jueves, 22 de diciembre de 2011

Viaje sentimental. Dennis Arita

Portada del libro Música del Desierto


Comienza con una mentira. Catalina empezó a mentir cuando la primera nota de Enrique, envuelta en un sobre de cartoncillo azul, llegó a la florería la tarde de un lunes. Sus compañeras de trabajo vieron la nota sobre el mostrador de vidrio esmerilado y al mensajero que estuvo de pie, esperando una propina que nadie le dio. El sobre se quedó allí, entre los pétalos triturados y el papelillo de colores, hasta después del almuerzo. Ella llegó, vio el sobre con su nombre y lo dejó en la caja donde las empleadas ponían sus meriendas. Sus compañeras se preguntaron cuál sería el nombre del remitente; dos de ellas aventuraron una descripción, que Catalina fingió no escuchar.

Desde que vio el sobre, Catalina comenzó a mentir. Su mentira aún no tenía la forma definitiva de una frase o un gesto; era sólo una vaga sensación, un presentimiento que tendría forma cuando abriera el sobre y viera el nombre de Enrique escrito en la nota, la caligrafía que a pesar del cuidado evidente de su ejecución no podía suavizar la brusquedad de sus ángulos ni la prisa de su escritura.

Cuando se encontró con Enrique en una cafetería del centro, la mentira era menos vaga que antes, pero a ella se le hizo difícil mentir de entrada. Aunque jamás había tenido que decir una mentira, la asombró darse cuenta de la facilidad con que podría hacerlo, pero decidió aplazar la prueba hasta un momento futuro, si algún momento del futuro le exigía realizar el proyecto que imaginó desde que vio a Enrique entrar en la cafetería. Durante esa primera cita, Catalina eludió cuidadosamente cualquier mención de su padre enfermo. Pensar en su padre le trajo, con amargura, el recuerdo del viaje a la farmacia, que había aplazado para encontrarse con Enrique en la cafetería. Casi no hablaron. Ella estuvo absorta en la creación de algún detalle circunstancial que justificara la historia que contaría en una cita futura, aún no sabía cuál; no habría podido adivinar lo que Enrique pensaba mientras mezclaba el café y el azúcar. La ayudaron el ruido y los transeúntes de la plaza, que a esa hora de la noche paseaban bajo el cielo nublado.

—¿Cuántas veces has ido a la florería? —preguntó.

—Muchas —dijo Enrique—, no sé cuántas, siempre en la mañana.

—¿Y no habías dicho que me andabas buscando?

—No.

—¿Por qué?

Enrique encendió un cigarrillo y le ofreció uno a Catalina. Fumaron sin verse, hablando para sus tazas de café ya frío. La conversación fue como un interrogatorio: ella hizo las preguntas que le parecieron necesarias, el rostro apenas disimulando el asombro, el cigarrillo quemándose entre dos dedos. Sin acabar de formularlo con palabras, Enrique entendió que ésa era la primera vez que Catalina tenía una cita o acaso la primera vez que aceptaba entrevistarse con un hombre.

—No sé. Por miedo.

—¿Miedo?

—Sí. No puedo explicarlo.

Catalina no quería explicaciones. Le bastaba suponer, adivinar, aunque eso le costara más.

Caminaron cuatro o cinco cuadras y Catalina se negó cuando Enrique propuso acompañarla hasta su casa. Inventó algo rápidamente, tratando de imponerse el recuerdo. Fue la primera mentira. Aceptó ser besada dos veces: una vez bajo una farola, sintiendo contra el flanco el roce del frío viento nocturno; otra, frente a su casa. En una de las ventanas, mientras Enrique le acariciaba el cuello y la besaba, contra la lámina de vidrio y la cortina, vio la sombra de su padre.

—Mi casa está lejos de acá —dijo, viendo de nuevo la sombra de su padre en el segundo piso—. Voy a tomar un taxi. Pero podemos caminar un poco más.

Tomó el taxi y lo dejó avanzar siete cuadras antes de decirle al conductor que se detuviera. Comenzaba a llover y Catalina, de pie frente a la vidriera de una farmacia, esperó veinte minutos y después caminó de regreso a su casa.

