sencillamente, que sería bonito que Tegucigalpa tuviera un metro como el de París. Popescu, que no se arredraba ante nada y que era capaz de ver los beneficios en la idea más peregrina, miró al presidente de Honduras a los ojos y le dijo que él podía construirlo. Todo el mundo se entusiasmó con el proyecto. Popescu se puso manos a la obra y ganó dinero. También ganó dinero el presidente y algunos ministros y secretarios.

Económicamente tampoco quedó mal parada la Iglesia. Hubo inauguraciones de fábricas de cemento y contratos con empresas francesas y norteamericanas. Hubo algunos muertos y varios desaparecidos. Los prolegómenos duraron más de quince años. Con Asunción Reyes Popescu encontró la felicidad, pero luego la perdió y se divorciaron. Olvidó el metro de Tegucigalpa. La muerte lo sorprendió en un hospital de París, durmiendo sobre un lecho de rosas.”

En su afán por iluminar algunos detalles en torno a esta alusión, la investigadora Helen Umaña, en su libro inédito Roberto Bolaño y la literatura nazi en Honduras, confirma que el autor chileno estuvo de visita varias veces en Tegucigalpa a fines de la década del 80. No fue necesario que tratara de preservar su anonimato porque, de hecho, en aquellos tiempos nadie conocía su gracia ni su obra por estos patrios lares. Umaña refiere que “una fuente fidedigna, que me rogó guardar su nombre bajo absoluta reserva”, le había confiado que Bolaño había visitado Tegucigalpa “para reforzar la investigación sobre su libro La literatura nazi en América, ya que fuentes cercanas al nimio y, dicho sea de paso, vitalicio director de la Editorial Universitaria, le habían informado que a fines de la II Guerra Mundial arribó al país un buen grupo de nazis de medio cuño, la resaca de los que no pudieron asilarse en Argentina, Chile, Brasil y Paraguay, quienes finalmente lograron establecerse en el sur, por la facilidad que les ofrecía, como posible ruta de escape, el puerto de

Amapala”.

A manera de conclusión, Umaña agrega que “en la historia de Popescu y su esposa hondureña Asunción Reyes es evidente que Bolaño, durante sus visitas a Honduras, pudo percibir algunas características de la vida nacional, y de esta suerte vemos retratada con singular fidelidad la importancia de las autoridades eclesiásticas, así como la influencia determinante de los Estados Unidos en la economía, aunque quizás resulta excesiva su observación sobre la pujanza del síndrome de Alí Babá entre nuestros connnacionales”.

(*) Advertencia del Editor. “Nota evidentemente incompleta y pedantísima

encontrada entre los papeles de Onán”.


Las virtudes de Onán (2007)