Su padre estaba sentado en el sillón de madera y tela, junto al gran radio antiguo. Estaba escuchando uno de sus interminables noticieros nocturnos. La miró entrar y cuando quiso levantarse ella hizo un gesto con la mano para indicarle que no se moviera.

—Voy a buscar una toalla.

Fue al dormitorio y regresó secándose el cabello negro, que le caía en ondas lustrosas hasta los hombros.

—Ya no hay medicina —dijo su padre sin reclamo en la voz; sólo estableció un hecho conocido. Por el tono de su voz y por su ausencia de gestos, era como si la falta de medicina fuera un hecho conocido por todos, no sólo por Catalina y por él. Ella se sentó frente a su padre.

—Disculpá —dijo, todavía secándose y viéndolo a los ojos—. Me agarró la tarde en el trabajo y no encontré ni una farmacia abierta.

—En la mañana todas estaban abiertas.

La irritaban las frases afirmativas de su padre. Hubiera preferido que dijera ¿Por qué no fuiste en la mañana? O En la mañana hubieras podido comprarlas.

—Mañana voy a comprarlas.

Su padre tosió, primero débilmente y después con fuerza; al final, su tos fue un estruendo que llenó la casa donde sólo un momento antes se imponía el silencio que a Catalina le gustaba sentir a su alrededor cuando regresaba del trabajo o de sus diligencias diarias. Ella se levantó, se acercó a su padre y le acarició el pelo. Vio las paredes de la sala. La asombró darse cuenta hasta ese momento de que en ellas no hubiera nada que delatara el pasado de su padre o de la familia, nada que demostrara su pertenencia a algo o a alguien: un paisaje de infancia del que ella o nadie pudiera decir Estuve aquí, un rostro en el que ella o nadie pudiera reconocerse. Rostros como anclas, como refugios en la tormenta.

El martes por la mañana, Catalina salió temprano después de preparar el almuerzo de su padre y dejarlo en el horno. Se despidió de él, hablándole como todas las mañanas a través de la puerta cerrada de su dormitorio, donde sin duda estaba sentado en la cama desde el amanecer, esperando el momento de la despedida para entrar en la sala, sentarse junto al radio y escuchar los noticieros matutinos. Mientras cocinaba, ella estuvo escuchando su tos lejana, odiando, reprochándose algo que ella se negaba a definir, odiando otra vez. Metió en su bolso dos frascos vacíos de la medicina de su padre. En la farmacia compró dos puñados de pequeñas píldoras inofensivas, muy parecidas a las que él tomaba, y las usó para llenar los dos frascos.

Aún le quedaban más de tres horas antes de presentarse en la florería y las agotó paseando por el centro. Pasó tres veces frente a la plaza sin encontrar lo que buscaba. Almorzó en una fonda frente a la plaza, vigilando a los paseantes —no a los que iban a sus trabajos con maletines y rostros preocupados ni a los estudiantes con mochilas o cartapacios de colores: esos no importaban—, comiendo lentamente y sin hambre, sin sentir el sabor de la comida ni prestar atención a los ruidosos clientes de la fonda.

Esta vez, en la florería no había nota. El sobre azul, que Catalina podría haber confundido con el del día anterior y que abrió hasta la hora del cierre, traía una tarjeta ilustrada, con una dirección anotada de prisa. Comenzaba a reconocer, entre tantas otras conocidas o presentidas, la caligrafía de Enrique. Como todos los días, intentó y logró que los ramos sencillos se complicaran después de hábiles mudanzas y arreglos. Mientras trabajaba y miraba por la ventana de la florería a una mujer que solía sentarse en la acera de enfrente acompañada por una caterva de perros hermosos y voraces, pensó que no había comenzado a mentir por necesidad, por hastío o por vergüenza, que la estaban obligando a mentir y que sus mentiras no tenían porqué; pensó, entonces, victoriosa y atónita, que sus mentiras no admitían la justicia ordinaria. De alguna manera la fastidiaba la sencillez de todo: el mundo es tan sencillo, que sólo tras múltiples giros puede adquirir el aspecto de lo verdadero. Lo sencillo no es real porque nadie lo advierte o lo entiende.

Cerraron las cortinas metálicas de la florería y ella se quedó de pie en la acera, contemplando bajo el ocaso a la mujer de los perros voraces. Se alejó rápidamente, con la mente en blanco, dio zancadas largas y elásticas sobre el pavimento y en algún momento comenzó a correr. Cuando llegó a la plaza encontró lo que buscaba desde el lunes. Estaba sudando y en un estado que ignoraba: feliz o tal vez cerca de la felicidad o de la dicha.

Sólo había hablado brevemente, una o dos veces, con el hombre y la mujer que estaban sentados, como casi todas las mañanas y las tardes, en la banca de la plaza. Catalina sospechaba que preferían aquella banca sobre todas las demás, aunque las demás estuvieran vacías; recordaba haberlos visto de pie junto a la banca predilecta, dignos, silenciosos, con sus trajes monótonos y perfectos, esperando que la desocupara un hombre que leía el periódico. Cuando el hombre se había levantado, vio a la pareja silenciosa y de alguna manera siniestra, dobló el periódico con lentitud y cuidado y se alejó viendo hacia atrás una o dos veces.

Sabía que el hombre y la mujer vivían juntos en un hospedaje en algún barrio tan silencioso como ellos y que los respaldaba, semejante a un título o un contrato, una época legendaria. Como muchos otros antes que ella, pensaba que esa época fastuosa estaba hecha de imágenes y frases fragmentarias recogidas en cualquier lugar, con tranquila desesperación. El milagro consistía en la obligación o en la costumbre de nunca olvidar los detalles, en hacerlos perdurar a pesar de las variaciones, las permutaciones y los sobresaltos del relato. Atravesó la calle, llegó a la plaza y se sentó en la banca predilecta junto a la mujer, que podía llamarse Alicia o Adriana, aunque su nombre no importa, ya que basta con saber que era la mujer de Suárez y así se llamará de ahora en adelante. La mujer de Suárez no aparentaba los cincuenta años que sin duda tenía. Suárez tenía sesenta y un años; de bigote gris cuidadosamente recortado, miraba a su alrededor con una mezcla de agonía y reproche. Suárez y su mujer vestían generalmente de gris o de blanco y se sentaban sin inclinarse, en una postura que sin duda debía ser dolorosa. Catalina habló con Suárez exagerando la descortesía. Ni siquiera saludó.

—¿Un trabajo? —preguntó Suárez.

—Sí —dijo Catalina—, un trabajo. El pago es bueno y no hay que molestarse tanto.

—Cada fin de mes nos llega el dinero de la pensión —dijo la mujer de Suárez—. No necesitamos más.

Suárez, el rostro inexpresivo, vio a su mujer sin reclamarle nada. En ese momento, después de contemplar la mirada de Suárez, Catalina supo que sólo él podía hacer el trabajo. Estaba fascinada por la salud de Suárez, que parecía un coloso capaz de aniquilar a un oponente con una mirada o, si era preciso, con un golpe. Suárez era capaz de todo; como todos los héroes, podía sobrellevar las aventuras de este mundo y del otro y salvar los obstáculos con una sonrisa en su hermoso perfil romano. Catalina no quería parecer demasiado ansiosa, porque sabía que eso podía contrariarlos o, peor aún, darles un dominio sobre ella que a la larga habría chocado con sus planes.

—Cierto —dijo Suárez, después de meditar un rato—, pero siempre hay gastos que uno no espera —volvió a ver a su mujer, que estaba inmóvil y abstraída—. ¿Cuánto dice que puedo ganar por ese trabajo?

—¿No le interesa saber qué tiene que hacer para ganarse el dinero? —preguntó Catalina y casi de inmediato se insultó por preguntar demasiado. Después le pareció mejor conservar la naturalidad de sus preguntas, pero sólo hasta cierto punto; lo que menos deseaba era exagerar—. Creía que eso es más importante.

La mujer de Suárez vio a Catalina con su invariable expresión abstraída y fría. Sin acabar de explicárselo, a Catalina la emocionaba la frialdad de la mujer de Suárez.

—Espero que no sea un trabajo indigno ni que él tenga que estar mucho tiempo lejos —dijo la mujer de Suárez—. No quiero que le pase nada malo.

Fue fácil averiguar que el dinero de la pensión de los Suárez no bastaba para pagar la renta y que a veces Suárez debía oficiar como testaferro de oscuros abogados para conseguir dinero. Por lo demás, comían poco o casi nada y habían llegado a convertir su dieta en un hábito tan riguroso que solían escandalizarse cuando podían comprar dos platos de comida en un restaurante y el mesero les servía demasiado. “¿Podría ser tan amable de reducir el tamaño de mi comida?”, preguntaba Suárez, viendo el plato y al mesero con la mirada que dedicaba a los animales —que odiaba— y a la pelusa bajo las camas, y añadía: “Un hombre no puede comer tanto”. No decía No debe porque cuando formaba su frase estaba precisamente pensando en el deber y no en su habilidad, casi olvidada, de aniquilar plato tras plato. “Cómo han cambiado las costumbres”, decía la mujer de Suárez, viendo con algo parecido a la melancolía cómo su plato se alejaba para volver sensiblemente reducido.

Los Suárez aceptaron una invitación a cenar y después recibieron a Catalina en el hospedaje donde vivían. El hospedaje tenía cuatro inquilinos: los Suárez, un abogado y un artista que sólo salía de noche. El apartamento de los Suárez era limpio y ordenado, pero a Catalina le desagradó que en las paredes hubiera pocos cuadros o diplomas. Suárez excusó la desnudez de las paredes; interrumpido a veces por la actividad febril de Catalina, revisó sus baúles y, desganado, hermoso y saludable, fue sacando antiguos títulos y, para sorpresa de su mujer, litografías: dos paisajes de Corot y tres Canalettos desfigurados por el tiempo.

Catalina, jadeante y cubierta de polvo y telarañas, buscó martillo y clavos y colgó los hallazgos en las paredes, mientras Suárez descansaba en el sillón de cuero falso. Cerraron el trato: ella pagaría sus deudas y les pasaría puntualmente una cantidad mensual, que podría servir para sacarlos de problemas; si todo iba bien, podrían vivir más o menos tranquilos durante un tiempo bastante largo. Escribió sus instrucciones en una libreta de tapas azules, para escolares, que le entregó a Suárez.

—Una cosa —dijo antes de irse.

—¿Sí? —preguntó Suárez.

—¿Dejan tener perros en este lugar?

—¿Perros? —Suárez vio a su mujer, que estaba tan perpleja como él—. No estoy seguro. Lo voy a averiguar.

Catalina regresó a su casa a las nueve en punto y antes de entrar estuvo de pie en la acera, viendo la sombra de su padre en la ventana. Bajo el cielo y las nubes de octubre, imaginó y fijó las cinco o seis circunstancias que, desde ese martes, pasarían a formar parte de su vida. No pensó en rostros o en nombres: le bastaban las circunstancias. En contra de sus primeras convicciones decidió que era mejor que todo fuera sencillo; desechó las complicaciones que le podía traer el exceso de minucias y optó por anotar mentalmente los detalles más importantes.

Su padre no hizo preguntas: ella le puso en las manos las tres pastillas inocuas y el vaso de agua y fue a la cocina para no verlo tragar y para hacer la cena. Esa noche, mientras escribía una nota para Enrique, no escuchó la tos pesada de su padre.

En los cuatro días siguientes perfeccionó el plan y previno los azares, pero sabía que no podría anticiparlos todos. En la florería encontró la tercera nota de Enrique, esta vez escrita en papel corriente, siempre dentro del sobre de cartoncillo azul. La caligrafía había mejorado: menos ardua, menos angulosa que al comienzo. Catalina no podría haber comprendido que el cuidado de la escritura se debía a la creciente perturbación de Enrique ni que la perturbación se debía a la duda. Se encontraron la tarde del miércoles, comieron, hablaron poco, como siempre, y Catalina se sintió por un momento lejos del muchacho delgado y bien parecido, de sus ademanes cuidadosamente elegidos. Enrique explicó la brusquedad de su nota, su violencia reprimida, su decepción incierta, y ella escuchó y encontró, por un azar feliz, algunas frases de sentido común que a Enrique le parecieron sabias.

Ella insinuó que ya habría tiempo para visitar a sus tíos, con los que vivía desde la muerte de su padre, y Enrique estuvo de acuerdo, aunque todavía no sabía muy bien qué debía conceder y cuándo debía hacerlo. Dejó de importarle cuando la acarició frente a su casa, mientras ella veía contra la ventana la sombra del padre que Enrique no conocería jamás. Cuando se despidieron, Catalina dio al taxista la dirección de los Suárez, pero no entró en el hospedaje: sólo quería acostumbrarse a la idea de viajar hasta allí o acaso imaginar, desde la acera del frente, los sucesos posibles o ciertos cuando por fin aceptara que Enrique la acompañara a visitar a sus tíos. Esa noche tampoco escuchó la tos de su padre.

El jueves encontró el cuarto mensaje de Enrique y lo guardó en su bolso. En la florería nadie había hecho ningún comentario sobre los mensajes ni sobre el comportamiento de Catalina; a ella le parecía mejor que las cosas siguieran su curso habitual y trató de imaginar la normalidad de sus actos mientras sus compañeras la veían atravesar la calle, en algún momento de la tarde, acercarse a la mujer de los perros, hablar con ella bajo el sol y entre los peatones y regresar con un chucho atado a una traílla de metal.

Era un perro pequeño, de ojos grandes y claros. Había un traspatio cubierto donde los obreros dejaban brazadas de flores entre los canteros húmedos y el olor a pétalos marchitos. Catalina ató al perro a un poste del traspatio y toda esa tarde las mujeres se turnaron para acariciarlo, darle nombres y atiborrarlo con la mitad de sus almuerzos. Esa noche, como el martes, no hubo encuentro con Enrique.

Los Suárez recibieron al perro con apatía; Suárez dijo que sería difícil mantenerlo en un lugar que ya era demasiado reducido para él y su mujer. Se quejó durante media hora, sentado en el sillón, mientras el perro, ya sin traílla, se le subía al regazo y le lamía la cara; la mujer de Suárez no estaba menos escandalizada que su marido, pero logró imponer una tregua vacilante recurriendo al café y los pasteles que Catalina había traído. Catalina hizo que Suárez buscara la libreta de tapas azules y escribió en ella nuevas instrucciones. Eran breves, como las primeras. Suárez las leyó en voz alta y su mujer, de pie junto al sillón, las repitió y cabeceó para aprobarlas.

El viernes y el sábado hubo encuentros con Enrique, que fue por turnos melancólico y alegre. El sábado, Catalina dijo que sí; su padre cenó poco, tomó las pastillas, se quejó de un vago dolor en una parte del cuerpo que no fue capaz de nombrar y pasó la noche tosiendo como nunca. Acostada en su cuarto, ella se tapó los oídos. No durmió en toda la noche.

El domingo por la mañana entró en la sala y vio a su padre. Si alguien le hubiera pedido describir la salud o la dicha, sólo habría tenido que mostrar la imagen de su padre. De pie, blanco y sonriente, él hizo un par de bromas infantiles sobre el vestido de Catalina, se rio a carcajadas, tapándose la boca con la mano, y mostró una vergüenza también infantil cuando ella vio el desayuno listo sobre la mesa del comedor y las cortinas descorridas. La había cegado la luz que entraba por las ventanas y resplandecía sobre los vasos y los platos. Intentó reprocharle su descuido y él se disculpó sin esforzarse demasiado, tratando de explicar, sin lograrlo, su salud repentina y extravagante. Se había afeitado y lavado escrupulosamente; se había puesto los zapatos de calle, limpios y pulidos. Después del desayuno sacó un cigarrillo del bolso de Catalina y fumó sin advertir las miradas reprobatorias y aturdidas de su hija.

—Me siento bien —dijo—. ¿Puedo pasar hoy por la florería? Podemos ir a comer algo al centro ¿te parece?

—No —dijo Catalina, que no había tocado su plato—. Hoy no podemos.

—¿Por qué?

Su padre era tan inquisitivo como ella. Terminó de fumar, se sirvió más café, le puso seis cucharadas de azúcar, lo revolvió, tomó un tenedor y comenzó a comer del plato de Catalina.

—¿Mañana entonces?

—Sí, mañana. Tengo que irme.

Todo lo demás no importa. Éste es el verdadero comienzo. Catalina se encontró en la tarde con Enrique en un café del centro y él percibió, sin comprender del todo o negándose a comprender, que Catalina estaba preocupada y absorta. Como otros antes que él, prefirió no hacer preguntas; en contra de la costumbre, ella tampoco las hizo.

Suárez, mejor vestido que antes con la ropa que Catalina le había comprado, recibió a Enrique sin efusiones inútiles que a ella le hubieran desagradado. La imaginación de Suárez se reducía espléndidamente a los hechos y frases de su época prodigiosa; Enrique no encontró faltas, comió y admiró las paredes. Lo distrajo el perro, que llegó a resoplar contra sus piernas. De pronto, sin asombro, descubrió que no era feliz.

Siguieron hablando en la sala; la mujer de Suárez trajo bocadillos y una jarra de refresco. Fumaron mientras el perro sin nombre daba vueltas alrededor de la mesa y mordía el cuero del sofá.

—¿Quién trajo al perro? —preguntó Enrique.

Suárez vio a Catalina y luego a su mujer, de pie junto al sillón.

—Yo —dijo—. Mi sobrina no quiso al principio, pero es bueno tener un animal en la casa, aunque acá me he echado encima a los vecinos.

—Es bonito.

—¿Verdad que sí? —dijo Suárez, acariciando la cabeza y el lomo del chucho. Todos vieron al perro, que gruñó y mordió la mano de Suárez. Nadie sabía que ya tenía dientes porque nadie se había preocupado de averiguarlo. Suárez gritó, maldijo entre dientes y dio una manotada al aire que asustó al animal. El perro gimió y corrió para ocultarse debajo del sofá. Había gotas de sangre en el piso y en el pantalón de Suárez. Tres gotas se agrandaron y secaron en la rodilla de Enrique. Suárez se puso de pie. De golpe Enrique sintió que todo era irreal, como si las luces de la pequeña sala irradiaran una blancura cegadora. Suárez se vio la mano que por alguna magia se había vuelto transparente, fue capaz de ver a través de ella como si fuera de vidrio, pero por la expresión en su rostro parecía estar viendo a través de su mano un monstruo agazapado en un rincón de la pequeña sala. Suárez dio cuatro pasos con una lentitud lastimosa, sin dejar de verse la mano sangrante, volcó al pasar la mesita y cayó de frente, como una torre. Nadie se había movido.

Enrique se puso de pie. Todos se quedaron quietos, observando a Suárez bocabajo en el piso, entre los trozos de vidrio. El único signo de vida de Suárez era su respiración tranquila y pausada. Después hubo un movimiento general: Enrique y la mujer de Suárez se acercaron al cuerpo y lo levantaron y Catalina entró en la cocina, fue hasta el fregadero, abrió el grifo, se lavó la cara y puso las manos bajo el chorro de agua fría.

Suárez tardó mucho en recobrar el conocimiento. Enrique le dio palmadas en el rostro y la mujer de Suárez fue a la cocina a traer un vaso de agua. Cuando entró, vio a Catalina inmóvil como una efigie de cera, las manos en el agua jabonosa. La mujer de Suárez le tocó el cabello húmedo y la frente y, cuando entendió, se alejó de ella y la contempló un rato largo. Desde la cocina llegaban las palabras de Enrique, ¿Se siente mejor ahora?, ahogadas por los truenos y el rumor de la lluvia que había comenzado a caer. La mujer de Suárez llenó un vaso y volvió a la sala, donde su esposo, tendido en el sofá, se quejaba en voz baja. Enrique estaba de rodillas, cubriendo con una manta el pecho de Suárez. La mano herida estaba cubierta con una venda manchada de rojo, apoyada en el brazo de sofá. La mujer de Suárez se acercó lentamente, caminando sobre las puntas de los pies.

—¿Cómo está ?—dijo.

—Mejor —respondió Enrique—. Creo que se hirió cuando quiso apartar la mano del hocico del perro.

Enrique tomó el vaso que le dio la mujer, puso una mano bajo la cabeza de Suárez, se la levantó y le dio de beber. Suárez sorbió mientras miraba a su mujer con gratitud.

—Le hubiéramos dicho a ella que no trajera al perro —dijo la mujer. Se quedó callada, con cara de niña que acaba de cometer una travesura, cuando Enrique la miró y luego dijo—: ¿No sería bueno darle algo de caldo? Quedó algo en la cocina. Lo traigo.

—No —dijo Enrique—. No creo que sea para tanto. Que se acueste y se quede ahí. Creo que tiene sueño y está débil. Sí: que se acueste.

Suárez cerró los ojos. Parecía dormir.

Catalina salió de la cocina y vio a las tres personas que sin duda, entre todas las personas del mundo, debían merecer más su amor o su desprecio, pero en lugar de aborrecer o amar, sintió un horror que al comienzo fue inexplicable. Cuando al fin pudo explicarlo, fue más horroroso que todos los horrores que su vida breve y absorta le había permitido conocer o imaginar. Suárez dormía o fingía dormir y su mujer, inclinada sobre el sofá, le peinaba el hermoso cabello canoso y le acariciaba el rostro. Enrique recogió los trozos de vidrio y pan en una bolsa de papel de estraza y después limpió el refresco derramado con un trozo de franela verde.

El perro había salido de su escondite. Estaba sentado, moviendo su cola recortada, con la lengua húmeda colgándole del hocico, mientras movía los ojos alegres y la loca cabeza sonriente. En algún momento se acercó sigiloso al sofá y olió la mano herida de Suárez, que la había dejado colgar hasta el suelo. El perro lamió un dedo, luego dos y al final la venda enrojecida. Suárez abrió los ojos e intentó decir algo. Su mujer vio los ojos de Suárez y después al perro que comenzaba a desgarrar a venda; gritó algo incomprensible y saltó hacia delante. El perro vio a la mujer altísima y amenazante y retrocedió y volvió a derribar la mesa.

Catalina tuvo un impulso, quizá el primero de su vida. Aunque todo ocurrió en un instante, fue capaz de entender y la comprensión le llegó como un relámpago. Se atravesó entre el perro y la mujer y en ese momento supo que Suárez, su mujer y Enrique no eran parte de su sueño: eran su sueño, como las armazones de flores, hojas, ramas, alambres y papeles, como sus manos desapareciendo lentamente sobre los ramos que se armaban y desarmaban entre el arabesco de pétalos azules, rojos, amarillos y blancos.

—No lo toque, es mío —dijo sin alzar la voz, sin ver a la mujer, sin ver a nadie, como si hablara con el aire.

Recogió al perro y lo acunó contra su pecho. El chucho comenzó a jadear y a gemir sin debatirse. Nadie dijo nada cuando Catalina salió de la casa.

Afuera había caído una lluvia rápida. El asfalto bajo sus pies resplandecía y reflejaba la luna que desaparecía y volvía a aparecer entre nubes negras. Esperó un rato en la calle con el perro en brazos y no vio a nadie salir de la casa de los Suárez. Fue caminando hasta su casa sin detenerse una sola vez para descansar. Cuando llegó, se quedó junto al portón de hierro y entonces se fijó por primera vez en las flores silvestres que crecían en los arriates descuidados de ladrillo enlucido, verdosos de lluvia antigua. Bajo la luna, las flores tenían el mismo color sepia y, trémulas bajo la brisa nocturna, sólo pudo distinguirlas por sus formas, por sus tallos más o menos largos, imperiosos y elevados sobre la maleza brillante. Vio la ventana de su casa. La luz estaba apagada. Apretó al perro contra su pecho y sintió la lengua cálida sobre el rostro húmedo. Cerró los ojos para que esa sensación pudiera perdurar hasta el momento en que tuviera que abrirlos y ver nuevamente la ventana oscura.




Música del desierto (2011)

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Dennis Arita

(La Lima, Cortés, 1969)

Es narrador y ensayista. Por su interés en la narrativa y el cine, hacia 1990 entró en contacto con otros lectores y escritores que formaron el Grupo Arlequín.

De 1995 hasta el año 2000 trabajó en la promoción literaria haciendo traducciones del inglés al español y escribiendo reseñas de libros que luego se publicaban en la sección cultural del Grupo Arlequín en Diario La Prensa.

Sus cuentos y ensayos han sido publicados en diarios, revistas y catálogos de arte en Honduras.

En el 2008 publicó su primer libro de cuentos Final de invierno.

Ha sido antologado en Entre en parnaso y la maison. Muestra de la nueva narrativa sampedrana (Editorial Nagg y Nell, 2011).